Ciencia

ExoMars, un proyecto espacial turbulento

ExoMars, un proyecto espacial turbulento

Alicia Rivera

La Europa espacial ha cosechado éxitos clamorosos en la exploración del Sistema Solar. Por citar algunos: logró colocar en la superficie de Titán, una de las lunas de Saturno, su sonda Huygens, en 2004, en lo que sigue siendo todavía hoy el descenso más lejano jamás realizado; la complejísima misión Rosetta en el cometa Churyamov-Gerasimenko acaba de terminar cumpliendo los objetivos y con total satisfacción, pese a los fallos del módulo de descenso Philae. En orbita de Venus ha sido muy productiva la Venus Express, y en Marte sigue funcionando a pleno rendimiento la Mars Express. Pero, en el suelo del planeta rojo, ¿qué le pasa a la Agencia Europea del Espacio (ESA)? Si en los telescopios espaciales y misiones científicas en general la ESA no va a la zaga de la NASA, o incluso va por delante a menudo, su experiencia en Marte es muy inferior. El pasado día 19 de octubre el módulo europeo Schiparelli, de la misión ExoMars, se ha estrellado en el suelo del planeta rojo, con lo que Europa se ha apuntado el segundo descenso controlado fallido de los dos intentos de posarse allí que ha realizado. De paso, ha velado el éxito, ese mismo día, de la puesta en órbita marciana de la sonda TGO, que tomará datos del metano en la atmósfera del planeta vecino.

El espacio siempre es un entorno complejo, arriesgado y difícil donde casi nunca hay posibilidad de corregir errores una vez en vuelo. Así que siempre hay que contar con la posibilidad de fracaso: todos los países que realizan actividades espaciales han sufrido fallos catastróficos.

Pero conviene recordar que lo que no ha logrado la ESA ahora, el descenso controlado de una sonda en la superficie de Marte, ni logró tampoco, en 2003, con el también destrozado en el suelo Beagle 2 (un pequeño módulo de bajo coste que viajo con la Mars Express), lo ha cumplido con éxito la NASA ya en siete ocasiones, desde que, en 1976, colocó en la superficie marciana sus dos sondas Viking 1 y Viking 2, aunque sin olvidar el fallo garrafal, en 1999, de su Mars Polar Lander. Cuatro vehículos estadounidenses de esas siete misiones exitosas han rodado por Marte y dos aún siguen funcionando (el Opportunity, desde enero de 2004, y el Curiosity, desde 2012). La sonda Schiparelli no era un “por primera vez” mundial ni pretendía algo jamás realizado hasta ahora.

La NASA, con su gran experiencia iba a proporcionar a la misión europea ExoMars precisamente su avanzado sistema de descenso en Marte, con el que depositó allí sano y salvo el Curiosity. Pero, en 2012, la agencia espacial estadounidense canceló dicha colaboración con el programa europeo (también iba a aportar el cohete americano Atlas para los lanzamientos). Las limitaciones de financiación y la decisión de volcar su esfuerzo en el futuro gran telescopio espacial James Web, con presupuesto desbocado, propiciaron la retirada de la agencia estadounidense de esta colaboración con Europa para Marte. Y, con el éxito de su Curiosity, la NASA decidió enviar a Marte, en 2020, un vehículo gemelo (por tanto, con un coste inferior al del primero), aunque con notables mejoras en su equipamiento científico.

Para cubrir el agujero dramático que se abrió en el programa ExoMars, la ESA, volvió la mirada hacia el Este y se alió con la agencia espacial rusa Roscosmos, que se comprometió a proporcionar los cohetes Proton para los lanzamientos a la vez que desarrolla el sistema de descenso para el futuro vehículo de superficie en Marte de la segunda parte de la misión, que iba a partir en 2018, pero que ya se da por hecho que se retrasará hasta 2020. Y el riesgo es alto porque Rusia, pese al alto nivel y fiabilidad alcanzado en áreas de la actividad espacial como los lanzadores y las estaciones tripuladas, en la exploración de Marte ha cosechado un fracaso tras otro, con algún éxito parcial, desde su primera misión al planeta rojo, en 1960.

Para completar el ajuste tras el abandono de la NASA, la ESA asignó a la empresa italiana Thales Alenia Space la responsabilidad principal del desarrollo y construcción, en Italia, del sistema de descenso del Schiparelli (así como la sonda orbital TGO, construida en Francia).

El descenso en la superficie de otro mundo es una operación muy delicada que exige el funcionamiento secuencial y milimétricamente pautado de múltiples dispositivos e instrumentos (paracaídas, escudos térmicos, radar, a veces retrocohetes…) y sin margen de error o todo se va al traste. Y hasta lograrlo, los estadounidenses han ido paso a paso, de lo más fácil en la aproximación a Marte, el sobrevuelo, y la puesta en órbita de naves, para cumplir finalmente lo más difícil: el aterrizaje. Europa ha ido directamente a la puesta en órbita (con dos éxitos de dos intentos: Mars Express y ahora TGO) y a posar simultáneamente artefactos en el suelo, con dos fracasos de dos intentos.

Pese al fracaso de la maniobra de llegada al suelo, Schiaparelli, a diferencia del Beagle-2, sí envió datos de su descenso tomados hasta que falló, cuando le faltaban entre dos y cuatro kilómetros para llegar al suelo y acabó estrellándose a una velocidad de unos 300 kilómetros por hora con gran parte del combustible sin utilizar, lo que habría provocado su explosión, según la información que se van analizando. Esos datos, confían los expertos, serán importantes para e desarrollo del sistema de descenso en la segunda fase de la misión, dentro de cinco años.

El abandono de la NASA (poco entusiasta de las colaboraciones internacionales aunque ha cumplido con éxito misiones conjuntas con Europa como la Cassini-Huygens en Saturno) fue un tremendo contratiempo para el proyecto marciano europeo. Pero ExoMars ha estado plagado de cambios de planes, retrasos, sobrecostes, reconfiguraciones, gestión errática, financiación incompleta e incertidumbres desde el principio, desde que recibió luz verde, en 2005, en la conferencia de ministros de los países miembros de la ESA celebrada en Berlín.

En plena euforia de los vehículos rodantes (rover) en Marte, tras los éxitos del precursor Sojourner (1997) de la misión Mars Pathfinder y los impresionantes gemelos Spirit y Opportunity (2004) de la NASA, los ministros de la ESA no quisieron quedarse atrás y aprobaron una ambiciosa misión, cuya idea se originó en 2001, para poner en el suelo marciano su propio gran rover (y un modulo fijo) en 2011. Pero ExoMars, pese a concebirse como una misión dedicada a la exploración científica del planeta rojo, no se incluyó en el Directorado de Ciencia de la ESA, en el que todos los países están obligados a participar con una contribución proporcional a su PIB y que desarrolla sus proyectos con rigor y eficacia basándose en las propuestas de la comunidad científica. Este plan marciano europeo arrancó en el Programa Aurora de Exploración, uno de los programas opcionales de la ESA, en los que cada país decide si participa o no y con qué cantidad contribuye teniendo en cuenta, sobre todo, los intereses y expectativas de sus industrias. Italia (con una participación superior al 30%) tomo desde el primer momento el liderazgo de ExoMars, seguida por Francia y Reino Unido.

La misión se fue haciendo cada vez más ambiciosa y sufrió varios cambios de configuración, de manera que si empezó por ser fundamentalmente un rover, pasó a incluir un módulo en órbita marciana reclamado insistentemente por los científicos planetarios. Los experimentos a bordo crecieron y se hicieron más y más complejos. Si inicialmente se fijó el lanzamiento en 2011, los cambios e incertidumbres obligaron a ir retrasando la partida y finalmente la misión quedó desdoblada en las dos fases actuales: la de 2016 (con el Schiaparelli y el orbitador TGO) y la que partirá en 2020 con el rover (en desarrollo en el Reino Unido) y una plataforma rusa de superficie. Pese a los ambiciosos planes, el presupuesto total necesario de la misión en ningún momento ha estado garantizado en su totalidad, aunque las sucesivas conferencias ministeriales de la ESA han ido dando paso a la misión.

Según datos del CDTI (Centro para el Desarrollo Tecnológico e Industrial, del Ministerio de Economía), en 2010, con una estimación de “envolvente financiera” para ExoMars de mil millones de euros, los países participantes habían garantizado en conjunto 850 millones, de los que España aportaba en total 58,3 millones de euros (un 6,9% del presupuesto, mientras que su contribución al programa científico obligatorio de la ESA era el 8% del entonces presupuesto anual de dicho programa, de 450 millones). Pero el coste para la ESA (las dos fases) se sitúa ya en los 1.300 millones. La participación española en ExoMars (en la primera fase) se ha plasmado en diversas estructuras, sistemas y software aportados por siete empresas (Casa, Crisa, Elecnor Deimos, GMV, Iberespacio, Rymsa y Sener), así como la contribución de investigadores del Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAC) en el experimento NOMAD del TGO.

Todas las misiones espaciales sufren alteraciones y ajustes a lo largo de su desarrollo, pero la historia de ExoMars ha sido más accidentada de lo normal. Por cambiar, ha cambiado hasta la responsabilidad del proyecto dentro de la ESA ya que nació, en 2005, bajo el Directorado de Vuelos Espaciales Tripulados, Microgravedad y Exploración, y años después fue asignada al Directorado de Ciencia.

Eso si, el objetivo inicial de la misión se mantiene: buscar rastros de vida en Marte.

Ahora, pese a lo avanzado del programa, ExoMars sigue afrontando incertidumbres, y no solo las intrínsecas de la labor científica y de exploración. Para completar la misión de 2020 faltan aún al menos 200 millones de euros, financiación extra que los ministros de la ESA deben discutir para su eventual aprobación en su próxima reunión (en Lucerna, Suiza, el próximo diciembre).

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Encima de la mesa, el Consejo Ministerial de la agencia europea tendrá el éxito del TGO, pero también el fracaso de Schiparelli (especialmente crítico para Italia, que lo ha liderado), por muchos datos de gran utilidad que pueda proporcionar para futuros sistemas de descenso en la superficie planeta rojo.

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Alicia Rivera fue redactora de Ciencia y Tecnología de El País y ha recibido varios premios de periodismo científico.

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