Tom Hardy interpreta su mejor papel en ‘Bikeriders’, un lúcido estudio sobre la masculinidad

Austin Butler y Tom Hardy en 'Bikeriders'

En los años 50 el cine de Hollywood escenificó una singular batalla por el alma de los jóvenes estadounidenses, a través de la figura de dos rebeldes. Mientras Jim era un “rebelde sin causa” según el propio título del film de Nicholas Ray, a Johnny le preguntaban contra qué se estaba rebelando y replicaba “¿le hago una lista?”. Dejadas atrás las grandes guerras, con EEUU como gran potencia mundial, Rebelde sin causa y Salvaje oponían dos modelos de masculinidad. El Jim de Rebelde sin causa era James Dean, el Johnny de Salvaje era Marlon Brando. Uno era el joven atormentado, sensible, introspectivo y de ademanes queer. Otro mantenía la introspección, pero combinada con una mayor agresividad y cálculo. Una frialdad letal, la incapacidad absoluta de comunicar. La férrea supresión de cualquier sentimiento que no fuera la ira.

James Dean murió tan joven que podría parecer que Marlon Brando ganó la batalla, pero el resultado más palpable de esta fue que instaló una prolífica tradición: cada nuevo hombre que a continuación el público estadounidense pudiera admirar navegaría invariablemente entre estas dos figuras. Le pasó a Elvis Presley, le pasó a Jack Kerouac: jóvenes aturdidos con aparente mundo interior y signos afeminados, dando paso a hombres violentos y crepusculares. Entre Dean y Brando se desarrolló, pues, una dialéctica que marcó a los EEUU de mediados de siglo, y acaso un manual de cómo ser hombre según las estrellas que se admiraban en el marco de esta primera cultura de masas. Hombres cuya rebeldía era, bien una pose comercial, bien una reacción instintiva del privilegio blanco-masculino ante unos cambios de profundidad inabarcable.

Hay una escena extraordinaria de Bikeriders donde Marlon Brando y James Dean hablan en medio de la oscuridad, tan cerca uno del otro y con tanta intimidad que el matiz homoerótico resulta insoslayable. La trayectoria de sus rostros, recortada en claroscuro con tonos dorados, teje un aura teatral desde la que Jeff Nichols parece estar buscando a Shakespeare, con Brando transmutado en rey cansado que ansía que Dean recoja su herencia y se convierta en él. Solo que, claro, Brando no es Brando: es Benny, un pobre hombre que decidió montar un club de moteros en base a lo mucho que se había flipado con Salvaje. Y Dean no es Dean, sino Johnny: un joven de belleza milagrosa sin aspiraciones ni ataduras, por quien Johnny siente una fijación que (ni que decir tiene) no sabría cómo explicar. Están interpretados, respectivamente, por Tom Hardy y Austin Butler.

Hardy y Butler, conscientes de lo que pretende hacer Nichols en Bikeriders, interpretan a Benny y Johnny como criaturas puramente cinéfilas, determinadas por los referentes de forma consciente o inconsciente. En su afán por ser Brando, Benny imita la forma de hablar del protagonista de Salvaje toda vez que no puede disimular del todo su esencial patetismo y confusión, y permite que por fin Hardy confirme por todo lo alto el grandísimo actor que siempre ha sido. Johnny por su parte no invoca de forma voluntaria a Dean, pero sí lo hace Austin Butler tras su aplaudida experiencia interpretando a uno de sus herederos (el citado Elvis), consciente de que es la forma más efectiva de dejar entrever su vulnerabilidad y apuntalar el triángulo sobre el que se levanta Bikeriders.

Porque hay una tercera en discordia en Bikeriders, Kathy. Le encarna, con otra interpretación mayúscula, Jodie Comer. Kathy es la novia de Johnny y la voz narradora del film, recordando para un afable periodista que encarna Mike Faist (Rivales) cómo fue su experiencia con los Vandals Motorcycle Club a lo largo de los años 60. La prominente verborrea de Kathy suple el hieratismo de sus coprotagonistas masculinos y enuncia abiertamente el conflicto central de Bikeriders, como es su lucha contra Benny por el amor exclusivo de Johnny. Nichols sitúa a James Dean, por tanto, entre dos fuerzas enfrentadas que tratan de definirle: una es el tribalismo masculino y otra la pareja heteronormativa como garante de respetabilidad social. Ambas fuerzas no dejarán de luchar en Bikeriders, siendo su mayor obstáculo que a Johnny no parezca importarle nada un carajo.

Los propósitos de Nichols con Bikeriders son complejos. En primera instancia la película entera podría haberse originado desde su fijación por los Outlaws, el verdadero club de moteros en que se basan los Vandals y dio pie a un famoso libro fotográfico a partir del cual escribió el guion. En segunda instancia, Bikeriders se enmarca en el interés de Nichols por la mitología estadounidense y la afinidad que esta ha mostrado por las masculinidades crispadas. De ahí que en fases previas el cineasta haya alternado relecturas de Mark Twain con otras de la factoría Amblin (en Mud y Midnight Special), así como irrupciones más psicologistas en coordenadas históricas (en Loving) o simplemente desde un presente emparanoiado tras el 11S y la Gran Recesión. Esto en Take Shelter, que seguiría siendo su mejor película ahora que estrena Bikeriders, pero por muy poco margen.

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Bikeriders es una obra cumbre para Nichols gracias a la unión de estas inquietudes con la fértil iconografía descrita y una gramática heredada del cine de Martin Scorsese. Un plano congelado de Butler abre la película y la voz over de Jodie Comer admite que desde que conoció a Johnny no ha tenido más que problemas. “No puede ser amor, sino estupidez”, concluye remitiendo sin sonrojo al “Desde que he tenido uso de razón siempre quise ser gángster” que Ray Liotta enarbolaba al inicio de Uno de los nuestros. Con sus canciones, con su violencia sardónica, el ritmo scorsesiano es muy agradecido. Cineastas mucho más mediocres que Nichols se han valido de él para reforzar la seducción de sus propuestas —caso de Craig Gillespie o Lorene Scafaria—, pero Bikeriders se erige triunfal sobre ellos por solo verlo como un recurso estructural para contar lo que le interesa.

Algo que resulta ser, por otro lado, lo que siempre le ha interesado al venerable Scorsese. Desde esta línea Bikeriders no deja de ser otra película que disecciona la violencia patriarcal —infligida tanto a hombres como a mujeres— sin poder disimular la fascinación que siente por ella, por los distintos imaginarios que ha generando la neurosis varonil y el deseo de pertenencia a algo en lo que sublimar sus inseguridades… aunque ese algo aquí devenga tan ridículo como un club de moteros. Bikeriders es tan cruda e inteligente como El club de la lucha y tan fetichista como La ley de la calle: una película que suscribe la mejor tradición del mejor cine estadounidense.

Este cine está acechado por las contradicciones de discurso y la creciente sospecha de si no precisaría urgentemente otro tipo de relatos y perspectivas, pero cuando produce obras como la última de Jeff Nichols termina moviendo a una resignación de signo frívolo. Una que concluye que los hombres nunca vamos a cambiar y que mágicamente, a partir de ese inmovilismo trágico y autocomplaciente, eso seguirá dando pie a películas buenísimas.

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