La fe despiadada, de Alan Parks

Un mayo funesto   

Alan Parks

Editorial Tusquets (2024)

                                                                                    

"¡Que los ahorquen! ¡Que los ahorquen!". Aullidos y clamor. El grito horrísono de una multitud a las puertas de los juzgados de Glasgow el 20 de mayo de 1974, lunes. Justicieros o "el gobierno de las pandillas". Piden linchar a tres jóvenes detenidos al poco de incendiar una peluquería. La creían vacía. Sin embargo, las llamas carbonizan la vida de tres mujeres y dos niñas vestidas de comunión. Las adultas, entre ellas la limpiadora del local, "eran mujeres normales, pero merecían justicia". Adversativa clasista. La muerte de las dos pequeñas potencia la atrocidad: "Con jovencitas muertas… no se respeta el código de honor de los maleantes". Los chicos arrestados no acaban en la cárcel. Durante su traslado a prisión, un camión choca contra el furgón policial. No es accidental, sino deliberado para liberar al trío pirómano, "adolescentes sin dinero y sin un lugar adonde ir". Su único valor, "ellos mismos".         

Esa misma fecha, un viejo conocido de Harry McCoy, Ally el Sucio, fallece después de caer del tejado de un hogar de acogida para ancianos solteros. Intermitentes, ahí pernoctan unas sesenta personas. "Cerebros humedecidos" los llaman. Dedicado a la venta de revistas pornográficas, el personaje precipitado "se relacionaba con mala gente": proxenetas. Un día más tarde, encuentran el cadáver de una chica de quince o dieciséis años, en la estación término, sobre la tierra de un cementerio. Estrangulada. "La indignidad de la muerte expuesta a la vista de todos. Y siempre la misma mirada en aquellos ojos. Algo parecido a la resignación ante el propio destino". Joven y guapa. Adjetivos para descifrar con urgencia las causas de su desgracia. "Los periódicos le prestarían atención, la gente se interesaría". La muerte desiguala como la vida.

A sus treinta y dos años, McCoy conoce las raíces de lo divergente. Su madre lo abandonó. Su padre, "condenado por negligencia infantil en innumerables ocasiones", absorto por la ebriedad, no lo reconoce cuando se rozan. Harry deambuló por hogares infantiles sin ternura y encalleció su adolescencia en la calle. Ni el alcohol ni las drogas le son ajenos. Los antecedentes de un policía atípico, implacable y áspero. "Los muchachos que se crían en centros de acogida siempre tienen algo que no encaja… no te puedes fiar de ellos". Ha desembocado en las avenidas del orden tras merodear por los rincones del crimen. Incómodo en ambos ámbitos, ha codificado una heterodoxia particular para defender a quienes carecen de fortuna, la económica y la azarosa. 

Después de cuatro semanas en el hospital por padecer una úlcera sangrante, Harry McCoy se guía por la voz del instinto, desoye la prescripción de los médicos. Convencido de que esas muertes son una secuencia, se involucra en una febril búsqueda contra su salud y las horas. Un vértigo aderezado con lluvia, tabaco y barra de pub. "Quería beberse sus recuerdos y a su padre. Beberlo todo".   

Dinero, Iglesia y fertilidad. Eslabones de una cadena de mafia, fanatismo y vientre pobre que, hace cincuenta años, ni se alquilaba ni se subrogaba. Se preñaba con impostura y soberbia. El fecundo corrupto, un "fanático religioso", allegaba libras para construir una capilla, promovida por un cura que afanaba méritos para encasquetarse la mitra episcopal. Mercar la respetabilidad sin desollarse la sombra criminal. "Recaudabas dinero, te comportabas como un buen chico y la entrada en el cielo estaba garantizada". Versículos del Éxodo hacinados junto a algún cadáver: "Quemadura por quemadura, herida por herida, corte por corte".  

La riqueza yerma, la penuria feraz. Un complemento aparente, una colisión necesaria. La esposa del hampón de Royston Road, el barrio de Glasgow "donde vivía la gente que no podía permitirse vivir en otro sitio", cree comprar lo imposible por veinte monedas. Fuego estéril. No sembró el baldío, pero sí roturó sus entrañas hasta gestar "que su vida nunca fuera feliz, que bebiera hasta morir sumida en una espiral de culpa y odio a sí misma". La dignidad de los desclasados, el estamento de Harry McCoy. El hueco donde se afincan la mayoría de los casi cincuenta personajes de Un mayo funesto.

Su victoria, averiguar la verdad. Extraerla del vertedero. Un triunfo con trazas de derrota para el policía. Sus maneras de investigador autónomo, sabueso por cuenta propia y alejado de la cadena jerárquica, cimentan la sensación de manos vacías. McCoy casa los hechos, todo cuanto ocurrió. Desentrañado lo complejo, carece de pruebas, el sustento básico de los detalles. Desdeña a los linchadores, pero deplora más aún la impunidad. Le exaspera. Comprensivo con los endebles delincuentes que habitan los límites, no perdona a quienes tronchan a los frágiles marginados. Actuará con discreción, "la parte más importante de la valentía".       

Glasgow. "No es Chicago", pero sí una "ciudad cada vez más dura". Eran los setenta del siglo pasado, con una crisis energética que desangraba el mundo a borbotones. Harry McCoy, de niñez y pubertad desmochadas, "se alegraba de no ser joven en ese momento. No tenía claro de si sería capaz de sobrevivir". Con un itinerario plagado de revueltas y meandros, esquinas y chaflanes, este hombre quebrantó la naturaleza y adquirió la solvencia personal. Reconstruirse. Lo consiguió antes que la mayor urbe escocesa, la suya. Glasgow's Miles Better (Glasgow sonríe mejor). Eslogan para seducir a inversores y turistas, iluminó la década posterior, los ochenta. Fue metrópoli del capital y de la cultura, incluso.   

El último asalto a la felicidad de Bascombe

La Glasgow de las cinco novelas de Alan Parks, una por cada mes de 1974 (Enero sangriento, Hijos de febrero, Bobby March vivirá para siempre, Muerte en abril y, claro, Un mayo funesto), la delimita el subgénero tartan noir. Una etiqueta imputada a James Ellroy, que deriva de una tela escocesa a cuadros. El creador de McCoy la considera una división comercial. Englobar. Las escabrosas narraciones escandinavas obtuvieron la marca nórdica. El antecedente de Tartan noir, o la novela policíaca de Escocia, sería El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Robert Louis Stevenson lo escribió en 1886. El cedazo del bien y el mal, la criba del alma bifurcada. Frente a lo detectivesco inglés, con la paradigmática Agatha Christie, los antihéroes escoceses, como McCoy. Entreveran sus devaneos interiores, el desnorte casi, con su concepto personal de equidad. Quizá no sea un atributo singular de estos novelistas británicos. Al inspector Jules Maigret, hijo del belga Georges Simenon, le torturan dilemas parecidos con los transgresores atribulados. Por ejemplo. 

Con estudios de filosofía moral, Alan Parks acaba de publicar en inglés los tormentos de Harry McCoy en junio, To Die in June: la desaparición de un niño, una secta, envenenamientos y más corrupción. Y ha terminado las peripecias de este policía en julio. Ningún mes de calma para el espíritu de este personaje nacido y criado con desamor, que prefiere la justicia en carne cruda y sorber la vida con largos tragos de soledad. Fe propia.          

* Prudencio Medel es periodista.

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