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Entonces se llamaba urbanidad

Antonio García Gómez

Recibíamos una o dos sesiones semanales de dicha “urbanidad”, cuando yo estudiaba 1º y 2º del antiguo bachillerato del siglo pasado. Y así se me quedaron grabadas algunas explicaciones sobre comportamientos debidos, aconsejables, de buena educación y mejor gusto.

Así recuerdo aquello de que “la cuchara debía ir a la boca y no al revés, la boca a la cuchara”, y también aquello de que se animaba a comer, por ejemplo, con la boca cerrada y hasta terminar lo que hubieran servido en el plato, ser respetuosos, considerados y galantes con las personas mayores, y también con los más pequeños, sin ser abusones ni caprichosos, que había, por otro lado, que saber ganar sin humillar y perder con dignidad, que había que moderarse en las visitas a casas ajenas, sin molestar ni abusar más de lo que la confianza otorgada por los anfitriones pudiera permitir… Siempre en la idea de que sólo éramos niños y no muñecos de feria en el centro de la postra, saber y acostumbrar a saludar y a despedirse con las fórmulas de cortesía… Pero supongo que eran otros tiempos y tal vez esas normas de urbanidad ya se encuentran sobrepasadas, quién sabrá nada. Recuerdo que siendo docente me acostumbré y acostumbré a mis pupilos discentes a saludarnos y despedirnos diariamente, personalmente, al llegar a clase y al irse de ella, al cabo de la jornada.

El otro día estaba tomando café con unos amigos en cierta cafetería cuando entraron en el local un grupo de papás y mamás jóvenes, acompañados de sus retoños, de escasa edad, entre el año y medio y los tres añitos. Como horda sin cabeza, gritando, corriendo, y descalzándose casi de modo inmediato. Sin dejar de avasallar a cuantos hubieran encontrado un remanso de tranquilidad en el citado local.

Siempre en la idea de que sólo éramos niños y no muñecos de feria... Saber y acostumbrar a saludar y a despedirse con cortesía… Pero supongo que eran otros tiempos y tal vez esas normas de urbanidad ya se encuentran sobrepasadas

Los padres se sentaron alrededor de un par de mesas, ajenos a las circunvoluciones alocadas de sus infantes. Ellos, los adultos, absortos en sus conversaciones de, se supone, adultos, ajenos absolutamente al lío creciente que iba formando la pequeña horda. De vez en cuando miraban a sus pequeños y los admiraban, se les notaba en sus caras de rendidos papás y mamás atentos a “la demanda” de sus pequeñuelos. Un poco pendientes de los zapatos de buena piel de sus vastaguitos, pronto colocaron todos encima de las mesas, junto a las consumiciones, mientras los pequeños seguían molestando sin tregua. Daba lo mismo la incomodidad que originaron entre los sufridos clientes que apenas lograban sobrevivir en medio del griterío, las carreras a pillarse, los juegos a esconderse…

Mientras los niños iban ahondando, sin pretenderlo, sin conocimiento, sin tutela, en una falta de urbanidad que, simplemente, no fue percibida en ningún instante por tales progenitores, que dejaban a sus criaturas comportarse como auténticos mal educados, pese a sus cortas edades, inocentes ellos por carecer de criterio, responsables los padres, al parecer, criadores de “buenos salvajes” que, antes que tarde, acabarían por comerles los ojos a sus papitos y mamitas, antes de que se diesen cuenta de que los cisnes que creyeron haber dado a luz solo eran, y en eso se irían a convertir muy pronto, en unos impertinentes niñatos, quiero decir unos “patitos feos” a tiempo completo.  

Tan aleccionados los padres en practicar la pedagogía del “no al no”, del “no a cualquier corrección” que encauzara, siquiera dulcemente, una urbanidad echada en falta en medio de la selva amable, de momento, en que creían vivir sin cortapisas, sin la urbanidad… ¿De toda la vida? Pues por eso.

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Antonio García Gómez es socio de infoLibre.

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