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Exposiciones

La inspiración solo necesita seis metros cuadrados

Monk's house, la cabaña de Virginia Woolf.

“Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción”. Virginia Woolf lo sabía y, desde 1919, adquirió junto a su marido Leonard la pequeña cabaña de nombre Monk's House, la Casa del Monje. De madera blanca y con el tejado gris pizarra, aquella casita en el condado de Sussex, al sur de Inglaterra, acabaría por convertirse en epicentro literario rivalizando a la mismísima Londres. Allí pergeñó la literata varias de sus novelas; allí se reunió en multitud de ocasiones con sus íntimos del círculo de Bloomsbury, T. S. Elliot, Roger Fry, E. M. Forster...; allí vivió en su última etapa y allí murió bajo las aguas del río, los bolsillos rellenos de piedras.

El interior de la casita de George Bernard Shaw.

Otro miembro de aquel grupo de amigos y bohemios halló también la inspiración, como Woolf, en una cabañuela silvestre. La suya, al filo de un acantilado, miraba desde lo alto los verdes pinos de Skjolden, en Noruega. En su interior, Ludwig Wittgenstein cerró el círculo del Tractatus Logico Philosophicus, y a su paz y tranquilidad acudió una y otra vez el filósofo a lo largo de su vida para recargar fuerzas, breves estancias con las que reencontrar el norte perdido en la maraña de la ciudad. “Solo renunciando a influir sobre los acontecimientos del mundo podré independizarme del mundo”, escribió el pensador austriaco, “y dominarlo, así, en cierto sentido”.

Con sus herbarios, sus imágenes fotográficas, sus reproducciones a escala y sus vistas de plantas y alzados, el Círculo de Bellas Artes de Madrid acoge la exposición Cabañas para pensar, una nueva reunión de Woolf y Wittgenstein en la que también están invitados otros artistas que encontraron su particular fuente de la creatividad entre árboles y montañas. La muestra, abierta hasta el 31 de mayo, ya ha pasado por ciudades como Granada o León, entre otras, ideada por el artista Eduardo Outeiro y comisariada por Alberto Ruiz de Samaniego. En ella se incluyen, además de los mencionados, recuerdos de las casitas de los escritores Knut Hamsun y George Bernard Shaw; del poeta Dylan Thomas; del cineasta Derek Jarman, del explorador y escritor T. E. Lawrence, Lawrence de Arabia; de los músicos Edvard Grieg y Gustav Mahler, del dramaturgo August Strindberg y del pensador Martin Heidegger.

Aquí trabajaba Edvard Grieg.

“En la empinada ladera de un extenso y alto valle de la Selva Negra meridional, a 1.150 metros de altitud, se alza un pequeño refugio de esquiadores. Mide entre seis y siete metros de planta”, detalló el autor de El ser y el tiempo, quien explicó que, cuando el temporal arreciaba y envolvía con sus bramidos su minúscula guarida, llegaba entonces "la hora señalada de la filosofía”. El paisaje y la naturaleza como alimento del intelecto; como impulso y estímulo, pero también como bálsamo para calmar el dolor causado por la vida mundana. “A la vuelta de Rodmell”, apuntó Woolf, “la depresión siempre se agudiza. (…) Pero los diez días en Rodmell se me han pasado sin sentir. Allí se vive para el espíritu. Me deslizo con naturalidad de la escritura a la lectura y, entre ambas, paseo, paseo a través de las altas hierbas de las praderas o las colinas”.

Todos estos intelectuales coincidieron en hurgar en sus emociones desde algún lugar apartado, hundidos en el corazón del campo. Cada casa particular desplegaba no obstante sus propias cualidades, detalles que vistos desde fuera hablan del carácter y el método de trabajo de estos individuos. George Bernard Shaw, por ejemplo, tenía instalada bajo su chamizo una base giratoria que rotaba la estructura siguiendo la luz del sol. Dylan Thomas forró las paredes del suyo de fotos y recortes de prensa sobre Lord Byron, Walt Whitman o William Blake. Edvard Grieg dejaba sobre la mesa una nota cuando salía de paseo, rogando al potencial usurpador que no tocara sus partituras. Gustav Mahler, celoso de su soledad, hacía llevar el desayuno a su cocinera, que tenía que atravesar un empinado y tortuoso camino con la bandeja para que el músico no la viera.

Gustav Mahler vivió en esta cabaña en el bosque.

Si se pueden ver en la exposición las imágenes de esas cabañas, también se puede sentir, a fuerza de fantasía, la textura y casi percibir el olor que se respiraba en torno a ellas a través de las muestras de plantas y hierbas que se exhiben. En algunos casos, hay fotografías de las vistas desde las ventanas de las chocitas, algunas colgadas al mar, casi todas repartidas entre la península escandinava, Reino Unido, EEUU y Alemania. No son solo modestas edificaciones, sino que se trata de recuerdos aún vivientes de un espíritu pasado, de los siglos XIX y XX, recónditos hogares que cuando estuvieron en peligro, como le ocurrió a Lawrence de Arabia por un incendio cercano, hicieron sufrir a sus moradores. "Estoy triste y asustado por la casita", escribió tras el suceso el aventurero británico. "Mucho me temo que he llegado a amarla". 

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