El tiempo perdido

El tiempo perdido de Clara Ramas

Clara Ramas

En El tiempo perdido, Clara Ramas aborda el malestar cultural contemporáneo, marcado por crisis económicas, conflictos bélicos, pandemias y un sentido de nostalgia por un pasado idealizado. Apoyándoselos en referentes como Proust, ofrece una perspectiva diferente y analiza cómo la melancolía impulsa un deseo de retorno a una época dorada. Propone una reflexión sobre la necesidad de encontrar un sentido de pertenencia y hogar en un mundo en constante cambio, sin sucumbir a discursos melancólicos reaccionarios.

infoLibre adelanta aquí el capítulo titulado 'El tiempo perdido: memoria y deseo'. El ensayo llega estos días a las librerías, editado por Arpa.

Todos tenemos nuestra potencial reserva de melancolía. Todos buscamos algo porque todos hemos perdido algo. Hemos recorrido ya los caminos de la busca del objeto perdido. Es ya hora de pisar un terreno nuevo. Vamos a emprender una búsqueda nueva, la que da título a este libro. Se llama la busca del tiempo perdido.

Toda literatura está animada por el afán de capturar algo que de otro modo se escaparía, pero pocos han hecho de «lo perdido» su tema con la decisión de Marcel Proust en su gran obra A la busca del tiempo perdido. Cabe esperar, pues, que tendremos algo que aprender aquí. Ya solo atendiendo al título, se advierte que lo perdido aquí no es ya, como en Milton, el Paraíso, lo perdido no es pues continente ni objeto alguno, sino algo mucho más humilde y seguramente más fundamental: tan solo el tiempo, pero nada menos que el tiempo. El tiempo ha pasado, nos empuja siempre desde atrás, se nos ha escapado ya siempre, está ya siempre perdido; ¿será posible recobrarlo? En estos últimos capítulos, exploramos qué tiene Proust que enseñarnos para una lectura diferente, no melancólica y liberadora del «tiempo perdido».

Como es sabido, esta obra, escrita entre 1908 y 1922 y considerada una de las cumbres de la literatura francesa y universal, relata la vida de un Narrador, un tal Marcel, un joven perteneciente a la burguesía parisina que quiere ser escritor. Pero diversas tentaciones y peripecias mundanas se entrometen en su camino. Se sumerge en el mundo con las chicas, los veranos, las traiciones, los dialectos, las catedrales, las damas de la nobleza, los castillos, el arte, las sonatas, la estrategia militar, la Historia de Francia, las fiestas, la familia, los amigos; se retira de él con la enfermedad o la guerra. Descubre el amor, la homosexualidad, la belleza y la muerte. Pero ni ese dentro ni ese fuera parecen ser suficientes. Según avanza el fáctico tiempo de muerte que acucia a un Marcel Proust enfermo de asma que ha comenzado a escribir con cuarenta años, un Marcel Proust que más se encamina hacia la tumba cuanto más escribe, Proust quiere sin embargo hacer la mayor apuesta, apostar a que es posible, ha de ser posible, que el Narrador conquiste por fin, tras toda una vida de Marcel, el tiempo puro y eterno del relato.

Cuando el mundo acelera, poner en valor lo breve

No todo el mundo ha leído los siete volúmenes de A la busca del tiempo perdido —y es comprensible: aunque yo solo puedo decir que es el año y medio mejor invertido de mi vida—. No todo el mundo lo ha leído, pero todo el mundo ha oído hablar de «la magdalena de Proust». Es efectivamente el episodio más famoso de la obra. El Narrador da un bocado a una magdalena mojada en té y, según su sabor y aroma se extienden por la percepción, se precipita un recuerdo involuntario: el del pueblito de Combray, donde el Narrador pasaba la infancia.

A la busca del tiempo perdido da un lugar especial, de entre todos sus episodios, a algunos momentos privilegiados de recuerdo o reminiscencia. Son ellos los que comenzarán a enseñarnos algo acerca de «lo perdido». Es un buen punto de partida considerar que, cuando hablamos de algo muy importante para nosotros, frecuentemente lo estamos recordando. Algo que nos pasó, días en que fuimos muy felices, una persona a la que quisimos. Algo, en suma, que hemos perdido. De aquí el popular dicho de que solo valoramos algo cuando lo perdemos. Las cosas que más nos importan aparecen frecuentemente como perdidas. Han dejado su huella y su marca en nosotros porque ya no están. Importan en tanto que perdidas; ¿importan a pesar de que las hemos perdido, o importan porque las hemos perdido?

De ese sentimiento de pérdida y de sus efectos políticos hemos hablado hasta ahora. ¿Por qué Proust nos permite pensar lo perdido de un modo diferente a los melancólicos? La vía de acceso a lo perdido es para Proust la memoria. Todo se va a jugar en cómo se comprenda aquí la relación entre memoria, pérdida y reminiscencia. Precisando pues las preguntas que serán nuestro hilo conductor: ¿qué habilita ese «re» de la reminiscencia? ¿Qué es eso perdido que se busca y que se recupera? ¿Qué clase de retorno al objeto hay aquí? ¿Es acaso una recuperación donde me hago de nuevo dueño del objeto? ¿Es el gesto de Proust el mismo que el que vimos en los melancólicos cuando quieren re-cobrar el objeto una vez para siempre, por ejemplo, «volviendo a lo rural»? ¿Habilita el tipo de memoria de Proust una recuperación de la Edad Dorada? ¿O acaso no hay retorno alguno sino otra cosa?

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