Cultura

El Prado, esa "especie de patria"

'La maja desnuda'  (1785-1800), de Francisco de Goya, y 'Desnudo recostado' (1964), de Pablo Picasso, en la exposición 'Museo del Prado 1819-2019. Un lugar de memoria'.

"Cuando desde lejos se piensa en el Prado, este no se presenta nunca como un museo, sino como una especie de patria". La cita del pintor Ramón Gaya preside una de las salas de la pinacoteca a la que tanto extrañaba desde el exilio mexicano en 1953. Lo hace, eso sí, por unos meses: la exposición Museo del Prado 1819-2019 se inaugura el 19 de noviembre dentro de las actividades por el centenario de la institución, y desaparecerá el 20 de marzo. El comisario de la muestra, Javier Portús, citaba esa misma frase en la presentación a prensa el pasado viernes, quizás porque explica por sí sola el subtítulo de la exposición: Un lugar de memoria. No solo porque eso era justamente el museo para Gaya, un espacio que encarnaba sus recuerdos de España, sino que su figura es un buen ejemplo de lo que pretende hacer la muestra: convertir la historia del Prado en un reflejo de la historia de España

Es, habría que advertirlo, un reflejo amable. Aunque la crítica es "básica" para mejorar, dice Portús —que también es jefe de Conservación de Pintura Española, hasta 1700—, esta es "una exposición celebratoria" que "se escribe en términos de progreso". Y por ello la muestra subraya "el fortalecimiento de la conciencia patrimonial", de la que el Museo del Prado habría sido un pilar central. Así, el relato pasa de una institución creada para exhibir las posesiones de la Corona a un museo nacional, propiedad de todos y abierto a todos. La exposición quiere poner de relieve también la importancia de la pinacoteca en la promoción de artistas como Murillo, Velázquez o Goya en el extranjero, por lo que de las 168 obras expuestas, 34 provienen de otras instituciones nacionales e internacionales. 

Para construir la exposición ha habido que poner a las obras "a hacer horas extras", bromeaba Portús, pidiéndoseles "que nos cuenten nuestra propia historia". Esto quiere decir que piezas como el Cristo crucificado de Velázquez o La Inmaculada Concepción de los Venerables, de Murillo, se sacan de sus salas habituales, organizadas en torno a autores y cronológicamente, para hacerles contar la evolución del museo. Junto a ellas, leyes que han afectado a la pinacoteca y al patrimonio español en general, fotografías y esquemas que hablan de la organización de las obras a lo largo de las distintas épocas, volúmenes que dan testimonio de la importancia creciente de la pintura española más allá de los Pirineos y, hacia el final de la muestra, obras en las que se ve la influencia del Prado en los autores del siglo XX

"Propagar el buen gusto"

Las salas A y B que ocupa la exposición, en la planta baja del museo, están organizadas en siete horquillas temporales delimitadas por sucesos históricos que marcan tanto el devenir del Prado como de todo el país. Comienza el 19 de noviembre de 1819, fecha de fundación de la institución, bajo el reinado de Fernando VII y después de dos intentonas previas. El museo nacía con 311 cuadros procedentes de las colecciones reales y la intención de "propagar el buen gusto en materia de bellas artes", como rezaba el texto oficial, y de contribuir "al lustre y esplendor de la nación". La institución museística nacía en toda Europa con el mismo propósito: el Louvre nacía en 1793, la National Gallery de Londres en 1824, el Hermitage de San Petersburgo en 1764...

Portús señala 1833 como uno de los momentos en que se cruzan la historia del Prado y la de todo el país. "La muerte de Fernando VII" ese año, apunta el comisario, "es el inicio de la posibilidad de un Gobierno liberal". ¿Y por qué es eso relevante? Porque las desamortizaciones de Mendizábal (1836), que afectaban también a las obras de arte, alteró el paisaje patrimonial español. Aunque supuso la pérdida de partes de las piezas que hasta entonces guardaba la Iglesia —lo que se sumaba a los destrozos causados por la Guerra de Independencia—, se crearon también numerosos museos destinados a albergar esa riqueza cultural que era ahora responsabilidad del Estado. Es el caso del Museo de la Trinidad, fundado en 1838 y que se sumaría décadas más tarde a las colecciones del Prado, completando la panorámica a la pintura española. 

Pero como casi nada es blanco o negro, sucesos como la Guerra de Independencia, que supuso la destrucción y el pillaje de parte del patrimonio, dio lugar también a una dispersión que permitió que la pintura española ganara prestigio en España. Museos como el del Hermitage, el de Budapest o el de Dresde, que en 1800 tenían muy pocas obras de nuestra escuela, empiezan a interesarse por ella. Es, en palabras de Portús, "la llegada de la pintura española al canon de la pintura internacional". La muestra enseña una acuarela de Edward Petrovich Hau titulada La sala española del Museo del Hermitage ya en 1856. Un poco más allá, La Inmaculada de los Venerables de Murillo da cuenta de su historia, que la llevó a residir en el Louvre de 1852 (vendida por el mariscal Soult) a 1940, con un puesto de honor en el Salon Carré.

De museo "real" a museo "nacional"

La siguiente parada es 1868: la revolución liberal acaba con Isabel II y el Prado pasa de ser "real" a ser "nacional". Y tan nacional: la anexión del Museo de la Trinidad agotan el espacio del Prado y cientos de obras salen de Madrid a distintas instituciones de todo el país, creando un "Prado disperso" que sigue vivo hoy en día, en museos pero también en oficinas estatales. Mientras, los viajeros románticos que recorrían España —antecesores de los que hacen hoy cola en los flancos del museo— tenían ya el Prado como uno de los destinos esenciales de la visita, como atestigua una copia de la guía de Richard Ford expuesta, y difunden sus hallazgos de vuelta a casa. Si el Prado se convierte, según Portús, en un "lugar de peregrinaje", quizás el peregrino más famoso sea Manet, que en 1865 acude a impregnarse de Velázquez —al que definió como "el pintor de los pintores" y sale fascinado con Goya.

Y es justamente Goya el que marcará el límite del Prado. Hasta 1894, había funcionado como un museo de arte contemporáneo, adquiriendo y poniendo en valor la obra de autores en activo, pero entonces se crea el Museo de Arte Moderno, precursor del actual Reina Sofía. Y aquí Portús tiende la mano al otro gran museo nacional —el tercero sería el Thyssen—, que ha tenido sus más y sus menos por esa división temporal que entregó el Guernica al hermano menor: "No deja de ser una continuación del Prado, porque todo forma parte de un patrimonio común". Se van los pintores modernos, pero con la profesionalización del museo y la entrada del criterio científico se incorpora el arte medieval, conservado hasta entonces en los museos arqueológicos. Y llega también una disposición de la sala más parecida a la actual: la dedicada a Velázquez alivia las paredes abarrotadas, establece el orden cronológico y estudia la autoría para pasar de los 60 cuadros atribuidos a 45. 

Del viaje a la huida

Y llegamos a 1931. En estas secciones se alternan el sabor dulce y el amargo. En la Constitución republicana se reconoce por primera vez que "toda la riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, constituye tesoro cultural de la Nación y estará bajo la salvaguardia del Estado". El reconocimiento de que el valor del patrimonio está por encima de la propiedad privada es una idea radical que sigue vigente en nuestros días, y de hecho la Ley del Tesoro Artístico de 1933 fue una de las pocas normativas que no se abolieron durante el franquismo. Y aquí vuelve Ramón Gaya y su añoranza del Prado: él fue uno de los artistas que realizaron copias de las principales obras del museo para llevar a cabo una de las iniciativas más idealistas de la pinacoteca. El Museo circulante se proponía llevar el arte a 170 poblaciones recónditas: el Prado debía ser de todos. Una fotografía muestra a un grupo de espectadores, claramente humildes, en Cebreros (Ávila) frente a una copia de las Hilanderas de Velázquez. La mujer que mira a cámara tiene los ojos encendidos. 

Al otro lado de la sala, una imagen opuesta a esa habitación llena de gente. La fotografía muestra las paredes vacías la sala IX del museo, evacuada por la Guerra Civil, que es también "una gran amenaza patrimonial". "Había una conciencia patrimonial tan arraigada", reconoce Portús, "como para que una de las primeras acciones que se hacen sea crear la Junta de Protección". Un mapa traza un paralelismo entre el viaje de las Meninas, evacuadas a Ginebra, y el de Antonio Machado hacia el exilio. La exposición pasa rápido por este tramo de su historia porque, explican los responsables de la muestra, el trabajo para preservar el museo durante la contienda ya se trató en profundidad en muestras como Arte protegido, inaugurada en 2003. 

Antonio Saura retrata el franquismo monstruoso

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¿Y el franquismo? Un cóctel que mezclara el espíritu celebratorio de la muestra y la dictadura podría haber dado un resultado más que extraño, así que Portús ha decidido no detenerse apenas en la política institucional. Esta (larga) época, explica, supone un "repliegue del museo sobre sí mismo, con ensimismamiento y bastante pasividad". El gris también tomó el Prado. Por eso la muestra marcha por otros derroteros: los textos de María Zambrano o de Alberti, la influencia de las obras que guardaba sobre Picasso, sobre Pollock, sobre el Equipo Crónica y Antonio Saura, que jugando con las obras del museo buscan satirizar el régimen. 

Llega la democracia, y Portús abrevia, destacando la Ley de Patrimonio de 1985 que hace "accesible", entre otras, las obras del museo. Hablando de accesibilidad: por el bicentenario, el Prado ha concedido cuatro días de puertas abiertas: el 19 (cumpleaños de la pinacoteca) y del 23 al 25, los visitantes se ahorrarán los 15 euros que cuesta la entrada general. Los visitantes se agolparán de nuevo a lo largo del paseo mientras el museo se prepara para 200 años más. 

 

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