Un mundo con olor a rata

Persianas metálicas bajan de golpe

Marta Sanz

Anagrama (2023)

— Por cierto —le dijo—, ¿quién eres? — Una nopersona — contestó Jason.

Philip K. Dick en 'Fluyan mis lágrimas, señor policía'

Como no tengo ni idea de lo que es un algoritmo, fui a internet. Me tragué cantidad de definiciones y no me enteraba de nada. Finalmente di con una solución mágica. Había un apartado que explicaba lo que era un algoritmo "para que lo entiendan los niños". ¡Bieeennn! Aquí está esa explicación: "Un algoritmo es, en el contexto de la programación, una serie de indicaciones establecidas y ordenadas que se programan en una computadora para solucionar un problema, ejecutar un cálculo o desarrollar alguna tarea". Puta madre. El Nobel de la claridad narrativa se merece quien ha hecho esa versión para niños de lo que es un algoritmo. Ni siquiera James Joyce había llegado tan lejos con su Finnegans Wake. Me imagino a la tropa de críos que sale en El pueblo de los malditos o La cinta blanca buscando al menda que ha cometido tal crimen contra la infancia, por más que esa infancia sea, ahora y moviéndose entre esos lenguajes, una auténtica especialista en la materia. Así que, ante tamaña perspectiva, me hice el valiente y entré a ver qué hay detrás de esas Persianas metálicas que bajan de golpe, la última novela de Marta Sanz. A ver.

El lenguaje del ruido. Estés donde estés y te muevas por donde te muevas: lo de siempre, sólo que dicho de otra manera por una escritora cuyo nombre hay que escribirlo en negrita. Sabe Marta Sanz de esos lenguajes, de cómo actúan sin que se les arrugue una sílaba, de la crueldad con que la última tecnología se ceba en lo que quedaba de lo humano antes de que la dictadura del algoritmo le retorciera el pescuezo a la autonomía libertaria de la política. El mundo se ha convertido en un territorio minado contra la insurrección. Ya nada, ya nadie se enfrenta a los designios delirantes de la máquina. No se trata de ese jukebox al que se refiere Eudora Welty en su relato Powerhouse —como muchos de los suyos llenos de gente que se parece a los fantasmas—: "Máquina, te pido por favor que toques Empty Bed Blues, y dejes cantar a Bessie Smith". No, no suena esa canción ni otras parecidas —tal vez la de El tercer hombre, no sé— en las páginas de una novela que empieza, ya en su primera línea, con una advertencia: "Limpia es la palabra con la que no puede empezar ningún poema". Una advertencia en la primera línea. O una amenaza. A ver a lo que te atreves a partir de ahí. A ver a qué te atreves.

Los métodos de la opresión han cambiado. El aire es un charco de mierda. La soledad, un rayajo de amor dejado en la madera vieja de un reloj suizo antes de saber que el reloj no era suizo sino que lo habían inventado en los bosques luminosamente sombríos de la Selva Negra. El fraude de un tiempo que se las da de nuevo como si no supiésemos que hay engaños que son más viejos que la tos. La palabra se funde antes de alcanzar el grado cero de la escritura y entonces para qué la poesía, como se decía a sí mismo esa carnaza para el olvido que está siendo el pobre Roland Barthes. El amor romántico se fue a buscar su música en paraísos fiscales y lo que nos deja es un vacío crepuscular en el que se mezclan lo que va quedando del corazón y la chatarra. Vuelan drones del bien y del mal y se ponen a proteger madres e hijas, como ángeles de la guarda dispuestos a pegar espadazos a quien se atreva a perturbar los sueños de sus protegidas. La luz de la superficie es la sombra con olor a rata que surge del Subestrato y ahí entrará un día a saco la corbella de la revolución. Estamos en Land in Blue, ese país mágico en que no en "todos los lugares anochece a la vez", con la música de George Gershwin haciendo bailar melodiosamente a la numerosa concurrencia, como la de Richard Strauss en una película de Stanley Kubrick de la que, aunque digan que sí, casi nadie entiende nada. "Dos fuerzas en el mundo, el pasado y el futuro", escribe Don DeLillo en En las ruinas del futuro. Y siguiendo ese itinerario, lo que le contesta una hija airada a la madre: "Pero ¿qué me vas a enseñar a mí que yo no sepa? Anda, tira, que no sabes ni descargar una aplicación". Es lo que hay. El futuro de las soledades infinitas. De los compartimentos estancos. Cada cual en lo suyo. Cada cual en su celda cerrada a cal y canto por los fanáticos guardianes del algoritmo.

Las persianas metálicas, antes de caer de golpe, nos dejan ver y escuchar películas y músicas que se mezclan sin miedo a que ese mestizaje maree las sinuosidades de un relato que fascina, y más aún si eres un negado en materia tecnológica como es mi caso: Lars von Trier, Pasolini, Agustí Villaronga y sobre todo Roberto Rossellini y su Alemania, año cero. "Hay muchas formas de vivir una guerra", dice Flor azul cuando ve cómo se mata el niño Edmund. Y saca lo que se dice en la inmensa película del realizador italiano: "Los débiles deben perecer para que los fuertes sobrevivan". Eso viene de 1948 y es como si viniera de ahora mismo. Y sin miedo ninguno, también, a la hora de componer su banda sonora: de Mozart a Nino Bravo y Amy Winehouse en los platos magnéticos de un Dj cibernético que va a su bola, como van a su bola las escrituras que salpican esta historia sin freno ni concesiones a liturgia de ninguna clase: Hermann Hesse, Joyce y Alfonsina Storni van por libre, como más adelante lo harán Orham Pamuk y Dorothy Parker. Y en medio, como no podía ser de otra manera en las historias que cuenta Marta Sanz, la desigualdad que es la imagen de marca de un sistema al que llaman neoliberal como si fuera fácil engañar a una precariedad cada vez más en lo alto de nuestra lista de estafas en una democracia hecha unos zorros: "No hay drones para todo el mundo y el pluriempleo está a la orden del día".

"El artista tiene el deber de evocar lo escondido", dice Michael Haneke en Haneke por Haneke, un magnífico libro de entrevistas con el cineasta austriaco—alemán. Pues eso es lo que viene haciendo Marta Sanz en sus libros desde hace muchos años. La literatura que no cuenta nada, la que sólo cuenta lo que flota en la superficie de las cosas, está de moda. Y peor aún: lo que está más de moda es aprovechar la ficción para inflarse a contar mentiras. Menos mal que hay escrituras como la que acabo de contar que nos salvan de la quema. Después de leer Persianas metálicas bajan de golpe sigo sin saber lo que es un algoritmo y sin saber descargarme una aplicación. Y sin embargo, he gozado lo que no está escrito leyendo esta novela fascinante. Si su caso es parecido al mío, no se den por vencidos antes de tiempo. Si son ustedes creyentes y están dudando si leer o no esta historia porque van todavía a pedales por el universo de las nuevas tecnologías, hagan como muchos futbolistas antes de empezar el partido: santígüense y echen palante. Y si ustedes sólo creen en lo que se puede tocar y coser a besos o a bofetada limpia, pues adelante con los faroles y antes de que bajen las persianas de esta ficción que para nada miente adéntrense en una literatura que es de lo más decente que podemos encontrar entre las escrituras contemporáneas.

Ayúdame a superar la noche

PS. Podría haber dicho que esta novela cuenta una historia distópica. Pero como no sé lo que es eso, he preferido no escribirlo para no meter la pata. Igual lo que dice Miki en su sala de momias infantiles tiene que ver con eso de la distopía: "Solo lo ausente tiene valor en Landinblú y todo lo que nos rodea está ya muerto". O ese parte meteorológico que se repite varias veces a lo largo de la historia: "Hoy no llueve y mañana tampoco lloverá". Si nada de eso tiene que ver con lo distópico, disculpen ustedes mi torpeza. Lo único importante, al fin y al cabo, es que disfruten con la lectura.    

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).

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