Lo mejor para ella

Mayte Mejía

La evidencia nunca puede pasar desapercibida. Leo en estas mismas páginas la inminente entrada en prisión de una mujer maltratada, a la que han condenado a veinticuatro meses por incumplir el régimen de visitas de su exmarido con la hija de ambos, alegando que es la propia niña, una adolescente de 14 años, la que no quiere estar con su padre. Tras un largo peregrinaje judicial, la madre recuperó la custodia que le fue arrebatada al no poder pagar la multa, por falta de recursos, cuando le concedieron el primer indulto. Sin embargo, si el perdón no llega a tiempo, no se sabe muy buen cuál será de ahora en adelante el destino de la chica. Quien, sin lugar a dudas, ha crecido rodeada de sufrimiento y vivido situaciones indignas e injustas para todo ser humano.

Lo he expresado en otras ocasiones. Mi posicionamiento está muy claro: siempre al lado del más vulnerable, del que lo pasa mal, de los hombres y mujeres que, indefensos, soportan tratos vejatorios y discriminación de cualquier tipo. Dicho esto, pienso en la menor, y la imagino así, hecha un cuatro, escondida en el armario junto a los zapatos de escuela y los de domingo, cuando en las noches de gritos y súplicas, de fantasmas y vampiros, y objetos o golpes que van a parar contra el cuerpo desamparado de su madre, ella siente correr por el techo del miedo, cómo un ejército de lombrices se descuelgan para devorarla. Los niños que viven en este tipo de ambiente suelen comunicar poco o nada con el mundo exterior; tienen el suyo a buen recaudo, protegido con recelo para que nadie los dañe. Pueden parecernos introvertidos, pero en el fondo lo que reclaman es una pizca de atención, algún gesto de cariño, otra oportunidad para salir del agujero y mucha comprensión. Tontos y ciegos tenemos que estar para no escuchar los gritos de ayuda que dan en silencio y con tristeza.

Quizá, a quien corresponda, le tocaría hacer esa reflexión, que es tan vieja como la humanidad, de que los locos y los niños dicen la verdad. Y que cuando una pequeña teme irse con uno de sus progenitores tiene razones de peso más que suficientes para no hacerlo, algo que debería tenerse en cuenta. Seguramente me falta preparación jurídica, pero no parece nada recomendable que la educación de una adolescente quede en manos de la persona a la que ha visto cómo molía a palos a su madre, cómo la insultaba y ridiculizaba. Supongo que las alarmas de la infancia están para eso, para encontrar el interruptor que las apague, por muy escondido que esté. Las leyes están para aplicarlas. El sentido común también.

Mayte Mejía es socia de infoLibre

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