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“Davos se vale de un discurso de centroizquierda, más útil para desregularizar y privatizar todo”

El periodista Andy Robinson.

Hace poco más de un siglo, en 1912, Thomas Mann emprendía un viaje junto a su doliente esposa en dirección al sanatorio de tuberculosos de una pequeña localidad suiza, gélido pueblecito casi recóndito, hundido en el corazón de los majestuosos y casi impenetrables Alpes. En paralelo a ese trayecto vital, arrancaba el otro gran periplo de su existencia: la escritura de la que es considerada su obra mayor, La montaña mágica, que acabaría viendo la luz una década después, publicada en 1924. Valiéndose de la enfermedad como metáfora de un mundo decadente y a punto de estallar violentamente, el literato alemán fue el primero en hacer universal el nombre de aquel pueblo, Davos. No ha sido el único.

En los años setenta del siglo pasado, su compatriota Klaus Schwab, empresario y economista distinguido como "Referente de la Humanidad" por la Fundación Internacional de Jóvenes Líderes, convertía aquella aldea en el punto de encuentro de la crema y la nata de la élite. Nadie más que lo mejorcito de cada casa –banqueros, políticos, grandes directivos e intelectuales varios, incluidos líderes mediáticos- tiene allí una cita anual con el poder y la gloria. Y el dinero. Es el llamado Foro Económico Mundial, un acontecimiento al que, además, solo se puede asistir previo pago de sumas de entre 50.000 y 567.000 dólares (37.000 - 424.000 euros). 

“El logro de Schwab es que crea un foro que nadie se quiere perder: hay gente dispuesta a volar en avión privado desde el JFK en Nueva York, coger una limusina y conducir durante tres horas y ponerse las botas de nieve y el sombrero de piel de zorro para llegar hasta un exsanatorio de tuberculosis en el que encontrarse con otro ejecutivo que vive en Manhattan”, cuenta Andy Robinson, periodista de La Vanguardia, The Nation o The Guardian, que ha cubierto el evento en los últimos años, y que, después de mucho poner la oreja y hablar a salto de mata con los participantes, ha extraído sus propias conclusiones sobre lo que allí se cuece para plasmarlas en el recientemente publicado Un reportero en la montaña mágica (Ariel).

Robinson (Liverpool, 1960), ha tenido que hacer mucho teatro, poner cara de póquer y tirar de esa estrategia del eavesdropping -que consiste en fingir que uno habla por teléfono cuando en realidad lo que está haciendo es escuchar la conversación del que tiene al lado- para paliar ese pequeño defecto llamado acreditación marrón, que es la que a él se le concede, y que no da acceso a los foros más selectos ni a las conversaciones más jugosas. Es cuando uno tiene un pedazo de cartulina blanco colgado del cuello –como ocurre en los casos de los líderes de publicaciones como el New York Times o The Economist o el español Juan Luis Cebrián, presidente del Grupo Prisa- cuando se abren todas las puertas y los saludos se tornan alabanzas.

Con lo que ha podido cazar al vuelo, la principal deducción es que Davos no es sino un gran “escenario”. Una atalaya en una montaña alpina en la que divisar el mundo a los pies y, desde allá a lo alto, aprovechar el eco para emitir un mensaje que justifique la autoridad y los sueldos desorbitados. Y este se resume en un neologismo: “Filantrocapitalismo”Filantrocapitalismo. “Se trata de dar la impresión de que sus poderes emprendedores son necesarios, y de que tienen compasión y corazón, y para ello necesitan un gran aparato”, explica el periodista sobre los Davos Men, de los que, dice, se valen de un “discurso sofisticado de centroizquierda, de tercera vía como el de Tony Blair o Felipe González, con palabras como 'emprendedor social', 'stakeholder' o 'cohesión', que es más útil para el proyecto de desregularizar y privatizar todo”.

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Estandarte supremo de la fusión capitalismo/cultura /filantropía que describe Robinson en su libro es el cantante Bono, de U2, hasta hace poco (cada vez menos), habitual de Davos. “Es el ejemplo más esperpéntico de la asimilación de la disidencia, aunque en realidad nunca lo ha sido. Es un figura de la contracultura, del mundo del rock, que va como si estuviera presionando a los ricos, cuando en realidad los defiende”, dice el periodista. “He hecho un capítulo aparte sobre él porque, además de ser un medio para vender Davos a la sociedad, es también un ejemplo grotesco de la evasión fiscal (el músico se llevó a Ámsterdam su patrimonio en cuanto su Irlanda natal retiró una exención fiscal que le era favorable), de la ingeniería fiscal por parte de las multinacionales”.

Aunque no solo de fachada vive el hombre (entiéndase, el Davos Man). Sus buenas sesiones de eavesdropping también han llevado a Robinson a otra conclusión. Al foro se va a hacer networking. A cultivar las relaciones sociales para que estas florezcan en negocios multimillonarios. “En este 2013 se oía mucho hablar de Mongolia como mercado fronterizo”, apunta Robinson. Esos negocios, claro, tienen como bandera el neoliberalismo. Una doctrina que, cuenta el periodista en el libro, podría haberse frenado en 2009 tras el cataclismo en Wall Street. La solución, como le confió entonces uno de los participantes en el foro, habría llegado si Obama hubiera querido pulsar la tecla. Pero no lo hizo. “Él entró en la Casa Blanca en parte por un movimiento de indignación después del mandato de Bush. ¿Pero qué hizo? Exactamente lo mismo que él. Es difícil no llegar a la conclusión de que Obama es también un Davos Man”. Davos Man

Si con el título -Un reportero en la montaña mágica-, Robinson realizaba un paralelismo entre ese mundo enfermo de principios del siglo XX descrito por Mann y su versión del futuro a cien años vista, la imagen que presenta en las páginas que cierran el libro elabora una similar maniobra de juego de espejos. En ellas recuerda dos famosas fiestas, una reunión de la alta burguesía neoyorquina en 1897 y unos fastos pagados en 2007 por Steve Schwarzman, presidente del poderoso fondo Blackstone, que desembolsó un millón de dólares solo por una actuación de Rod Stewart. "En ambas épocas había una polarización de la renta. Pero mientras que en la fiesta del XIX estuvieron acojonados porque habían recibido amenazas e incluso contrataron a detectives privados en busca de hombres de tendencias socialistas", explica, "es obvio que a día de hoy gente como Ana Patricia Botín en su vida ha sentido miedo". 

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