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'Un fin del mundo'

Un fin del mundo. Constitución y democracia en el cambio de época, de Juan-Ramón Capella.

Juan-Ramón Capella

infoLibre publica un extracto de Un fin del mundo. Constitución y democracia en el cammbio de época, de Juan-Ramón Capella. El catedrático emérito de Filosofía del Derecho, Moral y Política recoge en su nuevo libro una serie de artículos breves que abordan desde la reforma de la Constitución española hasta los cambios en los regímenes democráticos observados en los últimos años. 

El libro, editado por Trotta, incluye en su primer tercio, el dedicado a la Carta Magna, los textos publicados por Capella en este periódico desde 2017 a través de la sección Plaza pública. Aquí recogemos un fragmento en el que el autor de títulos como Impolíticos jardines reflexiona sobre el papel de la "ciudadanía informada" en el sistema democrático. 

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  Una ciudadanía informada

 

Condición para el funcionamiento democrático de un «régimen democrático» —una condición que no cumple prácticamente ninguno de los así llamados, como se verá— es la existencia de una ciudadanía informada.

Esto plantea problemas en varias direcciones. Una, la pregunta reaccionaria por excelencia: «¿Por qué ha de valer mi voto lo mismo que el de un descerebrado que jamás se ha preocupado por las cosas públicas?». Una pregunta que de algún modo se ha planteado medio mundo. Y cuya respuesta, si es que la tiene, es que no hay modo de discriminar entre los ciudadanos que no destruya la democracia misma. ¿Quién podría decidir si un ciudadano es «válido» para votar? Quien decidiera eso se situaría por encima de los demás, o sea, por principio, fuera de la igualdad política democrática. Pero para esta cuestión hay otra respuesta posible: la obligación de todos de interesar a todos por la cosa pública, esto es, una propuesta práctica, educativa, en vez de una teorización necesariamente absurda.

La escuela, en una república bien ordenada, debería explicar a los párvulos por qué es necesario estar informado y participar en la toma de decisiones que afectan a todos. Eso es mucho más importante que el conformismo que inculca la escuela.

La segunda cuestión se refiere a la información de que disponen los ciudadanos. Lo cual remite a la industria de producción de contenidos de consciencia, que merece consideración especial.

  Excurso: la industria de producción de contenidos de consciencia

Desde que en la segunda mitad del siglo xix la prensa escrita empezó a publicar mensajes publicitarios y el presente media un abismo. Los mensajes publicitarios aparecen ligados a una necesidad de la producción masiva de mercancías, aunque sea en un ámbito local. Sin la publicidad esas mercancías resultarían invendibles por desconocimiento del público. Hoy, sin embargo, al otro lado del abismo, la publicidad no es lo que era, sino que ha dado lugar a toda una rama industrial compleja de producción de contenidos de consciencia.

Contenido de consciencia es cualquier idea, imagen, sonido, tema musical, etc., que pueda ser objeto del pensamiento. La producción y reproducción de contenidos de consciencia se ha abaratado tanto que su coste no plantea el menor problema. Cada contenido puede multiplicarse indefinidamente con costes muy bajos. Una señal, una idea, pueden ser reproducidas cientos de millones de veces de modo prácticamente insensible para el mercado. Pues a fin de cuentas esas señales, esos contenidos, son asignados a los pobladores —que no pueden rehuirlos o esquivarlos, ya que aparecen por todas partes, en las ciudades, en los domicilios, a través de la radio, la televisión e internet—, y el coste de todo eso se carga en el de los productos publicitados.

La industria es compleja. Incluye, claro es, empresas de publicidad, y también canales de radio y de televisión, imprentas, periódicos y una multitud de signos gráficos que las personas acaban identificando automáticamente. La eficacia de esta industria es tal que puede crear necesidades incluso antes de publicitar el medio para satisfacerlas. Puede producir la necesidad de una mercancía antes de que tal mercancía exista. 

Esta industria hace algo más que difundir mensajes: publicita modos de vida. Lo hace a través de las series televisivas y de los spots publicitarios; y elige personajes-icono identificados con el tipo de mundo que la industria diseña. En realidad tiende a ocupar todo el espacio de la comunicación pública. Elimina por sofocación la posibilidad de difusión de una crítica pública u opinión disidente. Magnifica en cambio las competiciones deportivas como espacio ideal e inocuo para la polémica. Convierte un juego, el fútbol, en el opio del pueblo, en la materia que más espacio ocupa en la comunicación pública. Los diarios y las televisiones privadas viven de esa industria: ¿cómo van a morder la mano que les da de comer? Aceptan, si acaso, versiones chatas y aplanadas de la crítica social y política, pues eso, en definitiva, contribuye a dotar de crédito a sus mensajes.

La industria de producción de contenidos de consciencia vive al margen de regulaciones. Puede así faltar a la verdad al describir la realidad, y de hecho construye una pseudorealidad paralela que se presenta como modélica. Su medio ambiente preferido es lo morboso y lo sentimental. Sin embargo, no es conveniente regular ex ante la actividad de esa industria, pues eso podría ser una limitación a la libertad de expresión no ya de la industria sino de todos; pero no se puede decir lo mismo de la revisión ex post, esto es, perseguir la difusión de noticias falsas, las campañas de desprestigio, etc.

La actividad de esta industria pone seriamente en cuestión la existencia de una ciudadanía en general informada. La concurrencia política tiende a producirse, para una parte importante de la ciudadanía, en la realidad paralela. Las prioridades básicas de la agenda política, sobre las que los ciudadanos habrán de tomar partido, no son establecidas por la ciudadanía, sino por estos medios de poder cultural1 .

Una ciudadanía informada, dos. El pueblo

La ciudadanía constituye el pueblo, o la parte más importante de él —hay menores, sin ciudadanía plena, por ejemplo—. En nuestro propio tiempo el pueblo real, la población —diríamos saliendo de las categorías jurídico-políticas—, se ha convertido en algo muy complejo. La uniformidad cultural de la ciudadanía d’antan, uniformidad compatible con sus diferentes subculturas (de clase, de género, locales), se ha roto bajo la presión de las migraciones, inevitables en un mundo global de guerras y hambre.

(La percepción del propio país tal como viene dibujado en los mapas resulta completamente infantil, pero se usa para definir al «extranjero»; sin embargo, las interrelaciones y las consecuencias de nuestras prácticas son globales: de ahí las migraciones. Nadie está al resguardo de no acabar convertido en un migrante: todos podemos llegar a serlo).

Aquí entra en juego el llamado multiculturalismo, palabra que tiene múltiples acepciones pero que vamos a entender simplemente como la existencia de gentes de diferentes culturas en un conjunto poblacional dado. Mejor que multiculturalismo, multiculturalidad. Sin ismos.

Por supuesto, toda cultura debe ser respetada dentro de unos requisitos esenciales. Estos se pueden resumir en la aceptación de los derechos humanos y las libertades de los demás.

No sería el caso respetar culturas en las que resultaran aceptables, por ejemplo, los sacrificios humanos. Es preciso tener claro que el reconocimiento de los derechos y libertades fundamentales para todas las personas es un gran logro de la humanidad en el plano político-social; y un logro que se ha de conservar permanentemente, como se ha hecho con la escritura y con el método científico. Eso no significa que un pueblo esté autorizado, por una autosupuesta «superioridad político-cultural», para imponer sistemas «democráticos» a otros pueblos, como parecen creer ciertos analistas, comunicadores y políticos occidentales. En la cultura entra la moral, y poblaciones técnicamente pobres, desdotadas, poseen reglas y valores morales muy superiores a los de culturas técnicamente bien dotadas donde la inmoralidad es casi la regla.

'Maldad líquida'

'Maldad líquida'

De modo que los límites de la multiculturalidad son los mencionados. Por mucho que se respete, por ejemplo, la cultura árabe, como debe ser, los regímenes que reconocen iguales derechos y libertades para todos están éticamente autorizados, en su ámbito de dominio, para impedir prácticas como la ablación o los matrimonios forzosos convenidos solo por los padres de los contrayentes. El aspecto multicultural de las poblaciones hoy ha de darse por descontado. Las diferencias culturales no impiden la pertenencia a un solo pueblo político. Pero es manifiesto que esa diversidad convierte en muy compleja la noción de ciudadanía informada.

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1. Un ejemplo de la influencia de la industria de producción de contenidos de consciencia lo da, en el verano de 2018, la serie continuada y casi única de noticias acerca de la llegada por mar a España de inmigrantes ilegales. El dirigente de un partido de la derecha ha llegado a hablar de millones de inmigrantes, con la consecuencia de sugerir que quitan el trabajo a los nativos. El tema está en el primer plano de las consciencias en estas fechas. Los datos reales, sin embargo, son los siguientes: cada año inmigran a España unas 500000 personas, de las cuales solo 50000 a lo sumo son inmigrantes ilegales. El peso de estos últimos en el mercado de trabajo es mínimo. La desinformación y la demagogia, sin embargo, están servidas.

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