Tres mujeres

Las voces de Adriana

Elvira Navarro

Random House (Barcelona, 2022)

Entre los nuevos nombres que han aparecido en la narrativa española, tanto en el cuento como en la novela, desde que comenzara el siglo XXI, el de Elvira Navarro es uno de los que me han interesado más. Las voces de Adriana, de la que ahora me ocupo, viene a ratificar esa impresión. Quiero recordar también que la autora es, además, una buena articulista sociopolítica, quien desde una postura de izquierdas cuestiona y denuncia ideas y prácticas imperantes sin distinción de ideologías. Como lector, le agradezco esa visión independiente y crítica sobre la vida española, al margen de las modas rabiosas, por lo visto tan difíciles de evitar. 

La novela se compone de tres partes, muy desiguales en sus dimensiones, entre las 62 páginas de la primera y las 22 de la segunda parte. Está contada en tercera persona, aunque se impone la perspectiva de la hija, Adriana, como se anuncia en el título, quien, en la parte final, se reparte el protagonismo, que pasa a ser coral, con su madre y su abuela. Por tanto, en esa tercera parte se completa la historia familiar de estas tres mujeres, de edades, carácter e inquietudes muy distintas. Así, por ejemplo, nos llegan noticias de los abuelos o de los dos hermanos de la madre, que —siendo muy jóvenes— fueron asesinados por los republicanos. No menos significativo resulta el listado de usos sociales a los que se refiere la abuela ("Esto era lo que tocaba", que en su caso coincidía con lo que ella quería), porque muestra a las claras de dónde venimos (página 103).

En el padre, en cambio, se centra la primera parte. Excepto él y Adriana (los demás no tienen nombre), el resto de los personajes principales, la madre y la abuela, han muerto. Así, tanto la muerte, en la novela se habla de la Señora Muerte, como el peso de los recuerdos desempeñan en la historia un papel significativo. En las últimas páginas de la novela, cuando se aclaran los detalles del asesinato de los dos hermanos, la abuela se queja de que esa versión escrita de la historia difiere de la que ella había contado.

Y aunque las distintas partes tengan puntos en común, en diversos aspectos resultan diferentes. Así, en la primera se traza la historia del padre, y las relaciones que mantiene Adriana con él: cómo intenta cuidarlo, una vez viudo y enfermo, casi septuagenario, apenas se cuida y quiere vivir como le da la gana, confiesa la hija que como un buscavidas solo de mujeres. Es un pensionista que se gasta el dinero con las parejas que consigue en Meetic, a las que se denomina como "mujeres marrones con mechas rubias", por su uniformidad (página 60). Es lo mismo que hará Adriana más adelante, pero en Tinder, que tampoco sé lo que es, ni alcanzo a ver la diferencia, aunque puedo imaginármelo.

En la segunda parte, el protagonismo se le concede a la casa de los abuelos maternos, en el pueblo; mientras que en la tercera, como si de un texto dramático se tratara, aunque sin acotaciones, van alternándose y yo diría que complementándose, las voces de Adriana, las de su madre y las de la abuela. Y volviendo a lo que señalaba al comienzo del párrafo, al final de la primera parte se habla de la abuela materna, que protagoniza la segunda y la tercera; mientras que en la segunda, la historia se refiere hasta en tres ocasiones a las voces (páginas 85 y 87) que ocupan la parte final. 

Como decía, toda la novela transcurre alrededor de Adriana, aunque la autora trata de la vida de tres generaciones de mujeres: desde la abuela, que ni siquiera es ama de casa, pues las criadas (véase el papel que se les atribuye en aquella sociedad rural) se ocupaban de todo; hasta la madre y la hija, con carreras profesionales; la de Adriana, con unas condiciones más precarias que las de su madre, que es pediatra, con consulta privada. En suma, la protagonista, que cuenta 30 años, aparece como una mujer solitaria e insatisfecha, más pendiente de su padre, resabiado e ingobernable, que de ella misma, aunque en alguna ocasión se convierta en la Señora Manipuladora (páginas 65 y 71). Así, la novela trata de las dependencias que se gestan en las familias, del peso que tiene el pasado, de las condiciones sociales distintas que viven los personajes en sus diferentes épocas, y de cómo el presente afecta a las ideas que nos hacemos sobre nuestros antepasados. Elvira Navarro se ocupa también de las distintas herencias familiares que podemos recibir, patente en este caso por las diferencias entre los padres de Adriana, a pesar de la singular historia de amor que protagonizan. Si el progenitor me parece que tiene más presencia en la novela que la madre, la familia de ésta, en cambio, cobra mayor protagonismo. Mientras que las acciones transcurren, sobre todo, en tres lugares, sean vividos o evocados: Madrid, Valencia, Moguer (Huelva) (el chalet al que se refiere me recuerda el que aparece en La ciudad en invierno) y, sin más concreciones, en la provincia de Badajoz.

Tanto la casa de los abuelos como determinados objetos actúan como acicate para activar la memoria, junto con las voces de sus antepasados. También llaman la atención del narrador, o de Adriana, el significado de algunas palabras. Se trata, a veces, de calificativos, como: preciosa, mujeres descompensadas, ligereza, delicado, auténtico, verdadero y falso, ver, alforja, mis fuentes (por las de un periodista) (páginas 31, 35, 57, 98, 101, 117 y 136). Y aparecen expresiones que creo que han caído en desuso, como "se demenció" (páginas 77 y 87); otras que rechinan en el registro general en que está escrita la obra, como ocurre con: "estirar la pata", "le habían calentado la oreja" (páginas 18, 69); y, por último, podrían haberse evitado anglicismos como "evento", por desgracia generalizado, empobreciendo el castellano, "se quedó en shock" o "interactuaba" (páginas 50, 56, 57, 68).

Por una vez, pienso en la literatura española más reciente, la autora no se muestra ni quejumbrosa, ni tampoco complaciente con la vida de estas mujeres, sino que nos la presenta con toda su crudeza, sin tener que recurrir al concepto de patriarcado (perejil de todas las salsas, palabra gastada, demasiado general, de la que abusan escritores, críticos y periodistas perezosos), pues lo que intenta, como ha hecho siempre la gran novela, es presentarnos unas vidas problemáticas, insatisfactorias, en el contexto social en que se desarrollan.  

El caso es que si la abuela encarna la España rural y la madre, la de la Transición, época de esperanzas y grandes cambios, la hija es testigo de algunos males del presente, de las últimas décadas del XX y de las del XXI: un trabajo insatisfactorio, la agobiante invasión de las llamadas con impropiedad redes sociales y unas relaciones sentimentales poco gratas y duraderas. También está presente la guerra civil y, en este vidrioso terreno, Elvira Navarro se sale una vez más de lo trillado, del buenismo simplista y tontorrón que tanto daño hace, pues lo que relata es la violencia que hubo en la zona republicana, la detención y cárcel que sufrió el abuelo materno de Adriana y el asesinato de dos de sus tíos, al que nos habíamos referido. No menos significativo me parece el comentario de la madre sobre cómo fue su progenitor, un médico fracasado que tuvo que conformarse con ser practicante, hijo, a su vez, de un veterinario fracasado, quien se empeñó en que estudiara, mientras que a la madre le parecía bien que fueran solo los varones los que hicieran una carrera (página 128).

Por lo que se refiere a la estructura de la novela, la tercera parte es la más novedosa, no sólo ya por su forma coral, teatral, sino porque incluye los poemas que la protagonista le escribe al llamado "hombre de la barba", un amor truncado, aunque con desenfado tacha sus versos de "otro poema malo", y comenta que los llama poemas por ponerle algún nombre, e incluso en uno de ellos nos dice que las tres mujeres desconfían del lenguaje (páginas 121 y 122). Pero, en suma, Adriana confiesa: "Mis poemas—vómito son, junto con las habitaciones en penumbra de la casa, el origen de lo que escribo ahora, la raíz de las voces de mi madre y de mi abuela. Están en mí, son yo, puesto que ellas me hicieron" (páginas 122). En el resto de la novela se insertan prosas y relatos, entre los que destacaría la narración sobre la historia de Max, el hombre del cráneo metálico, de sus amores, que tacharía de excelente (páginas 59—61). Además, en un momento dado, el narrador comenta que Adriana "quería escribir sobre su madre, pero no lo lograba" (páginas 27 y 45).

Siendo el asunto tratado serio, en diversos momentos surge el humor, un registro habitual en la narrativa española reciente, a pesar de que algunos escritores lo echaban de menos, quizá porque leen poco. De la misma forma, también aparece aquí lo metaliterario, y no solo cuando se refiere de pasada a autores y libros muy diferentes: la Biblia, El cuaderno dorado de Doris Lessing, y al peruano Julio Ramón Ribeyro, recordando su reflexión sobre la escritura de diarios (páginas 55, 67 y 128). Pero, además, comenta Adriana que sus apuntes van ganando en extensión y adoptando un carácter más novelesco; reconoce ignorar lo que es la literatura, que la verosimilitud nunca le había importado y que todo es una ficción; cuestiona las lecturas literales, pues destruyen las metáforas, con lo que apenas logramos entender nada… (páginas 47, 102, 115 y 128). Sabemos, además, que Adriana ha estudiado Filosofía, que da clases en una Universidad privada y tiene una beca para hacer la tesis, aunque muestra escaso interés en ella, "tenía que rematar aquel tostón", nos dice, y cuestiona además la jerga académica que le parece, a menudo con razón, "acartonada, esclerotizada, muerta" (página 46).

Apenas conozco nada de la vida privada de la autora, pero tiene uno la impresión, que me perdone si me equivoco, que si en esta historia hay algo de su existencia (la autora ha hablado de la muerte de su madre y de la enfermedad de su padre, sin más precisiones, y de que nunca ha perdido el tiempo en Tinder), mucho más hay de su observación, experiencia e imaginación, como ocurre, por lo demás, en casi todas las novelas. La autora ha contado en una entrevista que le hizo Helena Hevia en El Periódico (19 de enero del 2023), que la idea de la novela surgió tras ver Cría cuervos (1976), película de Carlos Saura, en la que una madre habla con la voz de su hija, y viceversa (Geraldine Chaplin y Ana Torrent en la pantalla), lo que llevó a Elvira Navarro a hablar de sus propias pérdidas, pero adoptando los mecanismos propios de la ficción. Está por hacer, que yo sepa, un libro sobre la influencia del cine en la narrativa española de las últimas décadas, y sobre la inspiración que esta le ha proporcionado al cine. 

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Elvira Navarro ha encontrado los recursos más adecuados, atípicos en el conjunto que forman, para lo que quería contar, invitando al lector a ir recomponiendo la vida de la familia de Adriana y de sus allegados. Es una pena que la novela haya aparecido durante el cambio de año, en el 2023, pero con Depósito Legal del 2022 (el que fija la fecha de la novela), por lo que nadie la ha citado en los balances literarios de finales de año, ni ha tenido la posibilidad de optar a los varios reconocimientos que se conceden a los mejores libros del año. Aunque si la novela es valiosa, como ocurre en este caso, se abrirá camino sola.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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