Claudia Andujar y la posesión del cuerpo ajeno

A Sônia, en la Galería Elba Benítez.

En 2012, Fernando Trueba estrenó El artista y la modelo, una película que cuenta la historia de un anciano escultor francés que, durante la ocupación alemana, emplea a una joven modelo para llevar a cabo una última obra. Al guion no le falta un cliché: él, desengañado, burgués, elegante e indiferente ante los tejemanejes de la Wehrmacht porque solo se debe a su arte. Ella, inculta, impresionable, espontánea y vulgar. En una relación así, ya se imaginarán: él la mira como un entomólogo observaría a un escarabajo. Ella, que ha huido de un campo de prisioneros españoles, sobrelleva el ingrato trabajo de posar "en pelotas" (como le aclara Chus Lampreave, que hace el papel de criada) a cambio de comida y refugio. En cierto momento en el que el viejo aturde a la muchacha con sus historietas bizantinas ("–Tienes que tener una idea..."), ella le pregunta si cree que la guerra acabará pronto. La respuesta, odiosa, retrata al personaje: "Me haces preguntas estúpidas. Tengo que hacer una escultura con guerra o sin ella".

Me acordé del fragmento tras visitar A Sônia, una exposición que puede verse hasta mediados de julio en la galería Elba Benítez, y en la que se muestra una serie de fotografías realizadas por Claudia Andujar (Neuchâtel, Suiza, 1931) y que aborda el mismo tema que expone la película. Las imágenes, realizadas en 1971, están instaladas como un friso que invade las paredes de la galería y muestran fragmentos del cuerpo de una joven (la tal Sônia) sometidos a distintos procesos de manipulación fotográfica (recortes, saturaciones, superposiciones o alternancia de positivos y negativos) hasta conseguir una serie entre colorida y fantasmagórica. La disposición de las piezas las imbuye de un airecillo cinematográfico: a medida que el espectador las recorre, la sucesión crea el espejismo de un movimiento. Formalmente, la selección (la hoja de sala nos advierte de que el conjunto completo consta de 90 fotografías) es interesante: el color vibrante y contrastadísimo, la composición forzada, los juegos posturales de la modelo, etcétera. También, la alternancia entre detalles (los labios, el brazo descansando sobre la cadera, la mano colgando) y planos más generales produce en el visitante una sensación de entrometimiento: como si, desde el medio de la sala, rodeado por toda esa secuencia lisérgica, participase de algún modo en el resultado de la sesión fotográfica. La cosa, sin embargo, se vuelve antipática cuando atendemos al texto en el que la propia artista (que, aunque suiza, está afincada en São Paulo) explica las intimidades del proyecto.

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"Sônia venía de Bahía. Quería ser modelo" pero no la contrataba nadie. Andujar se la topó por casualidad y la convocó en su estudio. Hicieron aquella sesión y no volvió a saber nada de ella. Aunque la fotógrafa se esfuerza en narrarnos las maravillosas consecuencias de aquel encuentro fortuito, su prosa está atiborrada de los mismos tópicos insoportables que trufan al personaje de la película de Trueba: que si el cuerpo humano es el "objeto" (sustantivo clarificador) más bello que existe, que si el femenino ejerce una atracción particular o que si, al no saber posar, desplegaba un "encanto inocente y una sensualidad natural y tranquila", etcétera. El relato prosigue: para que se relajase, la artista invita a la modelo a poner un disco. Ella, en un gesto primario e irracional, escoge una canción (I Had a Dream, de John B. Sebastian) que siquiera entiende (no habla inglés), pero que sirve a Andujar como catalizador: "Yo había tenido un sueño en algún momento de mi vida, y lo estaba descifrando en mi trabajo con Sônia".

El proceso de objetivación (de fetichización) prosigue –siempre según el relato que nos ofrece su autora– hasta extremos sonrojantes. Al terminar los trabajos de edición y revelado, llega el eureka: "Podría decir que Sônia ya no existía. Diseñé la serie para mí misma. La alegría que sentí me confirmó que aquel viejo sueño se había hecho realidad".

Admito que me sorprendió esta enumeración descarnada y grosera de todos y cada uno de los lugares comunes del manido asunto metaartístico del artista y la modelo: cómo Andujar hilvana, sin inmutarse, la manera en que se apropia del cuerpo (desnudo y vulnerable) y de la agencia (prácticamente inexistente) de una chiquilla que apenas sabe lo que está haciendo para mayor gloria de su arte (ente peligrosísimo y abstracto). Digo apropiarse cuando podría decir que la fagocita hasta dejarla en esa raspa: un nombre sin apellidos para dar título a una serie que, cincuenta años después, sigue dando vueltas por el mundo albardada por interpretaciones de "autorías compartidas" y otras excusas que la propia Andujar parece desechar. Prefiero, con mucho, la versión sin edulcorantes: Claudia presenta a Sônia, una mujer convertida en la anécdota de un proyecto fotográfico.

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