LIbrepensadores

Siguen muriendo

José María Agüera Lorente

Siguen muriendo. Once dicen los números publicados en el momento en que escribo este texto. En poco más de dos meses que llevamos del año iniciado. Mujeres que mueren como si cayesen fulminadas por causa de alguna siniestra plaga. Una plaga mortífera sólo para las mujeres. Cincuenta y siete el último año; dos más que en 2014. Mirando las estadísticas desde hace más de una década las cifras se mueven arriba y abajo del medio centenar largo, con picos de sierra, pero sin tendencia clara a disminuir. Tampoco desde la entrada en vigor de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género de 2005. Siguen siendo asesinadas por sus maridos, novios y amantes, aunque sean sus ex –o precisamente por serlo–.

Los medios de comunicación que informan de esos homicidios con desasosegante frecuencia tenían que ponerle nombre, pues ya dejaba de valer la tolerante expresión de «crimen pasional» de antaño. El sintagma «violencia doméstica» es poco usado frente al de «violencia de género», que es el preferido de las instituciones a juzgar por que aparece en sus webs oficiales, así como en los documentos que tratan sobre el fenómeno. Pero ya en 2004, cuando se empezó la elaboración de la susodicha ley, la Real Academia Española de la Lengua redactó un informe en el que recomendaba al Gobierno el uso de las expresiones «violencia doméstica» o «violencia por razón de sexo» al no considerar lingüísticamente correcto en castellano la adopción de gender violence, que es como se denomina ese tipo de conducta en inglés. Discusiones terminológicas aparte sostenidas en las esferas política y académica bajo presión del feminismo, lo que observamos últimamente es que ha irrumpido con imparable fuerza un nuevo modo de nombrar a esa siniestra especie de epidemia social en los medios de comunicación, donde realmente importan las palabras a la hora de conformar la opinión pública. Aquí se va imponiendo día a día, noticia luctuosa tras noticia luctuosa, el sintagma «violencia machista».

Fui consciente el día en que leí sobre la espeluznante muerte de la niña Alicia, de diecisiete meses. Un hombre la arrojó por una ventana después de abusar de ella. Ese mismo hombre agredió a la madre de la pequeña, que quiso arrebatársela al descubrir lo que estaba haciendo con ella. La mujer declaró a la Ertzaintza que había conocido al detenido la misma noche de los hechos. Horror, horror en estado puro. Se convocaron concentraciones a las que acudieron cientos de personas «para mostrar su hartazgo –se dijo– ante la violencia machista». En ellas se portaron pancartas en las que se leía «solidaridad feminista frente a los ataques sexistas»; ¿será que se entiende como la mejor forma de enfrentarse a esas cornadas del sinsentido? ¿Se puede sostener en base a los hechos que ese hombre causó daño a la niña y a su madre por mor de su supuesta mentalidad machista? ¿No es más verosímil la explicación de que su abominable crimen fue a causa de su pulsión paidófila y a la reacción desquiciada que le provocó el ser descubierto llevándola a la práctica? ¿Cuánto hay de sesgo ideológico en la definición de estos hechos como «violencia machista» o de simple disimulo de la ignorancia sobre sus verdaderas causas?

Si uno atiende a los medios de comunicación, los creadores de opinión parecen tenerlo muy claro: «el machismo mata». Este era el título de una emisión reciente del programa Salvados, dirigido y presentado por el popular periodista Jordi Évole. Que el machismo es una actitud y un sistema de creencias intolerable para un ciudadano que se considere digno de vivir en una sociedad democrática, que se rige, desde el punto de vista ético, por el absoluto respeto a los derechos humanos, es algo que está fuera de discusión. Ahora bien, si queremos comprender el fenómeno social de la violencia que contra algunas mujeres ejercen sus hombres, tengo mis dudas de que sea el machismo la causa suficiente que dé cuenta de él. Pienso, asimismo, que hablar de «terrorismo machista» –como lo hace una magistrada en el programa mencionado– es ir demasiado lejos, y puede equivocarnos a la hora de enfocar el problema inteligentemente. El terrorista tiene la intención consciente y planificada de usar la violencia como un medio para quebrantar la voluntad de una colectividad, a la que quiere imponer la aceptación de sus propios fines. El terrorista etarra o el yihadista o el homófobo de cualquier grupo fascista quiere infligir daño a gente que desconoce (pero que son el enemigo dado que es el opresor español, o el infiel o el pervertido gay), no a personas con las que mantiene –o ha mantenido– una relación de pareja, y precisamente por ello. Por contra, los hombres que maltratan a sus mujeres no forman parte de ninguna banda machista, incluso pueden ser la mar de amables con otras mujeres con las que no tienen vínculo de intimidad; si el genuino terrorista podría decirle a su víctima «disculpa, no es nada personal: lo mismo que te mato a ti, podría haber escogido matar a otro como tú», la clase de homicidio que aquí nos ocupa (y preocupa, claro está) tiene una motivación absolutamente personal. La propia Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género así lo reconoce taxativamente cuando en el artículo 1 (objeto de la ley) del título preliminar declara: «la presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia». Es este, entonces, el rasgo específico de este tipo de delito: la relación de afectividad erótica entre el agresor y su víctima; y nótese que puede ser presente o pasada –sin especificarse cuánto tiempo ha de pasar para que ese vínculo que existió deje de tener efecto a la hora de tipificar el hecho delictivo como violencia de género–, y tampoco importa a los efectos de tipificación del delito que el hombre y la mujer no compartan o no hayan compartido vivienda.

Cabe otro planteamiento del problema, que se aleja del ideológico y se acerca más al de la psicología social y de las emociones, y que en el referido programa de Salvados pone en evidencia el testimonio de una mujer que fue víctima de maltrato y actualmente es la presidenta de la Asociación Ilicitana contra la Violencia de Género (AIVIG), la señora Marina Marroquí Esclapez. Ella sabe dolorosamente de lo que habla, y nos narra, a través de su caso personal, una de esas historias de posesividad que se plasma en el poder y el control que el miembro de la pareja en situación de ventaja –por las razones que sea, también las creencias y actitudes machistas– ejerce sobre el otro. En su relato destaca ese aislamiento social y esa incredulidad del entorno que disculpa lo que se considera algo normal entre novios, y que lleva antes o después a la desconexión de las amistades que antes de la relación se cultivaban de forma personal y por separado. Es la historia que magistralmente cuenta la directora de cine Icíar Bollaín en su terrorífica película Te doy mis ojos –película de hace ya más de una década (2003), pero que no ha perdido un ápice de vigencia–, título que plasma con siniestra lírica el infierno del amor conyugal concebido desde la posesión y entrega totales, y donde quedan igualmente plasmados el tormento de quien sufre los celos así como la soledad íntima de quien ha roto con su entorno social (amigos, familia...), perdiéndose a sí misma –además de perder su dignidad– en el trance de lograr la plena realización del amor romántico. Tal como lo expresa la entrevistada por Jordi Évole al explicar cómo queda una víctima al terminar la relación con su maltratador: «no tienes personalidad, no sabes cómo eres, tú eres como él te ha pintado; tienes que volver a hacerte entera».

Manifiesta esta mujer su disconformidad con la percepción recogida en los medios, y asumida por la opinión pública, según la cual «la sociedad nos ve al final como pobrecitas» –según sus propias palabras–, es decir, como seres indefensos. Declara estar en contra de los minutos de silencio por las fallecidas, y de su burocrática contabilidad, que ofrecen una imagen de fatal pasividad de aquéllas a las que ella reconoce en sí misma como luchadoras y supervivientes. Por eso promueve, ante todo, y pide que se promueva socialmente, la imagen de la mujer valiente que se enfrenta a quien trata de someterla mediante la manipulación de sus afectos y el hurto de su dignidad. Ella quiere –insiste en ello a lo largo de su testimonio– que se la considere una superviviente, bajo ningún concepto una víctima; y reivindica la fe en la propia fortaleza de las mujeres, que han de crecer ante todo en el valor y la autoconfianza. Ciertamente hay que combatir el estereotipo que reduce la compleja riqueza de las personalidades individuales a clichés uniformes, y que constituye una de las raíces principales que alimenta la mentalidad causante de cualquier tipo de discriminación y maltrato. También el estereotipo de la mujer, indefensa de partida ante el hombre machista que quiere mantener a toda costa su superioridad patriarcal. Es muy significativo que, repasando las palabras pronunciadas por esta verdadera superviviente a lo largo de la entrevista que referimos, se constate que de su boca no sale nunca la palabra «machista» o «machismo» cuando expone su caso. En ningún momento se infiere de lo que dice que ella vea en esa forma de pensar la causa de la violencia de género, aunque el entrevistador se lo insinúe. Cuando éste le pide un consejo para mujeres y sus familiares que se hallen en esa terrible situación de «violencia machista» ella contesta: «es que la violencia de género es la punta del iceberg» de lo que presenta como un estado de alienación, por lo que para ayudar efectivamente a la mujer que lo padece hay que «buscar profesionales que le hagan ver la realidad y le den herramientas para poder sacarla de esa relación», dando a entender en todo caso que es la víctima la protagonista activa de su salvación. En este sentido es como si hablara de una suerte de secuestro mental (o emocional, si se quiere), como el que padece el que es captado por una secta, que está preso con las puertas abiertas y es privado de su identidad, precisamente igual que la víctima del maltrato en el seno de la pareja.

Por lo que nos cuenta de su experiencia la señora Marina Marroquí, la clave parece residir en el perverso juego de poder que se puede desencadenar en la relación de pareja, en la que una insana y torpe forma de entender los sentimientos convierte el amor erótico en un calvario. Posesividad, exclusividad, celos, exigencia absoluta de fidelidad son promovidos desde una concepción fundamentalista o integrista de la pareja. Y no sé hasta qué punto ésta se inserta en el complejo de creencias que entra bajo la categoría de machismo o lo trasciende. En cualquier caso, me atrevo a sugerir que poner el foco en el aspecto ideológico-político –exacerbado por la perspectiva del combate entre machismo y feminismo– del maltrato, puede relegar a la insignificancia los componentes psíquico, social y cultural, que, cuando menos, se hallan en igualdad de correlación con el que representa el machismo; lo cual –como prescriben los más elementales principios de la metodología experimental– no permite afirmar categóricamente y sin más que sea el machismo el que mata. Lo que nadie puede negar es que son personas concretas las que matan y personas concretas las que mueren; que a esos homicidios los distingue de otros el vínculo afectivo de carácter sexual que unía a esas personas, institucionalizado (constituido en pautas culturales asumidas por la sociedad en general) en la forma que reconocemos como pareja (cónyuges, novios, amantes); que después de diez años de entrada en vigor de una ley creada ad hoc (¿populismo punitivo?) el número de muertas no ha disminuido significativamente. ¿No habría que pensar en un replanteamiento teórico del problema, evitando el sesgo ideológico y promoviendo una investigación científica seria de los perfiles de asesinos y víctimas a partir de los datos empíricos correspondientes a los casos concretos, abriendo en canal el microcosmos hermético de la afectividad de la pareja, desmitificando esa institución criticando sus presupuestos emocionales, liberando a hombres y mujeres de la asunción de servidumbres culturales que atrofian el desarrollo de sus identidades personales y ponen en riesgo su dignidad, deshaciendo las trincheras de los estereotipos sexuales, asumiendo al propio tiempo el hecho cierto de nuestras diferencias naturales para ver en ellas no un permanente motivo de conflicto entre los individuos de ambos sexos, sino de aprovechamiento para el goce de la vida?

Piense el lector y busque por sí mismo sus respuestas.

José María Agüera Lorente es catedrático de filosofía de bachillerato y socio de infoLibre

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