Hará una década holgada, un eslogan repiqueteaba de exposición en exposición. «Nadie sabe lo que puede un cuerpo». La cita, tomada de la tercera parte de la Ética de Spinoza («Ethica more geometrico demonstrata», una lectura amenísima), sirvió de coartada para toda clase de propuestas feministas y posthumanistas que hubiesen desconcertado al pobre filósofo. No porque las desaprobase, sino porque el buen Baruch solo quería decirnos que hasta que no sepamos de qué es capaz la materia de la que estamos hechos, mejor no recurrir a las ignotas potencias del alma para explicar tal o cual asunto.
Recordé el divertido malentendido visitando Beyond the Body: Between the Intimate and the Political, la exposición que —apenas pasado un mes de su inauguración— acaba de clausurarse en la galería Bernal Espacio. (Ya lo siento, pero mejor llegar tarde que no llegar). La exposición, compuesta por trabajos de algunos de los pesos pesados de las últimas décadas, explora el amplio campo semántico asociado a la corporalidad, en el que se inserta lo pornográfico, lo privado, lo delicado, lo autolesivo y, por supuesto (tal como adelanta el título), lo político. «El cuerpo», como dijo Barbara Kruger, «es un campo de batalla».
Este encontronazo conceptual queda bien ejemplificado en la serie Untitled (protest), (2014) de Richard Prince: una colección de duetos compuestos por el encuentro entre una instantánea de una manifestación y una imagen arquetípicamente pornográfica. Muchos de los trabajos de la exposición practican esto que técnicamente se llama «apropiacionismo», y que, en román paladino, consiste en afanar imágenes ajenas para armar con ellas la propia obra. Así hace también Thomas Ruff en la serie nudes (2001), cuyas imágenes proceden de miniaturas de vídeos eróticos colgados en internet, posteriormente ampliadas —por tanto, distorsionadas— y manipuladas por el artista. John Baldessari no recurre al ciberespacio (cómo ha envejecido esta palabra, ¿eh?), sino que rapta sus estampas de la prensa para, posteriormente, reencuadrarlas en torno a un elemento concreto. En este caso, manos, rodillas y pies (Hands & Feet: Knees, 2017). La obra expuesta es particularmente inquietante: tres muchachas —con vestidos cortísimos, un delantalito de encaje y zapatos de tacón— reposan sobre unos taburetes. Por el margen derecho, las manos de un hombre (los dedos arqueados, la camisa de puño blanco con gemelo) se posan sobre una de las rodillas, como si la acomodara.
Los trabajos de Baldessari, Ruff y Prince utilizan a su favor la incomodidad o la sorpresa que en el visitante de la galería (espacio prudente y burgués), puedan producir la convivencia con esas imágenes obscenas. Lo sórdido no es, sin embargo, el hallazgo inesperado de un culo o un pezón, sino la enésima usurpación de los cuerpos que se practica en estas obras. Al célebre problema del artista y la modelo se le suma el de los posteriores intermediarios de esa primera apropiación, que cuentan en su arsenal con la completísima caja de herramientas simbólicas de las que se dispone en las bellas artes.
Pero en Beyond the Body no solo asistimos a tensiones con el cuerpo ajeno, también con el propio. La exposición nos ofrece tres obras fascinantes de Bas Jan Ader. Dos de ellas pertenecen a la serie de las caídas: en una (Fall 1, Los Angeles, 1970), vemos al performer rodando por el tejado de una casa. Le faltan pocos metros para estamparse contra el suelo. Su silueta aparece borrosa, pero diríamos que no intenta aferrarse a nada que pueda evitarle el golpe. Tras de él, la silla en la que debió de estar sentado, lo sigue en el descenso. En otra (Fall 2, Amsterdam, 1970) está lanzándose al canal subido en una bicicleta. La tercera consiste en un autorretrato en el que el artista aparece con el rostro cubierto de lágrimas. Apoya la cabeza en su mano izquierda. En la esquina inferior hay una anotación al modo en que se escriben las dedicatorias en las fotos de las divas. «I’m too sad to tell you»: Estoy demasiado triste como para contártelo. Leyéndola (y sabiendo que Ader se perdió en el mar, subido a una barca, durante su última performance) uno recuerda aquellas palabras con las que Leonard Cohen agradeció el premio Príncipe de Asturias. «Si uno quiere expresar la grande e inevitable derrota que nos espera a todos, tiene que hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y de la belleza».
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Completan la exposición una fotografía de Marina Abramović (uno de los fetiches de esta galería) en la que parece atada por el moño —espalda contra espalda— con su compañero Ulay (Relation in Time, 1977-2010), unas fotografías de Francesca Woodman (la artista, enfundada en vestidos holgados, posa junto a grandes telas, la composición tiene algo de espectral, como si los lienzos fuesen mortajas dispuestas a envolverla) y la versión que sobre ellos hizo Suárez Londoño (uno de los dibujantes y grabadores más exquisitos del panorama internacional); y unas estampas de Doris Salcedo (Disremembered, Atrabiliario, Palimpsesto, 2024) protagonizadas por un par de zapatos y una prenda livianísima sostenida contra una pared blanca.
También, un políptico de xilografías de William Kentridge (unos cuerpos encorvados y ensombrecidos suben una barca que se dispone a zarpar, la vinculación con el final de Ader surge espontáneamente) y una serie de márgenes vacíos de Oscar Muñoz (4:3, 2013-2017), sobrantes de pliegos fotográficos de los que se han extraído las imágenes. Es un bonito cierre: toda ausencia reclama una presencia.
Aunque muchas de estas obras ya las hemos visto en exposiciones anteriores de la galería (esto es un pero), Beyond the Body logra vincular el conjunto con inteligencia y finura, propiciando, entre obras tan singulares, un encuentro fértil y sugerente. Que todas las repeticiones sean así.
Hará una década holgada, un eslogan repiqueteaba de exposición en exposición. «Nadie sabe lo que puede un cuerpo». La cita, tomada de la tercera parte de la Ética de Spinoza («Ethica more geometrico demonstrata», una lectura amenísima), sirvió de coartada para toda clase de propuestas feministas y posthumanistas que hubiesen desconcertado al pobre filósofo. No porque las desaprobase, sino porque el buen Baruch solo quería decirnos que hasta que no sepamos de qué es capaz la materia de la que estamos hechos, mejor no recurrir a las ignotas potencias del alma para explicar tal o cual asunto.