ÓPERA
La luz de la ópera se impone a la "enfermedad del miedo" en Les Arts

"Quizá el miedo sea, efectivamente, una enfermedad". Transcurre el segundo acto de la ópera Dialogues des Carmèlites (Diálogos de carmelitas), de Francis Poulenc. Su protagonista es una aristócrata que entra en un convento para refugiarse de la época del Terror de la Revolución Francesa. No le quedan apenas certezas. No hay, para ella, territorio seguro. Desde luego, no lo va a encontrar en la clase acomodada de la que proviene, asediada por huracanados vientos de cambio. Tampoco logrará consuelo en la seguridad de la religión, amenazada desde fuera por el anticlericalismo y desde dentro por crisis de fe. El vértigo y la angustia lo inundan todo.
Puede no parecer del todo obvio un plan cultural que consiste en ver una ópera de mediados del siglo XX en el que un autor desconocido para el gran público cuenta durante casi tres horas cómo 16 monjas se encaminan a la guillotina por su fe. No, no lo es. No estamos ante un título taquillero o resultón sino ante uno singular y exigente.
Precisamente por eso tiene más mérito la decisión del director artístico del Palau de Les Arts, Jesús Iglesias Noriega, de poner todo un teatro de ópera (participan hasta 230 músicos y artistas) al servicio de la espectacular producción concebida por Robert Carsen, uno de los más brillantes directores de escena de las últimas décadas. Hacerlo en Valencia tiene más mérito, pero también mucho más sentido si lo que se quiere es consolidar la institución en un mapa de calidad operística.
Porque, en realidad, el martirio de las 16 religiosas de Compiègne, que ocurrió de verdad (fueron beatificadas por Pio X y canonizadas por Francisco), no es sino una excusa para inducir una profunda reflexión sobre las creencias -ya sean la fe o sencillamente los principios-, cómo afrontar la muerte, las revoluciones y sus daños colaterales, a veces inmensos.
La producción de Carsen, concebida para la Ópera Nacional de Países Bajos hace más de un cuarto de siglo (y que se vio en 2006 en el Teatro Real), mantiene al espectador con el corazón en un puño recurriendo a un apabullante minimalismo. El efecto es devastador. Una enorme caja gris casi siempre vacía amplifica al máximo los sentimientos que la habitan. La ausencia de símbolos religiosos en la puesta en escena hace universal el relato. La belleza se florece en los momentos más sencillos, casi por casualidad. Las líneas e hileras (a veces paralelas, otras perpendiculares) se dibujan constantemente hasta conferir un extraño orden a lo que en todo momento es una olla a presión a punto de explorar.
Porque eso es vivir con miedo: la angustia de no saber en qué creer ni tener certezas a las que agarrarse. Es pasar de la calidez de las reglas del mundo conocido a los inciertos riesgos de un terreno por explorar. Quitemos a las monjas y pongamos a los perseguidos en Gaza o Ucrania, como propone el músico y crítico Justo Romero en las notas al programa. O migrantes en una frontera. O mujeres en Afganistán. Funciona, pero la obra ofrece lecturas mucho menos cómodas para el espectador, en las que no esté tan claro de qué lado está.
Hoy, las revoluciones más cercanas parten de una colección de miedos, a menudo sin base y heterogéneos, amoldados por líderes pudientes, expertos en odiar en nombre del sentido común y la libertad. Las revoluciones que arrasan las democracias de más tradición, desde EEUU con la vuelta de Donald Trump a todas las europeas, son de corte ultraconservador, adelantan por la derecha a la propia Iglesia y, desde luego, a la convivencia en su sentido más amplio y global. El terror puede infligirse no desde fuera del sistema sino desde las instituciones que constituyen su propio corazón. Y, si no, que se lo pregunten a la obispa episcopaliana de Washington, Mariann Budde, que recientemente le leyó la cartilla al nuevo presidente norteamericano al pedirle humanidad con las personas migrantes o simplemente diferentes. Llegado el momento, monjas o víctimas podemos ser todos. Conviene recordar que verdugos o sus votantes, también.
Hay, además, una importante carga introspectiva en la ópera, una exploración interior sobre las creencias, perfectamente descrito por las dudas de Madame de Croissy, la priora del convento, que tras décadas de fe y obediencia se ve sola, llena de dudas, ante la muerte. Otra buena metáfora de cómo pueden interactuar un cambio de época que hace tambalear los cimientos de lo conocido junto a una situación personal límite, como es la cercanía a la muerte, que puede removerte por dentro.
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La producción, que ha visitado más de una docena de escenarios prestigiosos, volvió a contar con su creador, Carsen, que evitó mandar a alguien de su equipo para encargarse él mismo de resucitar a las monjas antes de matarlas, una a una, sin que se vea una gota de sangre ni guillotina alguna, potenciando así aún más el dramatismo de la música y la escena. La escena no se olvida, con su Salve Regina y el martirio al que finalmente se entrega la protagonista, casi fundiéndose con dios frente a la incomprensión de la turba. La iluminación está cuidada hasta el extremo, con claridades potentes y tan medidas como sus sugerentes sombras. En el medio, la difícil digestión que debe hacer el espectador. Pero merece la pena.
La dirección musical de Riccardo Minasi y el elenco son más que correctos. El reparto lo encabeza la soprana Alexandra Marcellier en el papel de Blanche de la Force (la aristócrata que toma el hábito), y destacan la veterana mezzo Doris Soffel, con oficio más que suficiente para hacer de la priora añosa Madame de Croissy, Nicolas Cavallier como solvente marqués de la Force, o Sandra Hamaoui como hermana Constance. Sin llegar a ofrecer una interpretación inolvidable, y con algunos altibajos, cumplen en general de sobra su papel junto a una Orquesta de la Comunitat Valenciana que va de menos a más y destaca, sobre todo, en el tercer acto.
"Hay que saber exponerse al miedo como a la muerte. El verdadero valor está en ese atrevimiento", le dicen a la protagonista en un momento de la ópera. Si hay que fijarse en el atrevimiento en relación a un título como este, el valor queda demostrado en Les Arts con una producción redonda.