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Palma de Oro Honorífica y una ovación de diez minutos para la magia y el trabajo en equipo del universo Ghibli

Goro Miyazaki posa con el premio durante la ceremonia de entrega de la Palma de Oro durante el 77º Festival de Cine de Cannes.

Alberto Mira

El Festival ha concedido una Palma de Oro Honorífica al Estudio Ghibli, la compañía japonesa liderada por Hiyao Miyazaki, de la que a lo largo de cuarenta años han surgido un buen número de clásicos de la animación que incluyen obras maestras como Mi amigo Totoro (1988), El viaje de Chihiro (2001) o El castillo ambulante (2004). Ha sido una ceremonia emocionante y el público entusiasmado ha dedicado a los representantes del estudio una ovación de casi diez minutos. En ausencia del legendario director (que ha aparecido, socarrón y lacónico, en un video) ha sido su hijo Goro quien ha aceptado el premio, y ha dedicado un emocionado recuerdo a su padre. El encargado de hacer entrega del trofeo ha sido nada menos que J. A. Bayona, que ha recordado el impacto que le produjo The Wind Rises: "su mensaje no me abandonó durante días", ha comentado, "uno tiene que continuar, siempre ir adelante". Aprendemos del cine.

Era la primera vez que el honor se concede a todo un estudio, lo cual constituye un punto de inflexión para Cannes. En realidad, ha insistido Miyazaki, el mundo Ghibli, y esto es cierto en el caso de toda la animación comercial, sólo puede concebirse desde el trabajo en equipo.

En Cannes el director es rey, y sin duda la película noruega Armand, que se presentó en Un certain regard, está maravillosamente dirigida por Halfdan Ullmann Tøndel: decisiones originales, flexibilidad en las aproximaciones, control de un material escurridizo, difícil, y sentido de la puesta en escena (espléndido el abandono del realismo a partir de la segunda mitad). Pero aquí quería romper una lanza en favor del extraordinario trabajo de guion del propio Tøndel, a mi juicio el mejor de los presentados este año.

A su inicio, parece tratar sobre la situación del sistema educativo. Un niño de seis años, Armand, es acusado por otro, Jon, de acoso sexual y violencia. Dado que no es el primer incidente de este tipo, la escuela decide convocar a la madre viuda del primero, una actriz famosa, y los padres del segundo. Las primeras escenas parecen sugerir que la trama se desarrollará a partir de los temores de la propia institución educativa a lidiar con los padres, un tema de gran actualidad entre profesores. Ciertamente la madre de Armand se pone a la defensiva y logra que lo que podía haber quedado en una amonestación se convierta en algo más. Poco a poco se van desvelando otras relaciones, aspectos de la personalidad, sensibilidades, que van convirtiendo la historia en algo muy complejo. Esto se desarrolla narrativamente como una tela de araña: los niños permanecen en el centro, rodeados por un entramado de relaciones que les excede y que cuestiona el hecho inicial e impide todo tratamiento objetivo. Sí, lo intrincado de las emociones entre sus padres puede haber afectado el comportamiento de los niños, pero llegado el momento cada vez queda menos claro cómo o hasta qué punto. Y la experiencia resulta desestabilizadora para los padres que empiezan a comportarse de manera maquinadora. Recuerdos, rencillas, traumas, salen a la luz. Un verdadero tratado sobre la complejidad de nuestras motivaciones.

También en Un certain regard, un título de carácter social, uno de los tipos habituales en esta sección. L’histoire de Souleymane, de Boris Lojkine, cuenta la historia de un inmigrante guineano en París (interpretado por Abou Sangare) a la espera de la entrevista que podría conducir a la obtención de papeles. El énfasis está en la precariedad de su vida, y presenta al personaje como una especie de héroe que a pesar de las cosas que le suceden sigue adelante. Es un tipo de trama que se ha convertido prácticamente en una tipología: el espectador español recordará la excelente Las cartas de Alou, de Montxo Armendáriz, basada en premisas muy similares. El estilo aquí hace gala de un realismo sucio que nos ayuda a entrar en la vida del protagonista como si se tratase de un documental.

L’histoire de Souleymane se distingue de otras películas similares en intenciones y aproximación por una espléndida escena final que de alguna manera lleva más lejos los eventos que acabamos de presenciar. A lo largo de la narrativa, Souleymane ha estado preparando una narrativa falsa, por la que ha tenido que abonar una cantidad a una especie de "coach", que le pudiera granjear la simpatía de los agentes de inmigración para conseguir su visado. Pero la agente que le corresponde, una profesional decente que realmente quiere cumplir con su trabajo sin prejuicios, le interrumpe para decir que es una historia que ha oído en numerosas ocasiones y le pide que le cuente las verdaderas razones. Es entonces cuando el protagonista narra una trayectoria mucho más emocional, mucho más urgente que la narrativa de disidencia política que a veces se espera de jóvenes inmigrantes.

Lo que la película sugiere es que el proceso de integración de inmigrantes es a veces demasiado rígido, se basa (quizá inevitablemente) en tipologías y convierte a los candidatos en gente vulnerable a todo tipo de abusos. Se pierde así lo importante, el verdadero drama. Y este drama puede contribuir a concienciarnos sobre la inmigración: un inmigrante es, nos recuerda la película, un ser humano, no un tipo. Es evidente que las simpatías del director (blanco) están con los inmigrantes y que la película sugiere que es necesario reformar el sistema. Por otra parte, no puede decirse que sea una película política radical: simplemente nos invita a ver el problema desde otra perspectiva.

La contribución de hoy en la sección oficial ha sido la esperada Limonov: The Ballad of Eddie, primera película en inglés del cineasta disidente ruso Kirill Serebrenikov, ya un habitual del Festival. Se trata de un biopic del poeta ruso que se hizo llamar "Eddy Limonov" (1943-2020), apellido adoptado que sugiere en ruso tanto la amargura del limón como la amenaza de una granada. Limonov (aquí interpretado por Ben Wishaw, que ya suena como candidato al premio a mejor actor) fue un radical proletario en una ciudad ucraniana que intenta darse a conocer como poeta en Moscú a finales de los años sesenta del siglo pasado. Pero su falta de tacto y de amigos hacen que se le niegue publicación y tiene que conformarse con llamar la atención hasta ser expulsado del país. Aunque a menudo se habla de él como un disidente, en realidad se trataba de alguien exhibicionista, que creía en la URSS (pero, nos dice, no en su código penal).

Llega a Nueva York en 1972, y quizá esta sección es la más interesante de la película: se recrea (en estudio) un lugar lleno de vida, radicales, pobreza, ruido y experimentación. El modo en el que se visualiza el periodo, influido por películas del nuevo Hollywood como Taxi Driver, es preciso y original. El problema es que la película funciona como una especie de novela picaresca con un personaje central expuesto a diversas situaciones. Limonov apenas cambia.

Y los episodios no aportan nada nuevo. Tras su paso por París donde se convierte en una especie de caricatura del disidente ruso (escribe, nos dice, diecisiete libros, y en un programa de radio causa un estropicio, insultando a quienes no están de acuerdo con sus ideas), regresa a Rusia en 1989, donde se convertirá en defensor tanto de la Perestroika como, irónicamente, de la KGB. Primero acabará en una prisión en Siberia, y a su salida empezará un nuevo movimiento político nacionalista de ribetes fascistas. Las situaciones se suceden una tras otra, como si se quisiera cubrir toda una vida, al menos en lo externo. Hay escenas, muchas: unas son cómicas, otras misteriosas o líricas. Para entonces, estamos un poco cansados de tanta gestualidad, de tantos parlamentos panfletarios, de tanto culto a la (propia) personalidad.

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Serebrennikov no es un director sutil, pero lo que no puede negásele es que, al menos, cuenta la historia con una gran energía: se pasa del blanco y negro al color, se cambia de estilo, de aspecto, se introducen momentos brechtianos en los que el protagonista ve el decorado "desde fuera" y la banda sonora es tan ruidosa como la puesta en escena. Todo esto puede ser fascinante o entretenido, pero no tiene nada que ver con la personalidad del protagonista, con Rusia o con los modos en los que uno crea un yo político, radical o revolucionario. En un momento clave de la película, Limonov se las ingenia para hacerse penetrar sexualmente por un indigente afroamericano al que exige fidelidad eterna. A continuación presenta el hecho como algo importante y político, pero la narrativa pasa por encima sin que esto parezca suponer un cambio (pensemos en un giro muy similar en Lawrence of Arabia, en la que sí se produce un cambio en el personaje que afecta a su trayectoria). En realidad, incluso algo así, que para algunos tendría que ver con el deseo o con la represión o incluso con el movimiento de liberación, aquí queda como un gesto provocador para conseguir publicidad sin consecuencias en su vida.

Uno llega a comprender al personaje, pero no a admirarlo. Ni su poesía ni su trabajo como agitador o activista parecen dignos de atención, o al menos no parecen serlo para el director. El autor del primer borrador del guion, el director Pawel Palikowski, declaró que había abandonado el proyecto precisamente porque el personaje no le interesaba lo suficiente. Y uno sospecha que a Serebrennikov le pasa un poco lo mismo. Pero al menos el director ha sustituido la reflexión sobre el legado del poeta con una infinita fe en sí mismo: el estilo de la película afirma a su director más que la historia. Quizá lo más interesante de Limonov es el vínculo que establece entre personaje y director.

Y sí ya nos encaminamos a la recta final. Les confieso que los premios me interesan poco, creo que una película vale tanto como el placer que produce o la experiencia que nos hace compartir. Esa relación es sagrada. El premio es otra cosa. En cualquier caso, mañana empezarán a barajarse candidatos al palmarés de manera más definitiva. Y todavía queda bastante: la nueva evocación de Nápoles de Paolo Sorrentino, Parthenope, lo último de Sean Baker y la curiosa evocación sobre el gran Marcello Mastroianni Marcello mio. Y no olvido que todavía tengo pendiente lo de Cronenberg y lo de Jonás Trueba. Pero seguimos mañana. 

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