El Liceu encuentra en Nadine Sierra a su Traviata perfecta

El argumento puede parecer anacrónico y amortizado. Un joven estudiante de buena familia (ejem) se enamora de una cortesana y es correspondido, pero su amor es frustrado por las convenciones y prejuicios de la época. Que las arias de La Traviata, la ópera más representada del mundo, sean ya himnos populares con vida autónoma posiblemente tampoco ayuden a hacer accesible la vigencia de una trama en la que encaja como un guante una lectura contemporánea sobre el género, la prostitución y los valores de clase.
La conocida producción del director de escena David McVicar de 2008 que este viernes se estrenó en el Liceu de Barcelona busca huir de la ópera de postal y por eso retrata con realismo la única ópera que Verdi escribió con una trama contemporánea, basada en La dama de las camelias, de Alejandro Dumas hijo. Los palacios se tornan en las habitaciones no muy grandes de las afueras del París de mediados del siglo XIX en las que transcurre la trama. El brilli brilli sobrevenido en tantas producciones para agradar a espectadores ansiosos por ser deslumbrados se torna en un presentimiento aciago y sobrio. El fatalismo está muy presente a través de la iluminación y en toda la puesta en escena; desde antes de que empiece a sonar la música, con unos muebles tapados por sábanas y telas, mientras se desmonta la casa de Violetta Valery (haciendo de toda la ópera un enorme flashback), hasta el tercer y dramático acto en el que la protagonista, interpretada magistralmente por la soprano estadounidense Nadine Sierra, se extravía para siempre (La Traviata significa eso, “La extraviada”, y con ese título se estrenó en el Liceu en 1855).
El realismo de la producción y el vestuario pueden alejarla de códigos que permitirían a generaciones más jóvenes conectar fácilmente con una actual crítica social (¿por qué no plantear una reflexión dramatúrgica sobre la regulación de la prostitución o sobre el nuevo machismo entre los más jóvenes?), pero la ausencia de distracciones permite centrar la mirada en la evolución del dúo protagonista y, en especial, de Violetta Valéry. No en vano muere con un camisón blanco que destaca en medio de la oscuridad reinante. Su pureza sólo es perturbada por la sangre que escupe su letal tuberculosis.
Nadine Sierra es la protagonista absoluta de la producción, y eso que comparte cartel nada menos que con el tenor Javier Camarena, en el rol de Alfredo. La ovación que un Liceu puesto en pie dedicó a la soprano es tan justa como generosa su interpretación. Derrochó personalidad, obligando a un director musical (no siempre muy dispuesto) a amoldarse a sus derroches de expresividad, técnica y variedad de tempos.
Su interpretación sin fisuras tuvo colores más que estimulantes en varias cadencias, ejecutadas con una mirada propia y amplia paleta vocal, y su viaje interpretativo, desde la orgullosa mujer de moda al abatimiento y fragilidad absolutas, para desembocar en una escalofriante y a la vez tierna agonía, revela una enorme madurez que evita la tentación de cruzar la línea hacia lo gratuito o lo exagerado. Su voz es bonita, de densidad milimétrica y limpia proyección. Es realmente emocionante y poco habitual asistir a un despliegue vocal tan natural (perfecto legato, cuidadoso vibrato, fluido fiato) pero también a un viaje dramático tan completo. Y que estén ambos, y no es algo menor, perfectamente dimensionados.
Nadine Sierra hizo suya esta Traviata y, así, regaló al público una función espectacular a la altura del teatro, que siempre ha hecho gala del gran prestigio de sus voces y que en las últimas semanas arrastra una ruidosa polémica por la calidad artística de una de las orquestas invitadas para hacer galas navideñas de música de cine.
El Alfredo de Camarena es, al lado de la Violetta de Sierra, mucho más discreto, aunque en general más que correcto. Se nota el oficio y la materia prima vocal, pero quizás el constipado que el teatro aseguró que tenía, y por el que su participación en el estreno estuvo en duda hasta el último minuto, impidieron que Camarera brillara como en sus mejores ocasiones. Fue de menos a más y echó el resto en el segundo acto, aunque algunos desajustes hicieron que por momentos pareciera un poco perdido, probablemente por una mala coordinación con la batuta de Giacomo Sagripanti. Desde el foso, tras un preludio no muy emocionante, sí hubo momentos de carácter y tensión adecuada, cuidándose la orquesta de no tapar la proyección de los cantantes. El coro del Liceu estuvo apropiado, posibilitando un necesario y lúdico respiro en medio de tanto drama durante las danzas de zíngaras y el toreo.
El barítono Artur Ruciński, en el papel del padre de Alfredo (esto es, en el aguafiestas de la relación), fue de menos a más, pasando de una interpretación más fría al principio al conflicto moral que finalmente acabó aflorando con una voz de gran solidez.
Porque la Traviata es eso: conflicto. En una protagonista que quiere ser dueña de su destino, pero que es aplastada y acepta la estructura de poder de la época. En un Alfredo tan pasional e idealista como revanchista e irregular. En un Giorgio protector a la vez que verdugo. Y en una ópera tan bella y tan a menudo disfrutada al margen de un fondo oscuro y de cruda crítica social.