El padre que no se deja matar

José Luis Gallego Llorente

En una entrevista memorable, Jordi Évole preguntó a Felipe González si había sido un buen padre. La respuesta, seca y escueta —“no”—, fue acompañada de una mirada que oscilaba entre la soberbia herida y una súplica muda: “no sigas por ahí”. Évole no siguió. Pero el peso simbólico de esa escena, aparentemente íntima, resuena hoy con fuerza política y existencial.

Felipe González sigue siendo una figura referencial del socialismo español y del imaginario colectivo de una ciudadanía que, con razón, valora en buena medida su legado político. Se le respeta más por sus aciertos que se le condena por sus errores, que los hubo y no menores. Fue, en efecto, una suerte de padre fundacional: del socialismo democrático, de una nueva institucionalidad y de una generación entera que creció bajo su sombra.

Pero lo que se ha vuelto evidente es que Felipe González no ha sabido ser —ni sabe ser— un buen padre.

La función del padre no es perpetuar su poder, sino retirarse a tiempo, abrir paso, autorizar al hijo. El padre sabio no es aquel que impone su medida, sino quien acepta que su tiempo ha pasado y que su palabra debe dar lugar a otras, quizás inciertas, pero propias de otra época. González, sin embargo, insiste en medir a sus sucesores con el metro de su propia historia, como si el presente debiera justificarse ante él. Niega reconocimiento a los hijos —no solo a Sánchez, también a Zapatero—, como si solo pudiera haber un socialismo legítimo: el suyo.

Pero la transmisión no es fidelidad al contenido, sino aceptación de su transformación. Nadie espera de un hijo que repita al padre. Lo propio de una herencia viva es que se altere, que se reelabore, incluso que se contradiga. La negativa de González a aceptar esta dinámica de alteridad convierte su gesto en algo patético: no por ridículo, sino por trágicamente anacrónico.

Lo propio de una herencia viva es que se altere, que se reelabore, incluso que se contradiga

En el fondo, su lectura del presente se asienta en la desconfianza: ante el intento de Sánchez de abrir un nuevo lazo con Cataluña —a través de la amnistía—, responde con acusaciones de oportunismo y degradación moral. No parece contar que los hechos, al menos por ahora, no han desmentido a Sánchez. Porque lo que realmente se niega es el derecho del hijo a no ser un muñeco del ventrílocuo.

Así, la figura de González se retrae sobre sí misma, atrapada en un narcisismo melancólico, que transforma la autoridad en rencor y la experiencia en amargura. La alteridad del nuevo tiempo, en lugar de convocar a la transmisión, suscita en él desautorización.

Y en esa imposibilidad de ceder, de morir simbólicamente para dar lugar a lo nuevo, se cifra su tragedia: Felipe González sigue sin ser un buen padre.

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José Luis Gallego Llorente es socio de infoLibre

En una entrevista memorable, Jordi Évole preguntó a Felipe González si había sido un buen padre. La respuesta, seca y escueta —“no”—, fue acompañada de una mirada que oscilaba entre la soberbia herida y una súplica muda: “no sigas por ahí”. Évole no siguió. Pero el peso simbólico de esa escena, aparentemente íntima, resuena hoy con fuerza política y existencial.

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