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'El enemigo del pueblo'

Portada de 'El enemigo del pueblo', de Jim Acosta.

Jim Acosta

infoLibre publica un extracto de El enemigo del pueblo (Harper Collins), de Jim Acosta, corresponsal jefe de la Casa Blanca para la cadena CNN. En esta crónica, el periodista da cuenta de la conflictiva relación de Donald Trump con los medios de comunicación y con la verdad, que él mismo ha sufrido de primera mano: tras un encontronazo con el presidente en noviembre de 2018, la Casa Blanca le retiró la acreditación, que aceptó resituirle después de que la CNN presentara una denuncia contra esta decisión. En su edición estadounidense, el libro fue uno de los títulos más vendidos según la célebre lista de The New York Times

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  Prólogo

—Noticia de última hora de la CNN...

Estaba sentado en un avión pocos minutos después de despegar cuando la noticia apareció en las pantallas de televisión de la cabina. Era la mañana del 25 de octubre de 2018 y yo había despegado del aeropuerto nacional Ronald Reagan de Washington para volar a San Francisco, donde daría un discurso en la Universidad estatal de San José sobre el estado de la prensa bajo el mandato del presidente Donald J. Trump y aceptaría un premio del programa de periodismo de la facultad. Tenía planeado utilizar las horas de vuelo para trabajar en mi discurso, pero de pronto me quedé pegado a la pantalla de televisión que tenía delante.

 

El Departamento de Policía de Nueva York tenía unidades rodeando el Time Warner Center en Columbus Circle, justo delante de Central Park. Las oficinas centrales de la CNN estaban siendo evacuadas tras haberse descubierto un paquete sospechoso en la sala de correo del edificio. Habían enviado una bomba casera a la CNN en Nueva York, pero su objetivo era el antiguo director de la CIA John Brennan, un crítico habitual de Trump. El artefacto era similar a las bombas enviadas a los adversarios demócratas de Trump, incluyendo al expresidente Barack Obama y a la rival de Trump en las elecciones de 2016, la antigua secretaria de Estado Hillary Clinton.

Pensé que era previsible que, tarde o temprano, se produjera algún acto de violencia.

Había estado temiendo que llegara el día en el que la retórica del presidente llevara a alguno de sus seguidores a herir o incluso a asesinar a un periodista. Y, cuando sucediera, Estados Unidos experimentaría un cambio radical, pasaría a formar parte de la lista de países de todo el mundo donde los periodistas ya no estaban a salvo por contar la verdad. Quizá ya hayamos entrado en esa era, una época peligrosa para contar la verdad en Estados Unidos.

Estaba claro que yo no podía hacer nada desde donde me encontraba, atrapado en mi asiento al inicio de un vuelo de cinco horas hacia el norte de California. Lo único que podía hacer era contemplar las imágenes de terrorismo doméstico que se reproducían en la diminuta pantalla situada frente a mí.

Sí, para un periodista hay pocas cosas peores que perderse una gran historia como esta. Pero el «miedo a perdérmelo» no era la emoción que sentía en aquel momento. Estaba cabreado. Muy muy cabreado. Se trataba de un ataque terrorista a mi empresa informativa y, sin duda, a la prensa libre estadounidense.

Desde la época anterior a la designación de la candidatura en Iowa en 2016, había cubierto el inimaginable ascenso de Trump al poder y su tumultuoso mandato. Mis cámaras, mis productores y yo mismo habíamos cubierto los mítines en los que Trump demonizaba a la prensa, donde nos llamaba «asquerosos» y «deshonestos», antes de pasar al siguiente nivel y, durante una rueda de prensa celebrada antes de jurar el cargo, calificarnos a mi cadena y a mí de fake news, o «noticias falsas». Habíamos escuchado las increpaciones de «la CNN es una mierda» en boca de su multitud de seguidores, los habíamos visto sacarnos el dedo y les habíamos oído llamarnos «traidores» y «escoria». Y, por supuesto, ¿cómo olvidar que el presidente de Estados Unidos dijo que éramos «el enemigo del pueblo»?

De camino a California, hice pedazos el discurso original que tenía previsto para los tipos de la Universidad de San José y empecé desde cero. Había decidido que los estudiantes se enterarían de la verdad sin adornos de lo que había tenido que presenciar durante el tiempo que había pasado cubriendo las noticias de Trump. Como conté más tarde ante la multitud, temía que el presidente estuviera poniendo en peligro nuestras vidas. Pero no era el momento de echarse atrás. La verdad, les dije, era más importante que un presidente que se comportaba como un abusón. Estábamos luchando por la verdad y el riesgo era elevado.

A lo largo de la carrera de Trump hacia la Casa Blanca y durante sus dos primeros años de mandato, he estado escribiendo anécdotas, recopilando citas de diversas fuentes, escuchando historias de ayudantes y socios de Trump, pasados y presentes, y acumulando reflexiones sobre la que, sin duda, es la noticia política más importante de mi vida. En muchos aspectos, he estado preparándome para contar esta historia desde que supe que quería ser periodista.

Habiendo crecido en la zona de D. C., llevo la política en la sangre. Todas las mañanas dejaban el Washington Post en nuestra casa. Mis padres eran obreros, pero mi madre leía el Post de cabo a rabo todos los días. Mi padre trabajaba en ultramarinos locales y volvía a casa contando que había conocido a gente como Dick Gephardt, antiguo congresista de Misuri y candidato demócrata a las presidenciales. En cuanto a mí, fui al instituto con la hija del senador de Estados Unidos Trent Lott. Eugene Dwyer, el padre de mi mejor amigo, Robert, trabajaba en el Departamento de Estado.

Al contrario que muchos de los periodistas jóvenes de hoy en día, yo seguí el camino tradicional y empecé trabajando en los informativos locales y en las cadenas de televisión por cable. Con los años, acabé trabajando en todas partes, desde D. C. hasta Knoxville, pasando por Dallas y Chicago, aprendí de algunos grandes periodistas y cubrí todo tipo de noticias. En los informativos locales, andaba siempre de aquí para allá, yendo del ayuntamiento a los juzgados o a la comisaría de policía. Así fue como empecé a cultivar fuentes, a generar exclusivas y, sobre todo, a informar de la mejor manera posible, con precisión y honestidad.

Finalmente, CBS News me ofreció la oportunidad de mi vida: trabajar para personas como Dan Rather y Bob Schieffer. Cubrí la guerra de Irak, el huracán Katrina y la campaña presidencial de John Kerry. Fue una transición asombrosa para mí que me abrió un mundo de posibilidades, pero fue la CNN la que me dio el trabajo que siempre había deseado, como reportero político. En 2008, cubrí la épica batalla entre Barack Obama y Hillary Clinton. En 2010, me hice un hueco informando sobre el ascenso del Tea Party (una labor que me prepararía para sobrevivir a los mítines de Trump algunos años después). Y, dos años más tarde, la cadena me envió a cubrir la campaña presidencial fallida de Mitt Romney.

Tras la derrota de Romney, la CNN me trasladó a la Casa Blanca para cubrir el segundo mandato de Obama. «No drama Obama», como era conocido, experimentó muchos dramas durante sus últimos cuatro años en el cargo. El ataque de Bengasi, la desafortunada presentación de la página web de Obamacare, el ascenso del ISIS y el escándalo en el Departamento de Asuntos de Veteranos fueron desafíos muy serios que preocuparon a Obama y dañaron su legado como el presidente que detuvo una segunda Gran Depresión y ordenó la misión de acabar con Osama bin Laden. Resultó que muchas de las noticias que nos mantuvieron ocupados durante el segundo mandato de Obama, como el ISIS y la incapacidad del presidente para aprobar la reforma de inmigración, constituirían algunos de los temas que Trump llevaría consigo hasta el Despacho Oval.

Mucho antes de ser candidato a la presidencia, Trump era un político habitual en los informativos por cable, en parte debido a su devoción por el movimiento birther, alimentado por la falsa teoría conspiratoria que aseguraba que Obama no había nacido en Estados Unidos. Trump fue uno de los principales defensores de aquella mentira sobre el primer presidente afroamericano de la nación. Gracias a su exitoso reality show en televisión, The Apprentice, Trump ya era una estrella, pero la conspiración birther le convirtió en una especie de referente en las esferas conservadoras, cuando empezó a aparecer en los programas para hablar de sus sospechas de que Obama no era realmente estadounidense. Fue algo vergonzoso.

La élite de Washington, a decir verdad, no consideraba a Trump una figura creíble. Y el presidente Obama restó importancia a sus ataques tildándolos de tonterías de un «charlatán de feria». Aun así, recuerdo que, en la prensa, dimos muchísima cobertura a aquella mentira descabellada sobre sus orígenes.

Después de que Trump anunciara su carrera a la presidencia en junio de 2015, pocas personas dentro del Ala Oeste de Obama pensaron que tuviera oportunidades de llegar a la Casa Blanca. Para ellos era más un chiste que un posible presidente. Estaban convencidos de que Hillary Clinton sería la próxima presidenta.

Esa imagen tardó muy poco en empezar a cambiar.

Llegado el otoño de 2015, cuando Trump empezaba a atraer grandes multitudes a sus mítines, recuerdo que asistí a una recepción extraoficial en el despacho de Susan Rice, consejera de Seguridad Nacional. (Creo que eran unas copas con los empleados). Un alto funcionario me preguntó si pensaba que Trump podía ganar realmente la candidatura republicana. Claro, le dije. No había más que ver la cantidad de personas que se presentaban en sus actos.

La gente de Obama empezaba a prestar atención, pero seguían plenamente convencidos de que Clinton se convertiría en la cuadragésimo quinta presidenta. Eso mismo pensaba casi todo el mundo.

Tras el discurso de Obama sobre el estado de la Unión en 2016, salí de la Casa Blanca con un nuevo encargo en el horizonte. Durante los diez meses siguientes, cubriría la campaña de Trump, desde la presentación de la candidatura en Iowa hasta la noche de las elecciones en el centro de Manhattan. Entonces me instalaría en mi hotel frente a Central Park para pasar el periodo de transición hasta que, con suerte, pudiera regresar a mi casa en Washington.

Nunca olvidaré lo que vi durante la campaña y lo que he presenciado cubriendo el mandato de Trump. Incluso ahora, cuando llevamos más de dos años de legislatura, sigo sorprendiéndome al recordar a Trump, como candidato a la presidencia, diciendo que podría plantarse en mitad de la Quinta Avenida, empezar a disparar a la gente y salir impune. Sigo sorprendiéndome al recordarle cuando se burló del cautiverio de un héroe de guerra como John McCain, al reírse de un periodista discapacitado y al describir a los inmigrantes mexicanos indocumentados como «violadores»; y, con todo eso, no tener que hacer frente a las consecuencias, que para cualquier otra persona habrían supuesto el abandono de la carrera presidencial.

Más allá de las tácticas de desacreditación y ataque empleadas en su campaña contra sus rivales, con frecuencia Trump ha manipulado la verdad, ha mentido y ha atacado a aquellos que destapaban sus falsedades; concretamente a la prensa nacional. Los comprobadores de datos del Washington Post han contabilizado y catalogado casi diez mil declaraciones falsas o engañosas en los primeros dos años de su mandato. Ha prosperado en este panorama distorsionado porque los hechos ya no tienen el mismo valor que tenían antes. El difunto senador Daniel Patrick Moynihan dijo una vez: «Todo el mundo está en su derecho a dar su opinión, pero no a dar sus hechos». Eso ya no es así. En la actualidad, cada uno tiene sus propios hechos. El resultado: los hechos se ven asediados cada minuto del día en el espectro fracturado de la información —solo hay que pensar en Breitbart y en Fox News— y en las redes sociales, por supuesto. Basta con preguntar al presidente algo a lo que no quiere responder, y a veces te catalogan de «noticias falsas» o de «enemigo del pueblo». O peor aún: un funcionario de la Administración me apodó una vez, creo que con cariño, «enemigo público número uno».

Lo más difícil de entender es cómo muchos de mis compatriotas estadounidenses han aceptado y, en algunos casos, incluso adoptado esta degradación de nuestra cultura política. En resumen, Estados Unidos ha cambiado ante mis ojos. Observo este fenómeno en las amenazas de muerte y en los mensajes violentos que se cuelan en mis perfiles de las redes sociales. Los autodenominados partidarios de Trump me han dejado incontables mensajes diciendo que debería ser asesinado mediante todo tipo de torturas medievales. Los comentarios publicados en mis páginas de Instagram y Facebook recomiendan que me castren, me decapiten o me prendan fuego. Por pura curiosidad, pincho en las cuentas responsables de esos horribles mensajes. El suyo era el mismo tipo de odio que ahora había llevado a alguien a enviar bombas caseras a la CNN.

Sabiendo que aún me quedaban horas de avión hasta aterrizar en San Francisco, me recosté en mi asiento y me quedé mirando la pantalla de televisión, pensando en todo lo que nos había llevado hasta aquel momento. Pese al miedo que sentía por mis compañeros y por mí mismo —la amenaza de la violencia física ahora parecía horriblemente real—, sabía que no era el momento de dejarse intimidar. Era el momento de hacer las preguntas difíciles.

Recuerdo estar tomándome algo una tarde con un alto funcionario de la Casa Blanca que de pronto dijo: «El presidente está loco». Pasó después a confesarme que, cuando llegó a la presidencia, Trump no entendía la Constitución. ¿Cuáles eran las normas para designar funcionarios de gabinete?, quiso saber Trump. ¿Cuánto tiempo puede quedarse un secretario interino? El funcionario se sintió frustrado por la ignorancia de Trump, por su comportamiento. Muchos nos sentimos así. Pero ¿es realmente Trump el culpable de lo que vemos cada día? ¿O deberíamos mirarnos en el espejo para variar? ¿Queremos que este sea el estado de nuestra política? A lo largo de los dos últimos años, se ha hablado mucho sobre si hemos permitido o no que nuestro discurso político descienda hasta un nivel que está por debajo de todos nosotros. Hay cada vez más voces, no solo entre los demócratas y liberales, sino también entre los republicanos y conservadores, que están hartas de la desintegración de la decencia en nuestras elecciones. En las décadas que están por venir, ¿qué demonios escribiremos en los libros de historia para explicar lo que le ha sucedido a Estados Unidos?

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La respuesta: eso depende de lo que hagamos ahora mismo. Porque de nosotros depende.

He visto mi vida patas arriba mientras cubría la legislatura de Trump. Los ataques dirigidos contra mí y contra mis compañeros, periodistas entregados y con mucho talento, tienen consecuencias en la vida real. Mi familia y mis amigos están preocupados por mi seguridad. Espero que, a fin de cuentas, el sacrificio haya valido la pena. No. No lo espero. Lo sé.

 

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