Los libros

El franquismo era cruel y más feo que Picio

Alfons Cervera

Los enanos

Concha Alós

La navaja suiza (Madrid, 2021)

Nadie ha entrado nunca en esta casa y nosotros apenas si hemos salido.

Sònia Hernández en 'La quietud de metal'

Hace unos meses volví a Los enanos, la novela de Concha Alós. Año I antes de la pandemia. Estaba escribiendo sobre libros que me habían marcado desde la adolescencia. Entonces leía sin que nadie me dijera lo que era bueno o malo. En mi casa no había libros. Ni biblioteca en Gestalgar, mi pequeño pueblo de la montaña valenciana. A mucha gente nos salvaría luego el Círculo de Lectores. Pero en aquellos años primeros no existía esa maravilla de poder comprar los libros a plazos y, encima, que te los llevaran a casa. Leía a salto de mata, como más o menos íbamos viviendo en aquellos años del hambre. El ejemplar de Los enanos se me deshacía en las manos. Estaba descuartizado, como si hubiera caído en las manos criminales de un asesino en serie. Una edición de Libros Reno. Qué difícil resultaba leer en aquella ediciones. Letra apretada para ahorrar páginas. Pero qué papel más extraordinario jugaron el Círculo y la colección Reno, también la editorial Molino, para que gente sin recursos pudiera acceder al bien común de la lectura. Y cómo olvidar las novelitas del Oeste, del FBI, de Ciencia Ficción: lo que más leía entonces. O las que para chicas, como se decía, escribían mujeres y también hombres que no se ocultaban bajo atuendos de mujer, como ahora han hecho tres fulanos para pitorrearse de todo dios y repartirse una pasta gansa a cambio de quitarse los disfraces. ¡Qué vergüenza!

Decía que hace meses volví a la novela de Concha Alós y me dije enseguida —con más conocimiento de causa que la primera vez— que si no era la mejor novela española del siglo XX, le faltaba poco. Pueden pensar que exagero. Pero allá cada cual con sus gustos más o menos impuestos por el mercado. O por el Canon, que más o menos viene a ser lo mismo. Mi fuente de información no es el mercado. O, al menos, intento que lo sea en un porcentaje muy escaso de mis compras. Mi fuente de información es el consejo de amistades en las que confío, el riesgo de entrar en una librería y salir con un libro que has encontrado lejos de la entrada, que es donde suelen exhibirse los más vendidos, o los más promocionados. Hasta hace unas semanas, ustedes no hubieran podido encontrar Los enanos en ninguna librería, si esa librería no era de las que venden libros de segunda mano. Ahora ya pueden ver esa novela, espero que en todas partes, porque La Navaja Suiza la acaba de publicar en una edición tan cuidada, tan preciosa, como todas las suyas. Y evidentemente, seguir con los libros usados, que tanto ayudan a reencuentros felizmente inaplazables.

La escritora Concha Alós nació en València en 1926. La infancia la pasó en Castellón y con su familia se trasladó a Lorca para buscar espacios más apacibles (si eso era posible) en medio de la guerra. De ahí saldría su novela El caballo rojo. En 1962 presentó Los enanos al Premio Planeta. Lo ganó, pero dijeron que ya la había comprometido con Plaza y Janés y se lo quitaron. Al año siguiente lo ganó sin excusas con Las hogueras. Muchos años después la volvió a editar Recalcitrantes, la pequeña editorial (grande, como todo lo pequeño) que dirigía Noelia Adánez. Estudió Magisterio —como casi todas las mujeres que entonces podían estudiar—, se casó con un jerifalte del periodismo franquista y se fue a las Baleares con su marido. Allí formaría pareja (¡oh, escándalo!) con un joven Baltasar Porcel y viviría en Barcelona hasta su muerte. Dicen las malas lenguas (o las buenas) que no sólo traducía al castellano las novelas de Porcel (¡cómo lo odiaba Juan Marsé!), sino que las mejoraba. Murió en 2011, en el más absoluto anonimato. Apenas unas líneas en algún periódico y, según pequeñas crónicas del momento, la presencia de Maria del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany en su despedida. Las palabras del escritor, y uno de mis grandes amigos, Biel Mesquida: “Su muerte marca el final de una época”.

Se publicaría Los enanos en 1963. Fue recibida con extrañeza. Demasiado dura para ser escrita por una mujer. Tremendista, la llamaban. O algo parecido. Vidas que se cruzan en la pensión Eloísa. Sueños que como casi todos los sueños en los tiempos oscuros serían sueños rotos. La historia transcurre en 1960, justo cuando se está celebrando el juicio contra el nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. La banalidad del Mal. Tantos años después el libro de Hannah Arendt se sigue utilizando por los artistas del cinismo para convertir al monstruo en víctima. Aquí en España, sin ir más lejos. Esos de la equidistancia y el revisionismo histórico. Qué cruz. Qué manera de pegar la paliza con Chaves Nogales. Les sirve a los del punto medio para equiparar los “terrores rojo y azul”. Ni blanco ni negro: gris. Los imagino, a esos artistas, haciendo equilibrios en ese punto medio, con una pierna en el aire y la otra a pie firme, como si estuvieran jugando a la rayuela. Me parto de la risa. En fin, que me lío y yo quiero hablar de una novela imprescindible que se titula Los enanos. Y de su autora, una escritora igualmente imprescindible a la que casi nadie conoce porque la borraron del mapa con premeditación y alevosía y se llama Concha Alós.

La censura castigó muchas veces sus novelas, lo mismo que a muchas de sus contemporáneas, como Carmen Kurtz, otra de las grandes olvidadas por la literatura canónica. Consideraban a Concha Alós demasiado violenta, demasiado procaz en su lenguaje, demasiado avanzada para su tiempo. Una de las novelas suyas que más me gustan (La Madama) sufrió numerosos cortes y cambios según los informes del escritor, censor y crítico literario en ABC, Antonio Iglesias Laguna. Lo recuerda, en un texto magnífico sobre la censura, la profesora María Álvarez Villalobos: “La escritora, para Iglesias Laguna, por ser mujer no puede ser realista, no puede poner en boca de sus personajes y narradores exabruptos ni expresiones groseras, porque no le va el uso del lenguaje crudo”.

Todo es desolación en las páginas de Los enanos, a ratos difícil de soportar esa desolación, la sordidez de la Pensión Eloísa (“Por la ventana entra una luz sucia como un trapo blanco y mojado que ha rodado mucho por el suelo”) y de sus inquilinos. Las palabras, la sequedad del lenguaje, los asuntos que aparecen en la novela: el engaño, la miseria, los amores embrutecidos por el interés económico, la pederastia, la homosexualidad, el aborto, sí, el aborto en una sociedad hipócrita, el mismo que luego trataría en Los cien pájaros y ahora lo describe magistralmente en una escena terrible: “… sigo sin encontrar gracia a los niños. Todos son iguales para mí. El mío, que se convirtió en un río de sangre, hubiera sido el único capaz de despertarme”. El tremendismo en el amargo monólogo de María, una de las hospedadas en la pensión: “A veces, cuando vuelvo de noche a esta ratonera donde vivo; cuando vuelvo cansada del trabajo, con la ropa arrugada y un sudor pegajoso bajo las axilas, me miro en el espejo. Y me veo fea. Entonces me arrancaría la cara a puñados. Con las uñas me la arrancaría. Iría por ahí con la calavera, con el hueso y los jirones de carne colgando. Que el horror los ganara a todos. Que me cogieran a la fuerza y me enterraran. Para siempre”. O poco después: “Me he escapado de mi vida. Soy una figura pálida que no tiene futuro ni presente, sólo pasado. Eso es lo que tengo en común con estas gentes que viven en la pensión: ninguno vivimos el presente. Todos vivimos un pasado. Somos ratas que no pueden escapar de la negra cloaca para mirar la luz”. El sudor de sus personajes se mezcla con los chillidos y el pelaje asqueroso de las ratas. Escribe Constantino Bértolo sobre la mirada de Concha Alós: “Lo que la hace distinta, su diferencia específica, es una alta capacidad, literaria, para poner de manifiesto acaso la característica más profunda y germinal del franquismo: su fealdad. Su fealdad civil, moral, individual y colectiva”. Las cloacas en las que vivía según qué gente en los tiempos dorados de la dictadura, tan admirados por las derechas en este país al que tanto le cuesta profundizar en la memoria democrática y antifascista.

Vuelvo a la primera página de la novela, a esa cita que luego se repetirá en una de las últimas: “Somos enanos rodeados de enanos, y los gigantes se esconden para reírse… Enano el viejo, el débil, el enfermo, el compasivo y el sentimental. Todos enanos. Todos vencidos por algo superior a ellos, más fuerte que ellos, más grande. Algo que, a veces, anida en su propio ser formando parte de su espíritu”. El gigante, lo dice unas líneas más abajo, es el mundo. Y antes había dicho que el destino —otro de los gigantes— marca esas vidas que se cruzan en la Pensión Eloísa con los chillidos y la piel áspera de las ratas. Miren lo que escribe la profesora Lucía Montejo Gurruchaga en el primer texto que sobre Concha Alós encontré en internet hace unos años: “Los enanos inscriben de lleno a nuestra autora en la literatura de testimonio en un mundo de humillados incapaces de elevarse por encima de su miseria”. La humillación de las derrotas. La guerra tras la que no llegó la paz sino la victoria. Algunos siguen viviendo de esa victoria. Otros escribimos para que de una puñetera vez se la coman con patatas los herederos de los vencedores.

Los ojos vendados de la desmemoria

Los ojos vendados de la desmemoria

Aquellas viejas páginas de Los enanos están ahora descuartizadas, ya lo dije al principio: llenas de subrayados, de signos de admiración, de frases que he ido escribiendo al margen de algunos fragmentos memorables. Hace ya muchos años de aquella primera lectura. Ahora tengo aquí la bellísima edición que acaba de salir a las librerías. Y la vuelvo a subrayar. Porque cada lectura es como si fuera la primera. Ahí la magia, la perplejidad del conejo multiplicándose en la chistera del mago. No sé quién se acuerda de Concha Alós. Yo sí. Siempre recordé sus novelas. Cuando murió, en el mes de agosto de 2011, estaba enferma de Alzhéimer. Lean las novelas de esta escritora necesaria. Aunque la hayan borrado del mapa, como se borra todo lo que provoca malestar a las almas cándidas que se alimentan de la escritura pálida, vacía de conflictos, sin nada dentro que no pueda consumirse con las tostadas y el zumo de naranja en el desayuno de la mañana. La escritura de Concha Alós es otra cosa. De lo mejor que podemos descubrir en nuestra literatura contemporánea. Si no lo mejor. Aunque no aparezca en las listas de éxitos ni en los índices del Canon literario. Si ustedes leen Los enanos y no les gusta, les juro que yo mismo les devuelvo la pasta. De verdad se lo juro. De verdad.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).

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