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Historias de la España vaciada

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Fernando Pérez Martínez

Érase una vez un país asolado por la peste, que llamaron pandemia covid-19. Como era un país desarrollado los gobernantes desde el principio tomaron todas las medidas al alcance de sus medios. La población pasó sucesivamente del sobresalto al susto, luego al espanto y cuando el pavor se instalaba en la ciudadanía las autoridades declararon los estados de alarma, emergencia y cuantos estimaron oportunos para detener el contagio entre los habitantes, limitando las libertades pertinentes, circulación, reunión, etc. Porque la cosa era seria. En un primer momento los hospitales se saturaron, no daban abasto para tratar a las remesas diarias de enfermos que ingresaban, llegando algunas autoridades al extremo de prohibir la atención hospitalaria de aquellos contagiados a los que valoraron con escasas posibilidades de supervivencia, ciudadanos mayores con achaques y pronóstico pesimista, frente a otros robustos con más probabilidades de superar la peste.

Cuando la población, en su mayoría, comprendió que la circulación por las calles, las aglomeraciones y el uso de transportes colectivos agravaba el riesgo de contraer el virus y llevárselo a sus casas para dispersarlo entre sus familiares y convivientes, redujeron las salidas al exterior de sus hogares al máximo. Las relaciones con las amistades, los trabajos, estudios, compras y todo cuanto se podía canalizar a través de los recursos técnicos, telefónicos o internet, se realizó a partir de entonces por estos medios. Lo que para la mayoría del comercio, bares, hostelería, ocio y demás significó una amenaza, para las compañías de comunicación y telefonía se convirtió en una época dorada.

Se multiplicaron las nuevas solicitudes de servicio y aumentó exponencialmente el uso de las líneas existentes. Sin necesidad de esfuerzo publicitario, ni inversión en mejorar o ampliar la cobertura de las líneas, ni pago por estrategia comercial alguna, la demanda de servicio aumentaba día a día hasta llegar a reventar la capacidad de abastecer a los solicitantes. Tanto es así que sin invertir un solo céntimo el incremento de uso de las líneas las desbordó. Los consejeros de las compañías estaban felices, jamás soñaron una coyuntura en la cual las ganancias, sin ampliar la red de telefonía, se multiplicaban. Durante los diez meses siguientes a la detección del virus en las calles, el aumento y uso sin precedentes que los abonados hacían creció imparable. Según manifiestan trabajadores del ramo, hasta reventar. Como era previsible la capacidad de las compañías telefónicas de ofrecer sus servicios, hasta tuvieron que tomar una decisión similar, salvando la diferencia esencial, a la que los responsables políticos habían decidido respecto a la admisión de pacientes en los hospitales saturados.

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Aquella situación de exuberancia de la demanda de servicio les exigía inversión para satisfacer la necesidad que la nueva situación reclamaba o restringir parcialmente el servicio a algunos abonados. Las candidatas con más papeletas como siempre que se rifa un recorte son las zonas rurales, con infraestructuras depauperadas, las más apartadas o las que los dirigentes de las compañías estimaron prescindibles. Pues una inversión acorde con la demanda actual motivada por la excepcionalidad de la pandemia podía en un futuro disminuir a niveles normales una vez que la situación volviera a su ser y los jerarcas de la compañía juzgaron beneficioso arrostrar el descontento de parte de los clientes, los que habitan lugares que sólo salen en la tele con motivo de alguna catástrofe siendo sus nombres ignotos para la mayoría de los medios, allí donde la fibra óptica no está ni se la espera, y juzgaron irrelevantes y secundarias sus reclamaciones y protestas.

La alternativa para llenar el saco sin invertir una sola moneda consistía en ignorar y dejar atrás a éstos. Los consejos de administración, los inversores, les aclamarían viendo la cuenta de resultados que se estaba preparando, sobre la imposibilidad de unos miles de usuarios y clientes a los que se privaría del derecho de acceso a la información en la prensa digital que en las zonas rurales más apartadas es el único medio de acceder a los periódicos, o de comunicarse con la familia y amigos viéndose las caras por medio de videoconferencias, o de recibir puntual información meteorológica que les permita precaverse frente a las repentinas e inclementes borrascas invernales. Esto, para ellos, los másteres del universo que iban a multiplicar los beneficios de las compañías en unas proporciones fabulosas, sin precedentes sin gastar un euro, sencillamente no existía. Qué podía representar la angustia o la privación de sus derechos de unos miles de familias o de viejos retirados en lugares cuyos nombres carentes de glamour nunca saldrán en televisión y que sólo conocen sus habitantes y un puñado de familiares, comparado con las inmensas cantidades de dinero a ganar.

Fernando Pérez Martínez es socio de infoLibre

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