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Lo que dijo Italo Calvino

He nacido en América. Entrevista. 1951-1985

Italo Calvino (Traducción de Dulce María Zúñiga)

Siruela (Madrid, 2023)

 

De los escritores italianos contemporáneos, quizá sea Italo Calvino el más apreciado en España, y debe ser también el único al que se le ha dedicado una serie que recoge todos sus libros, la denominada Biblioteca Calvino de la editorial Siruela. Su fortuna en español ha sido temprana, pero sus primeras traducciones son argentinas, de 1956 (El sendero de los nidos de araña, 1947, y Las dos mitades del vizconde, 1952), en la editorial bonaerense Futuro, mientras que las primeras versiones publicadas en España datan de 1970 (Marcovaldo, 1963, y El barón rampante, 1957, en Destino y Planeta, respectivamente).

En este volumen se recogen, siguiendo el orden cronológico, 49 entrevistas, respuestas a cuestionarios y miniautobiografías del escritor italiano. Entre ellas, encontramos dos autoentrevistas, un –digamos— subgénero que también cultivó, entre nosotros, Juan Marsé. La más antigua data de 1951, y la más reciente de 1985, la última que concedió, poco antes de morir. En suma, nos encontramos con sus opiniones sobre temas muy variados; con preferencia, dedicadas a la cultura y a la literatura, formuladas a lo largo de más de treinta años. Casi todas ellas se publicaron en su momento, y solo unas pocas habían permanecido inéditas, tal y como se indica en la nota al pie que aparece al comienzo de cada una, donde se nos proporcionan los datos bibliográficos correspondientes. Tuvo entrevistadores y encuestadores notables, como Carlo Bo, Claude Couffon y Daniele Del Giudice, aunque la más sustanciosa creo que es la que le hace Marco d'Eramo en 1979, para Mondoperaio. Resulta curiosa la que lleva por título "Las edades del hombre", de 1982, en la que contesta de forma burlesca. Tampoco faltaron entrevistadores incisivos, discutidores, de aquellos que se creen que los protagonistas de la conversación son ellos, no el escritor, como ocurre en las que ocupan las páginas 140-155 y 246-259. Hay que lamentar, por último, que no se recoja ninguna de las muchas que se le hicieron en España, tanto en la prensa, como en la radio y la televisión. 

Se habla, por tanto, de su vida y de su obra, sin que falte un autorretrato, o la confesión de las dificultades que tenía para expresarse, tanto con el habla como con la escritura, pero sobre todo de forma oral (lo repite en varias ocasiones, pero véase la página 211). Nos dice, además, por qué escribe ("escribo para comunicar", página 295); cómo surgen sus relatos ("Suelo partir de una imagen [...], de una relación entre imágenes, y busco desarrollarla siguiendo su lógica interna", página 67); incluso de cuestiones técnicas, como los principios y finales o el ritmo de la prosa. Así, comenta que "la prosa requiere la utilización de todos los recursos verbales que se poseen, igual que en la poesía: rapidez y precisión para elegir los vocablos, economía, riqueza de significados e inventiva para distribuirlos. Estrategia, ímpetu, movilidad y tensión en la frase, agilidad y ductibilidad para moverse de un registro a otro, de un ritmo a otro" (página 359). Respecto a su procedimiento de escritura, confiesa: "trabajo mucho, cada página que escribo está muy elaborada (...), lo habitual es que escriba y corrija; escribo y corrijo" (página 293).

Se refiere también a sus maestros y obras preferidas, sean literarias o no, de sus interés por las lenguas y dialectos (por ejemplo, la escritura dialectal de Pasolini, su coetáneo, en Chavales del arroyo); y por las narraciones populares, en cuyo estudio puso mucho empeño, resultado del cual es su libro de Cuentos populares italianos (1956), y recuérdese que en Si una noche de invierno un viajero (1979) trata de la lectura de las novelas –digamos, precisa él— populares. En suma, se ocupó de este tipo de narraciones en un momento en que "nadie se interesaba por sus misteriosos mecanismos", y sintetiza su pensamiento, al respecto: "los cuentos populares, en sustancia, son un acto de creatividad espontánea, incontaminada por la civilización moderna" (páginas 90, 209, 246 y 363).

A lo largo de su trayectoria, e incitado por las preguntas que le formulaban al respecto, habla de sus ciudades preferidas (aunque opina que "la ciudad está en crisis en todas partes, especialmente en Italia"), empezando por Nueva York, la urbe que ha sentido como más suya, la preferida; pero en París vivió bastantes años (su esposa residía y trabajaba allí, con su hija), pues para él representa "la vida en familia, un lugar donde estoy tranquilo", dado su deseo de llevar "un modo de vida de mayor recogimiento y menor dispersión", pero además se trata de una ciudad "donde casi todo funciona", aunque al menos una vez al mes viajaba a Italia.

Por lo que se refiere a Italia, recuerda a San Remo, ciudad fronteriza, cosmopolita, de mar, donde transcurrieron los veinticinco primeros años de su vida, presente en muchas de sus ciudades invisibles; cuando le preguntan por Roma, contesta que lo que más le gusta son los suppli (croquetas de queso), los arancini de arroz (se trata de unas bolas de arroz, rebozadas y fritas, rellenas de carne, salsa de tomate, guisantes y mozzarella) y la variedad de panini rellenos; Milán le parece una ciudad "eufórica y extrovertida"; en cambio, considera a Turín la ciudad italiana en la que más se trabaja, aunque en 1976 le parecía "terriblemente aburrida, limitada". En suma, Calvino se decantó por Turín frente a Milán, entre otras razones, porque allí estaba Einaudi, la editorial en la que trabajaba, y la alternó con estancias en París, aunque su preferida fue siempre Nueva York y tenía la idea de que vivimos en una metrópolis única.

Respecto a sus maestros, se refiere en varias ocasiones a Pavese y Vittorini, a quienes conoció en 1945. De ambos, reconoce la gran influencia que tuvieron en su formación y, al primero, además, le agradece que le abriera las puertas de la editorial, donde trabajó gran parte de su vida. Calvino se consideraba miembro de una "generación italiana que creció admirando y rindiendo culto a Hemingway, Faulkner y [Scott] Fitzgerald". Confiesa, además, que "la realidad se impuso de inmediato a mi generación, e instauró un clima fuertemente realista", aunque él evolucionó hacia otras formas estéticas, por lo que, ya en 1966, comenta que sus narraciones "se sitúan a medio camino entre el relato filosófico y el fantástico de tipo surrealista", porque "simultáneamente, desde hace años, escribo libros con tendencia fantástica, además de escribir `relatos-debate´ acerca de la vida contemporánea" (páginas 73 y 74). Precisa también que su generación "se ha nutrido más de los poetas italianos que de los narradores", pues considera que la espina dorsal de la literatura italiana ha sido la poesía, más que la prosa (páginas 228 y 283). Y en este sentido, considera que su poeta es Montale.

Por lo que respecta a sus otros autores preferidos, cita a Poe ("mi primer maestro", páginas 144 y 317), J. Swift, Stendhal, Mark Twain, Stevenson, Conrad, sobre quien hizo su tesis, el Valery ensayista, Borges, Nabokov (el autor que prefiere y –reconoce- que más lo ha influido, página 319), Kawabata y, desde luego, los miembros del Oulipo, grupo del que formó parte, con Queneau y Perec a la cabeza, por su rechazo de la seriedad y el gusto por el juego ("Palomar [1983] es un eco de La vida, instrucciones de uso, de Perec", confiesa, página 317). Y aunque no pretendo hacer una lista interminable, tampoco quiero dejar de recoger una opinión, datada en 1967, que puede sorprender, pues consideraba a Galileo como "el más grande escritor de la literatura de todos los tiempos", a quien incluía en una tradición de la que también formaban parte Ariosto y Leopardi (páginas 146 y 147). Y aunque confiesa que siempre le había interesado más la literatura del mundo anglosajón, reconoce su admiración por las Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, y por la obra de Beckett, y los estructuralistas Lévi-Strauss, Dumézil, Greimas y Barthes.

Cuando se le pregunta qué libro prefiere entre los suyos, en 1965 comenta que uno de ellos es El caballero inexistente (1959); pero en 1983 se decanta por Las ciudades invisibles (1972), porque –aclara- "es el libro que siento más terminado, en el que logré hacer realmente lo que me proponía" (página 307); y dos años después, añade otros dos títulos: Las cosmicómicas (1965) y Tiempo cero (1967).

Si repasamos el utilísimo índice de nombres que lleva el libro, se observa que quienes aparecen citados más veces son Borges, Charles Fourier, Hemingway, Leopardi, Giorgio Manganelli, Pavese, Queneau, Stendhal y Elio Vittorini. En cambio, las referencias a los españoles son muy escasas y se limitan a Cervantes, Juan Goytisolo y Picasso.   

Entre los muchos temas sobre los que opina, me ha interesado especialmente lo que comenta sobre su generación, el reconocimiento de la literatura italiana en otros países, los premios literarios, los superventas, la crítica literaria (en 1981, se quejaba con razón: "estoy cansado de una crítica que se limita a aplicar esquemas interpretativos y olvida la sustancia del texto"; defecto que ha ido a peor, sobre todo en la crítica académica, página 231), las narraciones populares y, sobre todo, la reflexión que hace sobre el humor, la sátira y la ironía: "El humor consiste en poner en discusión todo, incluido lo que acabamos de decir. La sátira, por el contrario, es la ironía contra los demás, una actitud que puede resultar fácil... Pienso que la ironía dirigida a uno mismo es el aspecto más decisivo del humor: saber que, en cualquier momento, uno podría decir lo contrario de lo que acaba de decir, lograr poner continuamente en discusión las propias opiniones es, a mi juicio, la condición primordial de la inteligencia" (páginas 200 y 201).

Nos hemos ocupado, sobre todo, del Calvino narrador, pero, aunque nunca se consideró un teórico, nos ha dejado dos ensayos que si bien aparecieron tras su muerte, han influido mucho: Seis propuestas para un nuevo milenio (1985) y Por qué leer a los clásicos (publicado en España en 1992), citados ambos hasta la saciedad.

El libro da mucho más de sí, pero baste ahora con añadir que su lectura resulta ser una fiesta de la lucidez y de la inteligencia, aunque los lectores hubieran agradecido un prólogo en el que se contextualizaran los textos, proporcionándonos una idea de su interés y valor en el conjunto de la obra de Calvino y en el transcurso de la literatura italiana, de la cultura europea y americana. Se trata de un libro muy recomendable para todo tipo de lectores, pero, en especial, para aquellos que se forman en talleres literarios o escuelas de escritura, pues hallarán en sus páginas muchas ideas de provecho que los obligarán a reflexionar sobre el arte de la escritura.

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PS. No entiendo por qué scrutatore se sigue traduciendo por escrutador y no interventor electoral. Así, en castellano, el título del libro de 1963 debería ser La jornada de un interventor

 

* Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario .

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