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Los diablos azules

Enganchado a tres mujeres

Portada de Boulder, de Eva Baltasar.

Las tres mujeres de las que quiero hablar me han enganchado desnudándose (¡desnudándome!) en sus libros. De la historia de Eva Baltasar en Boulder salgo agradecido de que una mujer, lesbiana o no, decida sobre su vivencia de la maternidad contra el rol prescrito (y sobre la maternidad patológica de demasiadas madres); de la road movie de Nueva York a Arizona de Valeria Luiselli en Desierto sonoro salgo conmovido por la lucidez al narrar el empobrecimiento de una relación de pareja con hijos de anteriores parejas e intereses intensamente literarios, con el hilo conductor trágico de los niños perdidos. Y, finalmente, del libro de Elvira Lindo escrito A corazón abierto no sé qué admirar más: si la sutileza analítica con que aborda la personalidad destructiva de su padre o la valentía moral con que usa el microscopio para examinarse a sí misma como niña espabilada y consentida, como joven emancipada y perdida, como adulta a menudo impaciente con el teatro gastado, degradado, pantomímico del padre (hasta que muere).

No sabríamos nada de estas maneras de vivir y experimentar la intimidad sin los tres libros, los tres telescopios a una experiencia femenina y absorbente, adictiva y profundamente intrigante. Si puedo hacer la broma, no caigo ahora mismo en otra cosa que me interese más que la fabricación de la intimidad consistente y razonada de las mujeres como protagonistas absolutas de la vida de cualquiera, hombre o mujer. Ninguno de los tres libros responde a patrón alguno o matriz común, ninguno de los tres responde a una demanda externa o ajena a la pura creación literaria, y por eso mismo cada uno de los tres ofrece la genuina experiencia de una mujer como material primario de la literatura.

Quizá la auténtica revolución en marcha de los últimos treinta o cuarenta años —una de las secuelas del ahora menospreciado Mayo del 68— tiene dos vertientes complementarias: una es el exclaustramiento integral de la mujer como sujeto civil de las sociedades desarrolladas. La otra, sin embargo, es de naturaleza menos visible pero tan asombrosa e impactante como la primera, o más. Las mujeres nos gustan más ahora a todos, e incluyo el gusto de las mismas mujeres. Sabemos cosas que no sabíamos, conocemos exploraciones que ignorábamos, nos abocamos a espacios desconocidos o vetados que han dejado de permanecer en la oscuridad para ser observados y examinados con la lupa y la voracidad de una libertad fresca, invasiva, despojada del afán de exhibición porque se inserta en el espacio público y civil, como si se adelantasen por su cuenta a prescindir de esta o aquella cuota proteccionista.

Las tres escriben desde fuera del mainstream, autoexpulsadas de cualquier forma de protección legal mientras se exponen como vanguardia ética que no espera nada a cambio, ni teme tampoco la respuesta de cemento de la incomprensión, el rencor o el desprecio. El despliegue de sus artes estéticas, morales, literarias y analíticas ha ganado para todos —mujeres y hombres— una potencia gradual y constante con puntas de calidad excepcional que antes quedaban reservadas a los hombres como usufructuarios privilegiados y preferentes del espacio público.

Todo eso se terminó hace mucho, es verdad, pero los frutos hace años que llegan con lentitud necesariamente perezosa, a medida que las generaciones de mujeres crecen, maduran, entran en conflicto, pierden gente, se enamoran y se hunden, se deprimen o huyen de todo, como a su manera, con valentía y veracidad, hacen las tres protagonistas de los libros, las tres cercanas a sus respectivas vivencias reales (o no, como sucede en otro espléndido libro, Aprendre a parlar amb les plantes, de Marta Orriols, donde el título no hace ningún favor a la potencia de un libro veraz).

El pronóstico en este caso es bien sencillo porque será, va siendo, formidable el puñado de textos literarios que ofrecen un abanico de experiencias que hasta ahora había sido precario, escaso o directamente insatisfactorio, a pesar de ese otro puñado de libros que no se ha movido nunca de la primera fila (firmados por Martín Gaite o Esther Tusquets, Imma Monsó o Llucia Ramis, Elizabeth Bishop, Iris Murdoch o Annie Ernaux). Los frutos llegan como una lenta pandemia (esta, feliz) irregular e intermitente pero constante, capaz de despejar falsedades, deformaciones, prejuicios y malformaciones tóxicas sobre mujeres, y sobre mujeres y hombres, y sobre las mujeres y el mundo.

Esa voz literaria ha dejado de ser excepcional y minoritaria, o reservada para las clases con más recursos económicos y los entornos de privilegio social, de clase o de educación (que no es siempre lo mismo). Occidente vive a la vista de todo el mundo el #MeToo y el empoderamiento de las mujeres (para decirlo con el lenguaje del tiempo) en la calle, el hogar, el trabajo y las instituciones: es un vuelco radical en el Occidente de los últimos dos mil quinientos años.

Lo que a mí me atrae, sin embargo, es la proliferación de libros de literatura de calidad donde las mujeres son autoras y son protagonistas a la vez, y da igual si lo hacen en clave de ficción, autoficción, semificción, paraficción o seudoficción: lo que importa es el despliegue poderoso y variadísimo de voces de mujeres que extinguirán por sí solas el debate —torpe, infeliz, estéril— sobre la pretendida naturaleza específica o esencial de la literatura femenina.

El deseo y el amor llevan a Boulder de ser cocinera en un buque mercante a ser pareja de una mujer que ha sido madre por gestación asistida (y todo empieza a acabarse, o a arreglarse); el documentalismo profesional que motiva originariamente el viaje de Luiselli es, en realidad, la ruta de exploración de sí misma; la autobiografía de Elvira Lindo se filtra por todos lados mientras intenta comprender al padre, la madre, y, de hecho, su propia vida (con su marido presente a menudo, el escritor Antonio Muñoz Molina).

Cuando Eva Baltasar identifica con una punzada intemperante su deseo erótico y el castigo de la abstinencia, o cuando rechaza la ceremonia sacralizada de la maternidad como rito de una fe nueva y sobrevenida, me siento hermanado con ella hasta el extremo de sentirme lesbiana, joven, viajera y sensible como lo es su protagonista (y lo era ya en Permagel/Permafrost). Cuando Valeria Luiselli despliega con gradualidad y ligereza la lenta decrepitud del mundo íntimo y compartido con su pareja, mientras los niños huyen en una escapada y el pánico se esparce por todos lados, me siento más cercano a ella que a él —su expareja y también escritor, Álvaro Enrigue—, y siento que su voz es la mía, o podría haberlo sido, como si el género dejase de tener relevancia porque la experiencia moral y analítica arrasa del todo esa consideración menor (el género).

Y cuando Elvira Lindo interroga con crudeza a su padre y su conducta, sus mentiras, su exhibicionismo narciso, patológico y cobarde, me siento atrapado por la complejidad de esa experiencia vivida de cerca, sobre todo cuando es ella misma quien ha de sofrenar el empuje del dolor y el rencor y fabular sin miedo, con herramientas de novelista de ficción, la dureza presumible e implacable de la expulsión de su casa del niño de 9 años, en plena posguerra, enviado a Madrid a casa de una tía con el sobrenombre de la Bestia. En efecto, bestias, pero bestias literarias es lo que son las tres escritoras en estos tres libros.

Una historia familiar

Una historia familiar

La versión original en catalán de este artículo apareció en el número 19, de mayo de 2020, de la revista la revista Politica&prosa.

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Jordi Gracia es ensayista y profesor de Literatura Española en la Universidad de Barcelona. Su último libro es Javier Pradera o el poder de la izquierda (Anagrama, 2019).

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