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Julio Camba y la ilusión fugaz de la República

F. Vicente Manjón Guinea

Julio Camba nace a las once de la mañana el 16 de diciembre de 1884 en el mismo pueblo que Valle-Inclán y en casas contiguas. Quizá la tierra ardiente, en unión con la lluvia, conciba un embrujo de vapor que se instile con suavidad entre la piel y forje así el carácter de los hombres. De ahí la similitud de ambos escritores, tan humildes con el humilde, tan altivos con el altivo. Maestros de la ironía y amigos de la discusión intuitiva, si hay algo que verdaderamente asombre de Camba es ese despego irritante, esa humildad que raya el insulto y desacraliza lo que en nuestra imaginación hemos considerado labrado en pan de oro. Siempre hemos creído en esa recompensa que infla nuestro orgullo, que tras el esfuerzo y el martirio que supone arrancar, en la soledad de una noche de insomnio, esas líneas esquivas y prohibidas, saborearíamos la condición de haber vencido al tiempo y al olvido. Y, sin embargo, esa desgana, esa ausencia de considerar el trabajo realizado, ese desprecio incluso hacía salir de sus labios palabras rayanas en la ingratitud. Él escribía solo y únicamente por necesidad, para vivir de un trabajo como viven los demás de su oficio, como los picapedreros, pero nunca inducido por una musa ni por ningún grito interior que dominara sus instintos y le impulsara a escribir. No obstante, era una de las reglas del juego, que había llevado hasta las últimas consecuencias. Fingir que no le importaba la literatura ni el periodismo. Pero Julio Camba había nacido para estridular la mirada, exprimir la observación de todo lo que existiera para después convertirlo en un artículo jocoso e irónico, fiel reflejo de la realidad.

Cuando apenas contaba con trece años, haciendo gala de un espíritu casquivano, rebelde e independiente, se acomodó de polizón en la bodega de un transatlántico a Buenos Aires y una vez allí se dedicó a escribir artículos tremebundos hasta el punto de ser tomado por un anarquista terrible que despellejaba a los hombres a tiras. Tras tres años en Argentina, cansado del exilio voluntario, ideó volver a su país aun a sabiendas de no contar con una mísera moneda en el bolsillo, y aprovechando que el gobierno latinoamericano había dispuesto la deportación de sediciosos anarquistas, se encaminó hacia la plaza más céntrica para gritar frente al cuartel de la policía: «¡Viva la anarquía!». De retorno a España, el titular de El País, entre erratas y equívocos, recogía lo siguiente: «¡Julio Caníbal, de vuelta a España!».

La longevidad de Camba hizo que viviera una de las épocas de mayores cambios en la historia política y social, no solo de España, sino del mundo. Ante todos y cada uno de los regímenes mantuvo siempre una actitud crítica e insobornable

Camba, que vivió 78 años, renunció a hipotecar su total libertad y no concedió otra compañía para sí, en los momentos más íntimos, que la de sus propios pensamientos. Ante la pregunta de por qué no se había casado nunca, respondía: «No lo sé. Se me escapó el tiempo pensando en si debía o no casarme, y en si debía ser rubia o morena. Después de todo, si me hubiera casado, lo más posible es que me viera como me veo hoy. Solo. Porque mi mujer me hubiera abandonado. Reconozco que soy hombre difícil de aguantar». Camba mentía, pues su gran amor, el roce solitario de las piernas tersas de la amada entregada en el lecho, era, para él, el trazo sutil que la pluma deja sobre la cuartilla desnuda, la literatura, y desde el primer momento, aun sin saberlo, en el sueño más profundo había juramentado con sangre una fidelidad eterna a las letras.

La longevidad de Camba hizo que viviera una de las épocas de mayores cambios en la historia política y social, no solo de España, sino del mundo. Ante todos y cada uno de los regímenes mantuvo siempre una actitud crítica e insobornable condimentada con un humor socarrón, fiel únicamente a su propia conciencia, sin aceptar ningún credo indiscutible, pues sabía que perdiendo la libertad se perdía la perspectiva objetiva de los acontecimientos. Se secuestra la individualidad bajo un zulo oscuro para terminar cegando la inteligencia. Decía: «yo desde luego soy enemigo del socialismo; pero si alguien cree que estoy encantado con el régimen capitalista, se equivoca de medio a medio. Para mí, capitalismo y socialismo no son dos fuerzas antagónicas que se combaten, sino una sola y misma fuerza cuyo objetivo principal consiste en abolir la propiedad privada y en destruir la personalidad individual».

Pero una de las mayores desilusiones de Julio Camba fue la República, como así nos lo hizo ver en su libro Haciendo de República. En un momento de la historia de España en que los ciudadanos estaban hastiados de los políticos eternos, de los engaños y las frases hechas, de los directorios militares y civiles, de la supresión de las libertades públicas garantizadas en la Constitución de 1876 y de un orden policial inflexible encarnado en la figura de Miguel Primo de Rivera, que había condenado al destierro a Unamuno, la imagen de un niño amamantado por una mujer, el icono entusiasta de una República venidera y joven, con aires renovadores, fraguó la esperanza de un cambio en España, un cambio de raíz con el brillo apasionado en los ojos, la luz en mitad de la niebla, de una entelequia hecha realidad. Y, sin embargo, con la premura de unos pocos meses desde el advenimiento de la República, pronto se vio que nada había cambiado, nada de lo anhelado se había logrado y que la política seguía siendo la misma, en un estado civil de ebullición constante. El nombre de la República, aquel arquetipo poético de gobernabilidad, había sido prostituido por unos pocos para asegurar su porvenir, regalándose prebendas y siguiendo tan inmorales como los que los habían precedido. Eran los mismos de antes y con los mismos resabios que habían convertido la República en un gobierno de chistera y enchufismo. Tonto el último. El pueblo lloraba la incapacidad, en un gobierno nacido sin violencia y apoyado por la mayoría, de llevar adelante el logro de las mejoras sociales y la reforma agraria tan esperada y necesitada, por un campesinado que subsistía en condiciones deplorables. El empalidecimiento de aquel bebé brioso, nacido el 14 de abril, abrió la herida de muchos españoles, herida cerrada en falso, a medida que el enturbiamiento, los frutos tóxicos y la descomposición se hacían hedientes a gran distancia, sin dejar de sonar los acordes del himno de Riego. Camba culminará diciendo en «Lo que pudo hacerse», que «cualquier error se hubiera disculpado entonces; pero lo que no se admitía de ninguna manera era que unos señores promuevan nada menos que un cambio de régimen para apoderarse de los ministerios y que luego, ya dentro de ellos, tienen que llamar a los empleados de plantilla para preguntar qué es lo que puede hacerse allí… Así no se podría hacer nunca el ideario de una revolución. El pueblo perdió la poca fe que había empezado a tener… y lo peor es que antes siempre había una solución: la República, pero ahora que tenemos la República, ahora ya no tenemos solución».

La situación en España se hizo insostenible por diversas presiones y el deshacer continuo de la CEDA en el avance liberalizador y progresista de la República, hasta que el 18 de julio de 1936 una sombra de luto, ennegrecida y cruenta cubrió el cielo para instaurar el horror de una guerra civil que se cobraría, entre miles y miles de asesinados, a Federico García Lorca y Ramiro de Maeztu, ambos amigos de Camba.

El escritor gallego emigraría a Inglaterra, y a su vuelta a España, con el alma destrozada, tal y como quedó su tierra, cubierta de surcos y heridas sangrantes, entre ruinas, decidirá instalarse en el hotel Palace hasta su muerte, escribiendo artículos costumbristas, bajo el silencio velado e impuesto del régimen del general Franco, refugiado en un sedentarismo desengañado de todo y de todos.

De Julio Camba dijo Ortega y Gasset que «retrataba el logos, la más pura y elegante inteligencia de España». Su estilo, de levedad de atuendo y profundidad de contenido, ingenioso y lozano, ameno y lúcido, fue fiel reflejo de su personalidad, libre y agreste, exento de ataduras, ni tan siquiera con la Real Academia, pues cuando con empecinamiento se le ofreció el sillón X de tan digna institución de las letras, en un hábil amago de ironía pulimentada dispuso «no insistan ustedes, señores, en lo del sillón. ¿Para qué quiero yo un sillón cuando lo que necesito es un piso? Y eso no me lo van a dar ustedes».

El escritor gallego moriría un miércoles 28 de febrero de 1962, en la Clínica Covesa de Madrid, y de sus labios, antes de expirar, se le oyó decir: «Hermosa es la vida, pero se acaba…».

Injustificado es el olvido de un escritor de la categoría de Julio Camba, como tierra árida la sabiduría y el conocimiento de aquel que no haya podido disfrutar de su prosa. Unas palabras arrebatadas a Gonzalo Torrente Ballester pueden servir para cerrar, con el dolor de ver desvanecerse entre los dedos, la sombra de la última nube en el desierto, estas líneas: «Váyase tranquilo, querido Camba, a pesar de este olvido. Así las gastan aquí, donde la indiferencia sobrevive a la muerte, donde el talento es una incorrección imperdonable; pero ya se sabe que para todo verdadero ingenio existe un renacimiento. Habrá un mañana para el de usted».

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F. Vicente Manjón Guinea es socio de infoLibre.

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