El rincón de los lectores

Ioana Gruia, la escritura como refugio y como conocimiento

La escritora Ioana Gruia.

Teresa Gómez

La luz que enciende el cuerpo

Ioana Gruia

Visor Libros (2021)

Ioana Gruia no escatima esfuerzos para conocerse y hacerse conocer y, por ello, se ha negado a permanecer encerrada en ningún compartimento estanco de los propuestos por los géneros literarios y/o artísticos. Así ha dejado fluir sus emociones y sus recursos expresivos a través de imágenes y música que encontró en el cajón de la poesía; pero también ha abierto el cajón del relato y ha encontrado poesía e historias; y ha abierto el de la novela y ha encontrado historias y dolor; y el del ensayo donde estaban los maestros y el pensamiento.

Muestra de esta afirmación son sus obras: El sol en la fruta (poemario, 2011), La vendedora de tiempo (novela, 2013), El expediente Albertina (novela, 2016), Carrusel (poemario, 2016) o este La luz que enciende el cuerpo, su último libro de poemas recién publicado por Visor y que ha sido Premio de Poesía Hermanos Argensola 2021.

El libro se abre con una selección de mujeres de Hopper, mujeres con las que su voz poética dialoga sobre feminismo, sobre género, sobre equidad y sobre tantos temas que le inquietan. Ha elegido entre las mujeres de Hopper aquellas que encontramos más ensimismadas, más pensativas, mujeres urbanas, solas, aisladas por la vida moderna, incomunicadas. Mujeres que están en su habitación, en su espacio privado, en momentos cotidianos de su cotidiana vida, que miran, no sabemos si con nostalgia, con curiosidad, con prevención o miedo directamente hacia el exterior, hacia el espacio público.

Le ha dado la vuelta a las mujeres de Hopper, objeto pasivo de la mirada, porque la mujer que nos presenta no es la que permanece estática dejándose observar, sino todo lo contrario, es la que observa; ha prestado a estas mujeres emoción, reflexión, conocimiento, belleza y pasión.

Quizá sumergiéndonos en sus versos podamos entender cuál ha sido el mecanismo de seducción por el cual ella, una mujer social y triunfadora, se ha sentido tan atraída por estas mujeres solitarias y melancólicas hasta el punto de sentirse identificada: "Esa mujer soy yo", y en otro lugar, "ojalá yo habitara en este cuarto,/ojalá fuera yo la que se inclina/ detrás de unas ventanas en la noche". No solo muestra su deseo: "Yo siempre quise ser/ una mujer de Hopper". Sino que incluso las mujeres de Hopper quieren ser ella: "Esta mujer soy yo. No la conozco,/pero ella en cambio me recuerda siempre,/la visito en los sueños y me añora". Establece un diálogo intertextual (icono/textual, habría que decir) conjugando códigos lingüísticos y códigos icónicos para invitarnos a disolver las fronteras de los géneros artísticos.

La mirada de Ioana Gruia sobre las mujeres de Hopper ha logrado la vinculación máxima que quizá este pretendiera en su obra, la intromisión del espectador en su propio cuadro como parte de su obra de arte. Su obra no estaría completa hasta lograr que el espectador entre dentro del cuadro constituyendo así una unidad representativa.

La segunda parte del libro, cuyo título coincide con el título del propio libro La luz que enciende el cuerpo, aún conserva la resaca que han dejado en su poética las mujeres de Hopper, el juego de luz y tinieblas, las ventanas en la noche, la reivindicación de la cotidianidad, la mirada melancólica, lo que pudimos ser y lo que somos, nos dice en uno de sus versos, pero aquí la mujer cobra vida a través de una voz poética decididamente erótica donde la celebración del cuerpo y del placer acentúa la fuerza de su feminidad, alcanzando su auténtica plenitud a través del "otro" al que convierte así en una luz salvadora frente a las tinieblas —como ocurre en los cuadros de Hopper que necesitan del espectador para completarse—. La voz poética es a su vez protagonista y observadora expectante.

Y si en el primer poema de esta segunda parte, Salvavidas, la mujer cobra vida a través del cuerpo, "baila Natasha" constituye un auténtico himno feminista: la reivindicación del goce del sexo y la sensualidad femenina también en el lenguaje, la salvación a través del deseo, la necesidad de desconfiar del canon y el discurso heredado para construir nuestra propia identidad femenina, impulsándonos a desmitificar la tradición rompiendo con los estereotipos en torno a la feminidad: "Baila, Natasha, asume/ que cierta historia lleva a tu derrota,/ que habrá tal vez que reinventarse el baile".

El libro se completa con La música secreta, Parque interior, Canciones y La casa de mi piel.

Tal como ella confiesa: "Hay una música secreta/ que organiza mi vida", su libro está cruzado por una música contrapuntística capaz de hacer sonar armoniosamente voces antagónicas: sombra/luz, oscuridad/fuego, fracaso-desencanto/ deseo… Y es que, aunque es fácil dejarse seducir por la mujer vital, risueña, apasionada y bulliciosa que encontramos en Ioana, poco a poco vamos descubriendo el vértigo que le causa asomarse al vacío, el desamparo, la angustia y el desarraigo agazapados tras su luminosa sonrisa, porque su voz, como su persona, es poliédrica. Es posible que no pudiéramos hablar de auténtica poesía si nos hubiera ocultado la tensión que generan todas estas aristas de su personalidad. Sus poemas revelan una verdad inquietante que cae sobre nosotros golpeándonos. Dejan al descubierto la cicatriz de una mujer herida que arrastra la tradición poética y narrativa desde la antigüedad clásica hasta nuestros días irradiando una fuerza atávica y telúrica que emana de los lejanos territorios que ya comenzaran a conquistar mujeres como Hipatia o Safo de Alejandría. Atesora esta fuerza enigmáticamente trenzada con una fragilidad extrema hasta ser capaz de construirse una habitación propia.

Una habitación propia en la que se habla español. La música, las imágenes, las ideas y las emociones le asaltan en español, tal vez porque ya lleva veinte años construyendo su identidad compleja en esta lengua —o quizá habría que decir sus identidades—, amando, y amando la literatura en español. Pero en su español vibran acentos y matices que nos llevan desde Bucarest a Granada, desde París al Río de la Plata, volviendo siempre a Granada donde la poesía se respira con el aire, y el aire lleva el aliento cosmopolita e intergeneracional de los poetas, músicos, filósofos o cantautores que acompañan su periplo vital y literario: de Luis Rosales, Ángeles Mora o Luis García Montero a Rosa Berbel; de Tolstoi, Pavese, Proust o Virginia Woolf a Bob Dylan; de Ángel González, Caballero Bonald o Margarit a Víctor Manuel.

La luz que enciende el cuerpo es un libro sensual, lleno de piel y de cuerpo: un cuerpo hecho de piel y pensamiento, donde habitan las contradicciones que nacen de la reflexión y la intuición —si no es una dicotomía inútil este tipo de afirmación—. En todos y cada uno de sus versos, con el sencillo recurso de su autenticidad radical, logra que sus lectores sientan el gozo de vivir, nos sumerge en el misterio poético arrullados por la musicalidad que emana de un experimentado manejo de los recursos rítmicos, la rima interna, la alternancia de metros que saben convivir; el hecho es que consigue hacernos creer que todo aquello que nos está contando, lo hemos sentido en nuestra propia vida. O como ha dicho Luis García Montero en la contraportada "su verdad forma parte de nuestra verdad".

Poetas de culto, de tierra y mar

Poetas de culto, de tierra y mar

Quizá este libro sea un enorme y sincero ejercicio de invocación a través de esplendidos y conmovedores poemas donde Ioana confiesa su vocación más profunda: "Enséñame del mundo y del amor/ la pura intimidad, aquel conocimiento/ donde navegan juntas la razón y la piel".

El poemario se cierra con un epílogo, Las formas de las nubes, una conmovedora confesión formulada a su hija de un sencillo deseo para el futuro, un canto de esperanza alzándose sobre todas las demás emociones que lo pueblan.

Teresa Gómez es licenciada en filología hispánica y poeta. Su último libro publicado es "La espalda de la violinista" (2018).

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