'Madres paralelas', España son las mujeres que no olvidan

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“¿Tú te sientes representante de algo?”. Es la pregunta que un periodista lanzó, en 1985 a un joven Pedro Almodóvar cuando hacía poco que había estrenado ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) y cuando había pasado ya un lustro desde su debut con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980). “Imagino que debo de representar algo”, contestaba el cineasta, “lo que ocurre es que no lo analizo”. Más adelante en la respuesta, el manchego sentenciaba: “Sobre todo me represento a mí mismo”. Muy desencaminado no iba. El futuro le reservaba un estilo propio y particular, un éxito apabullante e internacional y hasta un adjetivo, almodovariano, cuya última expresión ha brillado este miércoles en el Festival Internacional de Cine de Venecia con su última película, Madres paralelas. La cinta abrió la Mostra y arrancó al público asistente ovaciones, suspiros y hasta alguna que otra carcajada contenida, producto de los sutiles guiños cómicos que tanto gustan al director.

Las películas de Almodóvar es mejor no etiquetarlas porque es muy difícil encontrar en ellas un único género o un único tema. Tal vez por eso nació ese adjetivo —almodovariano— tan hecho a medida, tan sugerente, y, a la vez, tan íntimo. Quizás sea él el único que sabe a ciencia cierta qué quiere decir. En todo caso, en Madres paralelas, el espectador encontrará muchos de los rasgos que convierten una película en almodovariana. “Para mí, mezclar géneros es como respirar”, ha aseverado en más de una ocasión el cineasta. Y que lo diga. En este caso, el crudo drama que conduce la acción de Madres paralelas vive salpicado de esporádicas notas de humor —no por pertinentes, esperadas— a cargo, sobre todo, de dos actrices, Rossy de Palma y Aitana Sánchez-Gijón, que ocupan un papel secundario en la trama que protagonizan una soberbia Penélope Cruz y una prometedora Milena Smit.

Son Janis y Ana, dos mujeres —una mucho más joven que la otra— que coinciden en el hospital en el que van a dar a luz. Aunque ambas son solteras y quedaron embarazadas de forma accidental, Janis (Penélope Cruz) no se arrepiente y afronta el parto con ilusión. Por su parte, Ana (Milena Smit) es una adolescente arrepentida, asustada y traumatizada, en palabras del propio director. Hasta ahí se puede leer de una trama repleta de giros dramáticos que ponen a los dos personajes principales en tesituras comprometidísimas y duras. Ni siquiera el espectador escapa del dilema al que se enfrentan. Durante la película, al ritmo que las dos protagonistas caminan por un guión vertiginoso, el público siente la necesidad de acudir a la telepática llamada de socorro que le lanzan las protagonistas. Quiere ayudarlas, pero no decidir por ellas. Eso sería demasiado complicado. Solo Almodóvar, quien las ha metido en ese jaleo, podría tener la llave para desenmarañar la situación.

Memoria histórica y una oda a lo rural

Acostumbrados a un cine comercial alérgico a la reivindicación —o, cuando menos, a una reivindicación profunda—, ver a Almodóvar es excitante. En Madres paralelas, la historia central de las dos madres y sus hijas se desarrolla en paralelo a la obsesión de Janis por encontrar los restos mortales de su abuelo republicano— los huesos—, enterrados de mala manera en una fosa común tras su asesinato en los albores de la Guerra Civil. Almodóvar insiste en que, posicionándose tan claramente a favor de la recuperación de los restos que se encuentran en las fosas, no está haciendo “un ajuste de cuentas con nuestra historia, del mismo modo que los familiares de las víctimas no exigen otra cosa que una lápida donde poner el nombre de su ser querido y poder enterrarlo en un lugar digno donde puedan honrarlo”. Almodóvar se posiciona, siempre lo ha hecho. También eso es almodovariano.

Como también lo es la sutileza con que enlaza las dos tramas. Le basta un asunto amoroso, coprotagonizado por un inspirado Israel Elejalde, y algunas elipsis para que todos los hilos que componen Madres paralelas encuentren el ojo de su aguja. Nada ocurre por casualidad en Almodóvar y, al mismo tiempo, toda la historia podría ser fruto de una extraordinaria casualidad, lo que la convierte en verosímil.

Lo que no es casualidad, sin embargo, son los escenarios que escoge el cineasta para ambientar el filme. Madrid y la España rural. El pueblo. La tierra y el asfalto. Las ansias de reconocer sus orígenes y de exhumar los restos de sus antepasados llevan a Penélope Cruz y a Rossy de Palma, cuyos personajes son dos profesionales de éxito en la capital, al pueblo. Pero no es algo traumático para ellas, como algunas veces se presenta lo que el periodista y escritor Sergio del Molino acertó en denominar la España vacía. Ellas vuelven al pueblo de buen grado. Se aproximan a sus raíces y a sus gentes con cariño. Porque para Almodóvar los orígenes son importantes y así lo reivindican y lo explican sus personajes. Incluso la joven Ana (Milena Smit) termina entendiendo la magnitud del problema que representa que los familiares de las víctimas de la guerra no hayan podido dar sepultura a sus muertos. “Es algo que a día de hoy la sociedad española les debe”, comenta el director en sus notas sobre la película, “y es una deuda urgente porque ahora es la generación de los biznietos la que pide la excavación de las fosas”.

¿Cuál es el modelo de familia tradicional?

Si las mujeres son la figura troncal de la filmografía de Almodóvar —y Madres paralelas es el mejor ejemplo de ello—, la familia es otra de sus obsesiones. Si la película lleguase a Marte y un potencial alienígena se decidiera a visionarla no sería capaz de comprender qué es eso a lo que los seres humanos llamamos familia tradicional. En Madres paralelas coexisten tantos modelos de familia como avatares experimentan los personajes. Almodóvar despoja a la familia de su carácter rígido y estático para transformarla en un ente flexible, pero robusto. Tanto es así que en la película puede uno encontrar casi tantas familias como quiera, dependiendo de los parámetros mentales en que se coloque. Y lo más importante es que todas ellas funcionan y se mezclan con esa familia que entendemos por tradicional, o por convencional o por secular.

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Con la cuestión de la memoria histórica, la de los distintos modelos familiares y la de la conexión campo-ciudad, Almodóvar podría haberse dado por satisfecho en el campo de la reivindicación, pero no va con él huir de los temas importantes de su tiempo. En Madres paralelas hay hueco para los derechos de la comunidad trans, encarnados en la actriz Daniela Santiago, y una referencia explícita a las violaciones grupales que por vergüenza o presión social no se denuncian.

Tal vez, cuando en 1985 le preguntaron a Almodóvar si se sentía representante de algo y él respondió “Sobre todo me represento a mí mismo”, se refiriera exactamente a todo esto, aunque quizás todavía no lo supiera, o no del todo. Quizás, hoy por hoy, al calor que dan los años y las 23 películas que ha dirigido, representarse a sí mismo quiera decir mezclar géneros, superponer tramas, reivindicar la memoria histórica, los derechos LGTBI+, las familias, lo rural, su Madrid y ponerse delante de todo lo que hace daño a las mujeres en particular y al ser humano en general. Tal vez almodovariano quiera decir, de alguna forma, todo eso.

“¿Tú te sientes representante de algo?”. Es la pregunta que un periodista lanzó, en 1985 a un joven Pedro Almodóvar cuando hacía poco que había estrenado ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) y cuando había pasado ya un lustro desde su debut con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980). “Imagino que debo de representar algo”, contestaba el cineasta, “lo que ocurre es que no lo analizo”. Más adelante en la respuesta, el manchego sentenciaba: “Sobre todo me represento a mí mismo”. Muy desencaminado no iba. El futuro le reservaba un estilo propio y particular, un éxito apabullante e internacional y hasta un adjetivo, almodovariano, cuya última expresión ha brillado este miércoles en el Festival Internacional de Cine de Venecia con su última película, Madres paralelas. La cinta abrió la Mostra y arrancó al público asistente ovaciones, suspiros y hasta alguna que otra carcajada contenida, producto de los sutiles guiños cómicos que tanto gustan al director.

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