La experiencia del límite

Portadas de los libros de David González, José Mateos, María García Zambrano y Melchor López.

Muchas veces la poesía es la única antorcha a la que aferrarnos porque nos suministra palabras encendidas de emoción más allá del entendimiento. A David González le acompañó hasta el último día y de hecho le sirvió para contar el proceso final, como lo contaba todo. A José Mateos le permitió sublimar los trances de la enfermedad y le ayudó a alumbrarse en la salida. Para María García Zambrano, la poesía es un método de liberación personal, paralelo y sin embargo sutilmente vinculado a su lucha. Por su parte, el canario Melchor López dejó esculpida en palabras una visita a la isla de Cabo Verde que le cambió a él y que contagia al lector. 

La canción de la luciérnaga

David González

Páramo (2023)

Como casi siempre / en esta vida fea y gris // la luz / la tendremos que poner / nosotros

David González (San Andrés de los Tacones, Gijón, 1964-2023) le hubiera emocionado mucho la resonancia que ha tenido su muerte, los muchos amigos y admiradores que se han manifestado recordándole. Él se quejaba de que su poesía no se valorase. Era un bohemio en unos tiempos en que la bohemia sigue existiendo, pero más desatendida y subterránea que nunca. Contaba que se había hecho poeta en la cárcel y escribía a la manera de Bukowski, haciendo de su lucha por salir adelante un poema diario.

Su libro La canción de la luciérnaga no ha sido póstumo porque la familia, el editor y la imprenta se conjuraron para que pudiese hojear al menos un ejemplar antes de morir. En sus páginas cuenta que "la poesía / es todo aquello que te deja / cicatrices / en el alma, / en la piel y / por supuesto // en el corazón". En definitiva, su poesía era su vida. Hablaba de ella con franqueza, iba al grano, lo que no quiere decir que escribiera a vuelapluma. Había conseguido una aparente sencillez (que diría Borges) reelaborando la experiencia a través de símbolos como el revólver colt 45 que llevaba tatuado en el hombro derecho o el saco de boxeo que le regalaron de niño. Pero también las ballenas blancas glaciares o los oasis del desierto, cualquier elemento que le permitiera describirse como un derrotado que reina en la ironía de los versos.

En Centrifugado dice: "Y entonces / se estropea / la lavadora: // la única / que me hacía sentir / limpio". El descreimiento era su tema, pero había desarrollado una gran habilidad para esquivar el patetismo y para mantener encendida la llama: "Una causa, Ainhoa, / no está perdida / hasta que nadie / lucha por ella". Así iba el libro, bien encauzado, cuando le diagnosticaron el cáncer de esófago y la noticia se adueñó de su vida y del poemario. Ya no se sentía en el mundo de los vivos, aunque tampoco en el de los muertos. Y añadía que "la vida, / aunque muchas veces nos lo parezca, / no es una guerra. / Así pues: a qué o a quíén / enviarle mi bandera blanca".

Acabó con otro símbolo, la palabra fin.

La hora del lobo

José Mateos

Pre-Textos (2022)

La enfermedad es como un agua negra, / y contra el sucio, / resbaladizo fondo de la muerte // ¿qué puede la canción del que va solo?

José Mateos (Jerez, 1963) había ido estilizando sus poemas en sus últimos libros hasta conseguir que el sentimiento lo expresaran más los silencios que las propias palabras. Su poemario inmediatamente anterior, Primavera, año cero (Milenio, 2020), dedicaba muchos versos a la felicidad, ese raro abandono, esa falta de afán que a veces acontece cuando no se la espera y por eso conviene fijarla con palabras en el poema para que se comparta y se difunda. Había sin embargo en ese libro un hermoso poema titulado Madre, en el que hablaba de la muerte: Al final "Todos / se van. 'Todos nos vamos / más temprano o más tarde' / nos decían las nubes / raudas y el ciprés recto / a cada instante. / Y cómo / le cuesta al alma ahora / aprender lo que sabe".

Igual que si hubiera expresado una premonición, uno de esos inquietantes vaticinios con los que se asociaba antiguamente a la poesía, Mateos ha atravesado en los últimos tiempos algunos trances liminares de salud. El lobo es el símbolo de la muerte a la que le ha visto las orejas: "Quemad mi nave y amarradme a ella. // Hoy salgo a un mar sin viento ni confines, / rumbo a ninguna orilla, porque ahora / ya no hay orillas. Todo, todo es agua".

En poemas algo más explícitos de lo que acostumbra, avivando los hechos, el poeta ha conseguido escapar del trance y comparte las emociones de su lucha. "¿De dónde habré traído la canción / que ahora tiembla entre mis labios". Mateos interpela al cuerpo, al grillo, a la conciencia, tantea en busca del misterio, recupera ecos de poemas chinos y de romances como el del "Enamorado y la muerte": "Enciérrame en tus brazos / y después, amor mío, tira la llave. // Ella me anda buscando. / Cárcel de amor te pido / para salvarme".

Al final, poco a poco, Mateos vuelve a celebrar el canto de los pájaros, el frescor de la higuera y, muy especialmente, la amistad: "Junio, qué bien se está a tu sombra / rodeado de amigos / cuando todo es presente / y hasta es probable que morir no importe".

Esta ira

María García Zambrano

Vaso Roto (2022)

A veces encontramos risa / bajo / los escombros

El quinto poemario de María García Zambrano (Elda, 1973) está firmemente conectado con el anterior, La hija (El sastre de Apollinaire, 2015). Es la continuación de una experiencia vital extrema que la autora ha decidido convertir en un reto de salvación poética. En 2017, García Zambrano describió el camino emprendido: "tal vez porque la enfermedad dinamita tu propio ser, y una ya no sabe cuánto podrá soportar, aflora la necesidad de que el poema sea ese 'lugar donde todo sucede' del que hablaba Pizarnik, ese espacio donde se puede ser sin la atadura del sentido, de lo contingente, donde se pueda amar sin condiciones, donde se pueda soñar una curación".

Fiel a esta idea, la autora se desangra en poemas con apenas referentes, que en ningún caso son lugares. De hecho, Escena del primer verano transcurre literalmente en un "nolugar". La poeta renuncia incluso a fijar el personaje desde el que habla, cuya identidad se va desplazando al mismo tiempo que los referentes: "Te sostengo / no es mi cuerpo quien te acoge / ―una anciana me entrega el fuego / como una ofrenda". O, en otro momento: "ayer soñaba / y eras yo / ese pájaro".

Solo sirven de brújula las emociones, que oscilan entre la alegría y el miedo. A veces se vale de símbolos, como el caballo ("en tu interior un caballo cruza / una gran pradera / y se hunde"). También el insecto ayuda a enfatizar la aparente gratuidad de la ternura: "la mujer recoge al insecto / herido / pequeño para sus dedos / inútil salvamento / lo acaricia".

Julieta Valero, que firma el epílogo y que instintivamente tiende a ayudarnos a contextualizar, afirma que a las mujeres las han instruido para sofocar la ira, la emoción del título. Nos informa también, eludiendo el patetismo, del calvario de criar una hija enferma en el que vive la poeta, que sin embargo parece decidida a que sus palabras no solo la sostengan a ella, sino que se sostengan solas: "Bien dicha la palabra Amor / funde los metales / y los convierte en luz".

Cuaderno de Cabo Verde

Melchor López

Ediciones del Pampalino (2021)

Asomado al balcón, / observo el ancho Atlántico / sumido en su indolencia / impropia de un dios tan antiguo: / atiborrada bestia / de mitos y naufragios

Es este Cuaderno de Cabo Verde el poemario impar de un poeta impar, el tinerfeño Melchor López (1965). En doce piezas consigue trasladarnos lejos de todas las bambalinas de la civilización, las que estamos acostumbrados a que enmascaren la realidad más dramática. En esta isla remota "se confunden las huellas, / humanos y animales, / hermanos, inocentes, / en una misma danza".

Podríamos decir que el libro contiene un solo poema épico dividido en episodios diferentes. El clima empezamos a experimentarlo en el tacto físico del objeto, envuelto en cubiertas de cartón crudo. La puerta de entrada es una invocación paródica, al estilo de los cronistas coloniales: "Yo, Melchor López, / descendiente de un Mendes portugués, / natural de los Silos, Tenerife, / y criado en la Isla Baja, / platanar del poniente fértil, / me autoproclamo aquí, en la ciudad de Praia, / […] el primer escritor de Islas Canarias / en voluntario exilio…".

Las rapsodias restantes oscilan entre la descripción del encuentro con un poeta local o la posibilidad de que "un negro / protegido del sol, / a la sombra uniforme / de una acacia / que entierra sus raíces / en las arenas multi- / contaminadas de Gamboa" encuentre un mensaje importantísimo en una botella y no sepa descifrarlo porque es analfabeto. López también homenajea a los revolucionarios presos y a los remos, que le parecen símbolos de un paisaje costero, el de la Macaronesia, que hermana a Canarias con Cabo Verde y a la vez con las Azores, Madeira e islas Salvajes: "Un remo junto al otro, / dos largos remos: / un emblema insulano".

Sonidos que calman

Sonidos que calman

Es este cuaderno un poemario, en fin, tan excéntrico y exótico como humano y auténtico hasta en sus ensoñaciones: "Si en mitad de este paisaje apareciera un dios, lo haría despojado de toda gloria; si apareciera un rey, lo haría emporcado de heces; si apareciera un sabio sería un diógenes escandaloso: Si en medio de este paisaje ―hermoso como toda la tierra pobre del hombre― apareciera un poeta, le arrancarían la lengua antes de que profiriera el primer verso".

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Arturo Tendero es periodista y poeta. Autor de 'El principio del vuelo' (Páramo, 2022) y de 'Viaje a Nemiña y a la Castilla mística' (La Siesta del Lobo, 2022). Estas reseñas y otras más pueden encontrarse en su blog 'El mundanal ruido'.

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