'Furiosa’, una precuela brutal que ni se parece a ‘Mad Max: Furia en la carretera’ ni lo necesita

Fotograma de 'Furiosa', de la saga 'Mad Max'.

En su infinita sabiduría cinéfila Edgar Wright ha comparado Furiosa: De la saga Mad Max con Ben-Hur. El director de Arma fatal tuvo un rol clave en lo último de George Miller pues fue gracias a él —y a Última noche en el Soho— que Anya Taylor-Joy entró en el radar del australiano, así que le eligió para dar relevo a Charlize Theron como Imperator Furiosa. Furiosa narra, como Ben-Hur, una venganza cocinada durante varios años, pero ahí no terminan las similitudes: las cuadrigas bajo cuyas ruedas Charlton Heston se vengó de Stephen Boyd en 1959 han dado paso al carruaje que conduce Dementus (Chris Hemsworth). Solo que este no está tirado por caballos, sino por motocicletas. Una imagen muy propia de esa iconografía chiflada que Miller lleva trabajando desde 1979, cuando estrenó Mad Max: Salvajes de autopista. 

La Mad Max inaugural también narraba una venganza, con Mel Gibson buscando alivio autodestructivo por el asesinato de su familia. Y como Ben-Hur, como Furiosa, la venganza se desarrollaba a toda velocidad a través del desierto, con personajes a quienes habían arrebatado cualquier humanidad. Pero hay una diferencia central entre lo que George Miller ha venido construyendo con Mad Max —dirigiendo todas sus películas, teniendo pensada la trama de Furiosa mucho antes de sorprender al mundo con Mad Max: Furia en la carretera— y lo que escribió Lewis Wallace en 1880. Wallace fue uno de los estadounidenses que lucharon en la Guerra de Secesión. Conocía bien el odio fratricida y el escenario de una nación vuelta contra sí misma. Pero su espiritualidad le forzó a no ver la venganza como el final del camino.

 La odisea de Judá Ben-Hur terminaba confluyendo con la historia de Jesucristo. El título original de la novela era Ben-Hur: A Tale of the Christ, a fin de cuentas, con lo que el sacrificio del Mesías venía a ofrecer una catarsis mucho más valiosa para el protagonista: tras ser empujado al infierno, tras regodearse en él con el fuego de la venganza, la religión le ofrecía una salida. Una nueva narración con la que entenderse a sí mismo y su lugar en un mundo que necesitaba un orden más benévolo, con el que superar la sinrazón de la venganza. Una preocupación común de la ficción siempre ha sido qué hay más allá de la venganza, si es que puede haber algo. Lewis Wallace tenía claro, como lo tuvieron las diversas adaptaciones cinematográficas de su libro, que más allá de la venganza estaba Dios, y que eso bastaba para salvarnos. 

Dios no existe en el mundo de Mad Max. Tal es la diferencia central. Una vez Max Rockatansky

se vengaba en Salvajes de autopista no era capaz de invocar a Dios sino todo lo contrario: sus acciones condujeron directamente al Apocalipsis, a un reordenamiento del mundo que Miller exploraría en las siguientes películas con un curioso desinterés por la lógica descriptiva. Cada nueva película de Mad Max nacía inserta en la acción frenética de un presente desbocado y asfixiante, marcada por el rictus impasible de Mel Gibson y Tom Hardy. Ellos lo habían perdido todo. Solo sabían moverse, topándose de vez en cuando con simulacros de “causa” o “narrativa”.

Con Furia en la carretera algo cambió, claro. Puede que la auténtica profundidad de ese cambio solo se aprecie una vez vista Furiosa, pero en su día ya llamaba la atención cómo el personaje de Theron, a la hora de explicar qué movía sus actos, utilizaba la palabra “redención”. ¿Qué redención podía darse en un mundo como el de Mad Max, si en él tanto el pasado como el futuro habían quedado suprimidos? La redención sugiere un camino y un aprendizaje, una preocupación por encadenar de forma satisfactoria causa y efecto. La redención, en fin, es diametralmente opuesta a la venganza. Después de la venganza no hay nada, después de la redención —o de Dios, si volvemos a Wallace— puede haber cualquier cosa. Desde el punto en que Furia en la carretera es redención y Furiosa venganza, empezamos a atisbar las intenciones de Miller. 

Furiosa, en efecto, maneja una retórica péplum, que comunica no solo con Ben-Hur sino con la fase dorada del género en Hollywood, hacia los años 50. Quo Vadis?, Los diez mandamientos o Espartaco invocando la grandeza humana durante más de tres horas, con un diseño de producción apoteósico y una obvia tradición literaria. Furiosa se extiende como un río embarrado a las dos horas y media de duración. La fulminante persecución de ida y vuelta de Furia en la carretera da paso a 15 años donde el personaje de Taylor-Joy crece tanto como su rabia. En esos 15 años el mundo postapocalíptico atraviesa guerras, crisis dinásticas, escasez de recursos. Pero Furiosa no lo cuenta con la claridad folletinesca del péplum clásico. En su lugar desarrolla una narración elusiva, a veces arrítmica —la flagrante torpeza de su primer acto— y siempre imprevisible. 

Lo que hace de Furiosa un blockbuster tan fascinante —sobradamente a la altura, digámoslo ya, del Mad Max previo— es cómo toma la épica decimonónica/hollywoodiense y, al arrojarla al Páramo, encuentra una identidad nueva y transgresora. Las escenas de acción siguen siendo por supuesto apabullantes —una en particular, que revisa el clímax de Mad Max 2, es lo más espectacular que vamos a ver este año en una pantalla grande—, pero no es ni de lejos el mayor valor de Furiosa. Como tampoco habría que preocuparse demasiado por la saturación digital que continúa lo propuesto por Miller en Tres mil años esperándote, y matiza el fetichismo artesanal que tanto nos voló la cabeza hace nueve años. Los recursos de Furiosa son más ambiciosos y cultos, y exploran los caminos menos transitados para engrandecer una meta conocida.

 Estos caminos pasan por cartografiar la forma en que nos derrumbamos e intentamos levantar. Nos llevan por un lado al feroz mutismo de Taylor-Joy y a la relación que establece con el personaje de Tom Burke y, por otro, inverso, a la verborreica interpretación de Chris Hemsworth. Dementus es el objeto de venganza de Furiosa y la agria expresión de aquello para lo que ha quedado el mundo: un comportamiento errático sin objetivos a largo plazo, un cuerpo reconocible pero grotesco (esa nariz prostética), un chiste constante y desesperado. Claramente no será suficiente con que Furiosa consume su venganza contra él. Hará falta algo más. Y, como Furia en la carretera ya nos enseñó qué era ese “algo”, esta película prodigiosa se las termina apañando pese a todo para entonar un canto triunfal por la humanidad y una vida que ya no debería cuidar por Dios, sino por ella misma.

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