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Rafael Chirbes: el escritor como trapecista

Fernando Valls

Diarios. A ratos perdidos 3 y 4

Rafael Chirbes

Anagrama (Barcelona, 2022)

 

Esta segunda entrega de los diarios de Rafael Chirbes transcurre durante solo dos años, 2005 y 2006, cuando cuenta 57 años y empieza a sentir una cierta decadencia física, pues reconoce que no se ha cuidado, que bebe, fuma, que a veces se excede con la comida y el alcohol, además de padecer insomnio y vértigos crónicos, que ya nunca lo abandonarán. A la vez, lucha a brazo partido por acabar la que al fin y a la postre será su, hasta entonces, mejor novela, Crematorio, publicada en el 2007, con la que obtuvo el Premio de la Crítica, su primer gran reconocimiento. El caso es que esta nueva entrega resulta más melancólica y meditativa, más –digamos— reflexiva, pero igualmente lúcida y crítica. Así, por ejemplo, las páginas sobre su familia y sobre su infancia (página 170-174) son excelentes, como también aquellas en las que se ocupa del amor (página 183-185). En conjunto, me parece tan extraordinaria o más que la primera.

Cuando se acerca a los sesenta años, Chirbes mantiene el deseo de gustar, de atraer a otros hombres, pero es consciente de que cada vez le resulta más difícil. A pesar de ello, no escasean las relaciones sexuales, aunque quizá no las amorosas. Se define como un solitario, reconoce que vive aislado, y el traslado a Beniarbeig, con Paco, quien había sido su amante en Extremadura, no ha hecho más que acentuar esa sensación de soledad.

Las artes, la visita a los museos de las ciudades a las que viaja (me quedo con las páginas que le dedica a Nueva York, París y Berlín: la historia de su estancia en la residencia de escritores del Wannsee se la oí contar, casi en los mismos términos, de viva voz), casi siempre por encargo de la revista Sobremesa, en la que se ganará la vida hasta que la abandona, tal y como aquí se cuenta, la literatura, la pintura (Grünewald, Velázquez, Ribera, Goya…), el cine (comenta películas, casi siempre de autor, que le han interesado, que pueden ser de Renoir, Cukor o Visconti) y la música, sobre todo los clásicos, continúan teniendo una presencia importante en su vida.

Estas páginas están plagadas de momentos memorables, como cuando comenta cuáles son las obligaciones del escritor: “tiene que vigilar a los políticos, meterse en los engranajes, entender, o intentar entender, cómo funciona la maquinaria de las cosas, procurar contarla, pero entendido así se trata de un oficio que, por fuerza, a los políticos y a los que se llaman gente de bien, no ha de hacerles ninguna gracia” (página 34). 

Asimismo, Chirbes lleva a cabo la lectura lúcida de una cierta tradición: la española (Libro de Buen Amor, La Celestina, Cervantes, Galdós, Clarín, son impagables los comentarios sobre La Regenta, Baroja, Blasco Ibáñez, Sender, su preferida es Imán, Max Aub, y en el presente: Álvaro Pombo, elogia Contra natura, y Miguel Sánchez-Ostiz), la de los descreídos, pero aclara que estos grandes clásicos no consuelan de nada, sino más bien nos desconsuelan, pues ponen de manifiesto los engranajes de la maquinaria que gobierna en su tiempo. Así, los comentarios que dedica a nuestros clásicos me parecen, en suma, oro molido. Pero también trata de todo tipo de autores que en un momento dado leyó y le interesaron, tales como Lucrecio, Virgilio, Montaigne, Baudelaire, que contrapone a Rimbaud, Balzac, Genet, Bellow... En definitiva, tengo la impresión de que a menudo, través de otros autores, nos habla de sí mismo.

En cambio, se muestra crítico con Juan Goytisolo (siempre se mostró desdeñoso con Chirbes, pues no le hizo gracia Mimoun, que tratara de un territorio que considera en exclusiva suyo) y con Javier Pradera, y desdeñoso con el empacho de Borges y con algunos de sus seguidores españoles más fervientes, como Enrique Vila-Matas, en las antípodas de la literatura que cultivó Chirbes.

Pero con quien se muestra más crítico, después de consigo mismo, es con los políticos, con los de derechas obviamente, pero también con los socialdemócratas y los nacionalistas catalanes (con un par de brochazos, a la manera de Marsé, define a Pilar Rahola: “me parece un loro parlanchín”, página 96). Denuncia la política que se siguió durante la Transición, aunque también ironiza sobre su maoísmo, sobre la sentida reacción de los suyos ante la muerte en Vietnam de Ho Chi Minh en 1969 (página 213).

Como los diarios de Carmen Martín Gaite, que Chirbes prologó, modelo que diría que supera, los suyos son también cuadernos de todo. Y a cómo escribirlos, componerlos y pulirlos dedica varias reflexiones. El caso es que en estos Diarios los lectores encontrarán al Chirbes más personal, al más íntimo, pero también al conocedor profundo de las artes, de la literatura, española y extranjera, el amante de las ciudades, el Chirbes más crítico, pero también el autocrítico (se define como “el payaso que quiso ser novelista”, página 194). Seguro que muchos se preguntarán qué representan los Diarios en el conjunto de su  obra, por su aportación. Sabemos, para empezar, él mismo lo confiesa, que una parte de su contenido acabó formando parte de sus novelas. Pero, aquí, el autor habla con su propia voz, sin la intermediación del narrador, enmascarado en sus personajes, y se nos muestra en una modalidad de escritura distinta, en un –digamos— género de géneros, pues en estos apuntes toca casi todos los registros y temas posibles de los que se ha ocupado luego en su obra. En estas páginas también se aprecia que Chirbes sabía mirar hacia dentro, a menudo en un tono pesimista, y hacia afuera, con semejante independencia y capacidad crítica. Y a este respecto, véase su cruel autorretrato, de corte expresionista, tras reencontrase con unos viejos amigos: “También yo parezco maquillado para una representación teatral, para un baile de carnaval. La mirada inquieta y huidiza de quien ha visto; las manchas y descamaciones de la piel, los cabellos arratonados, los hombros caídos y la espalda doblada; la boca, con esas deformidades que deja el haber cambiado de dentadura (…). En fin, me miro y hallo algo que se parece a un viejo” (página 145).

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La lectura de De senectute, de Cicerón, lo acompaña en su inquietud por el peso de la edad, el acoso de los achaques y una conciencia de la vejez que me parece prematura. En los Diarios, casi como en ningún otro de sus libros, constatamos lo gran escritor que fue Chirbes, lo bien que se manejaba en registros muy distintos (lo autobiográfico y memorialístico, la crónica de viajes, la visión de las ciudades, la reflexión cultural y literaria, o bien sobre la intimidad…), la postura dubitativa y poco complaciente que siempre mantuvo acerca de la realidad y las artes, la conducta humana, todo aquello que le importaba de verdad, y un tono siempre autocrítico, hasta la exageración. Comenta: “uno no sabe muy bien cómo descifrar casi nada en estos tiempos sin código” (página 74). Y por si no estaba suficientemente claro, le comenta a una doctoranda alemana que en su obra “lo que hay es un intento de darles la voz a quienes han sido excluidos de la narración de la Historia, sacar a la luz su sensibilidad, contar qué los expulsó” (página 78). Y así es, en efecto. Estos Diarios atesoran mucha sinceridad, mucha verdad (la foto de la cubierta está muy bien escogida, pues ese era un gesto muy del autor) y sobrada lucidez, y por ello resultan tan extraordinarios.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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