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Verónica Barcina

Pasaba poco por Casa Manolo, pero sus visitas eran imprevisibles. Emilio El Lejía se había quedado “pillado” por el consumo surtido y continuado de alcohol y de todo tipo de estupefacientes. En los 60, recaló en la Legión para escapar de la justicia francesa que lo acusaba de dejar tetrapléjico a un marsellés en una pelea a las puertas de un puticlub. En el tercio Juan de Austria intimó con la grifa y con el orujo que traía El Gallego cuando volvía de permiso. El tatuaje flácido de una mujer desnuda en un bicep sin músculo y una leve cojera eran las heridas de guerra visibles en su persona. Lo del ojo ocurrió más tarde.

Cuando la Legión lo expulsó, El Lejía inició un tortuoso romance con el LSD, la coca, el popper, los pegamentos y todo tipo de alcohol que acabó en indisoluble matrimonio. En la Costa del Sol de los 70 ejerció de gorila en varios antros donde hizo migas con capos de la droga. En los 90, como sicario, ganó billetes, la cicatriz del ojo derecho y frecuentes palizas que acabaron desterrándolo. Con el milenio, bregó como guardaespaldas, guarda de obra y camello, pero la adicción lo vencía una y otra vez. Acabó robando aquí y allá, entre calabozos y hospitales, hasta que Proyecto Hombre lo sometió a un programa que devolvió algo de humanidad a su apagada chatarra corporal y espiritual.

El Lejía entró y se acercó a la barra meneando un bate de béisbol sucio y astillado. Miguel tenía mano para manejarlo, se lo pidió “para verlo” y lo guardó bajo la barra, “cuando te vayas, te lo doy”, mientras le servía una coca zero zero como señuelo para apartarlo al rincón. Manolo y Antonio no lo perdieron de vista hasta que quedó desarmado sin el bate. La clientela de esa tarde —los de la partida de dominó, dos mirones, cinco jóvenes que compartían mesa y una pareja en la otra punta de la barra— se enteró de que el bate era “por si me atacan por la noche en el cajero donde duermo”. “También llevo esto”, dijo agitando un cortauñas con el gancho de los padrastros extendido como si fuera una navaja.

En la partida comentaban por lo bajini que El Lejía estaba en modo rearme, como Europa cumpliendo las exigencias de Trump de dedicar más presupuesto a la OTAN. Antonio manoseaba nervioso el seis doble que se le antojó un lanzamisiles M270 visto de frente: “Se va a liar” , dijo soltando con estrépito y alivio la ficha que creía ‘ahorcada’ cuando el contrario tapó la otra puerta con el cinco tres. “Está la cosa muy, pero que muy jodida con lo de Ucrania y lo de Gaza” , dijo el jugador a su derecha poniendo el seis dos que podía haber ahorcado el lanzamisiles. “Israel es el peligro —murmuró Manolo colocando el dos blanca—. Netanyahu está buscando la tercera guerra mundial”.

El tres uno de Antonio acompañó un comentario ingenioso: “Esto parece la conjura de los locos: el ruso, el puto sionista, los yanquis…” , que fue respondido por la blanca cinco a su derecha.“Y el que faltaba para el duro, el Milei, el loco más peligroso del mundo tocándole los huevos a los ingleses con las Malvinas”. “Pues sí, cada loco con su guerra, pero esta batalla la gano yo —Manolo tiró el uno cinco—. Cierro a cincos. ¡A contar!”. El “cu–cu” del reloj suizo anunció que la partida estaba a la mitad.

Antonio sentenció mientras colocaba las fichas bocabajo para barajar: “Aquí volveremos a montar otra guerra civil”. Manolo hizo a su yerno la señal de que llenara observando al Lejía que se tambaleaba en el taburete con la mirada perdida: “Al menos, la Legión parece que no está en buena forma”, dijo señalando con un gesto de la cabeza a Emilio. “No te fíes, que la Legión nunca estuvo mucho mejor de la cabeza y, ya ves, se está rearmando”, repuso Antonio ordenando sus siete fichas y provocando las risas de los compañeros.

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Verónica Barcina es socia de infoLibre.

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