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Sudán del Sur, tierra de gigantes: cómo los hijos de un país desangrado por la guerra triunfan en la NBA

Uno de los participantes en el campamento de la NBA en Sudán del Sur intenta una canasta.

3 de marzo de 1993, Phoenix, Arizona. Partido de la NBA que enfrenta a los Phoenix Suns contra los Washington Bullets. En el equipo capitalino juega un gigante de 2,31 metros y tan solo 90 kilos de peso. Más que caminar por la pista, el jugador parece que lucha para poder coordinar sus kilométricas y delgadas piernas para no caerse. De repente, alguien le pasa el balón en la línea de 3. Es el tercer cuarto de un partido donde no había intentado ningún triple antes. Duda un segundo. En los 90, a diferencia de ahora, tirar un triple para un jugador de más de 2,15 era un pecado. Entonces se decide. Lleva sus delgados brazos hasta detrás de su cabeza y tira. El balón gira sobre sí mismo hasta entrar en la canasta casi sin rozar el aro. Triple.

Esa noche mágica, Manute Bol escuchó el sonido de la red 5 veces más. Fueron 6 triples los que el jugador más alto de la historia de la NBA, solo superado por unos milímetros por Gheorghe Muresan, anotó en la segunda parte de ese partido. En los 2 primeros cuartos, Bol ni siquiera había intentado uno. Una hazaña que por su excepcionalidad, ha pasado a los libros de historia de la liga estadounidense. 

Fue el momento cumbre de la carrera baloncestística de Bol, cuya altura le convirtió en los 90 en una auténtica sensación de la liga. Sin embargo, si por algo es recordado el mítico gigante es por su faceta fuera de las canchas, sobre todo por su compromiso humanitario con su país de origen, Sudán del Sur. Tras su retirada en el 1996, aquejado de una artritis que le acompañaría el resto de su vida, invirtió buena parte del dinero que ganó en la NBA en ayuda humanitaria para su patria, un país ya entonces extremadamente pobre y asolado por el hambre, la desigualdad, las enfermedades y la guerra. Lo siguió haciendo incluso cuando ese dinero le comenzaba a faltar. Los problemas económicos le obligaron a renunciar a tratar su artritis y a vender buena parte de sus propiedades, llegando a vivir de alquiler la última parte de su vida. 

Bol murió completamente arruinado en 2010, mientras su país de origen todavía no había logrado su independencia definitiva, la cual llegaría un año más tarde. Varios familiares del jugador lucharon en el ejército de Liberación Nacional de Sudán del Sur y a día de hoy, el pívot sigue siendo reconocido como una figura clave en la joven historia de la nación.

Más de 10 años después de la muerte de Manute Bol, Sudán del Sur sigue siendo uno de los países más pobres del mundo, pasando la práctica totalidad de su historia en guerra. La nación ocupa un lugar destacado en lo negativo en la mayoría de los índices socioeconómicos mundiales. Según el Fondo Monetario Internacional es el segundo país con menos PIB per cápita y el que menor puntuación tiene en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, un indicador que mide variables como la esperanza de vida (tan solo de 57 años para los hombres y 60 para las mujeres), la educación y el ingreso per cápita. Hace unos pocos meses, sufrió el enésimo episodio de unas inundaciones que han abnegado el país en los últimos cuatro años. Dos terceras partes de su territorio y alrededor de un millón de personas se han visto afectadas por la catástrofe durante ese periodo de tiempo, según ACNUR.

De los campos de refugiados a las canchas

Mientras el país se desangra en medio de la pobreza y la incertidumbre, al otro lado del Atlántico, un sudanés del sur, Wenyen Gabriel está en plena lucha para intentar conseguir el anillo de la NBA. Juega en Los Ángeles Lakers, el equipo más famoso de la historia del baloncesto, donde han estado leyendas como Kobe Bryant, Magic Johnson o Pau Gasol. Esta temporada, este exrefugiado comparte vestuario con dos superestrellas internacionales como LeBron James y Anthony Davis. No son los principales favoritos para hacerse con el título, pero su historia, la de un niño que creció en un campo de refugiados en El Cairo, cuya familia tuvo que venderlo todo para escapar de la guerra civil y que se marchó a Estados Unidos en un programa de refugiados de la ONU, no parecía darle ni siquiera la posibilidad de soñar con colocarse un anillo de diamante en su dedo. Su historia de exilio es algo común en un país de 11 millones de habitantes que tiene más de cuatro millones de refugiados, un fenómeno que ACNUR califica como "la mayor crisis de refugiados de toda África"

Una gloria que sí ha conseguido la Selección Nacional de Sudán del Sur, convertida en un motivo de unión y orgullo para la nación tras su clasificación para el próximo Mundial de baloncesto, donde España defenderá el título logrado en 2019. El combinado nacional quedó primero en un grupo en el que se enfrentó a selecciones como Egipto y Senegal, precisamente contra esta última perdió su único partido durante toda la clasificación. Es un hito histórico, no solo para el país, sino también para todo el baloncesto, ya que nunca antes un país africano se había clasificado al Mundial en su primer intento.

El héroe de la victoria decisiva fue Nuni Omot, un jugador que nació en un campo de refugiados de Kenia después de que sus padres huyeran de Sudán del Sur por la guerra. A los 3 años pudo viajar a Estados Unidos, donde asistió a la Universidad de Baylor, una de las más importantes del baloncesto universitario, y actualmente juega en el equipo filial de los Orlando Magic.

Tras los pasos de Manute

La historia de éxito del baloncesto sudanés tiene un nombre propio: Luol Deng. Él es el presidente de la Federación de Sudán del Sur y también entrenador del equipo nacional. En su etapa como jugador, el sudanés jugó durante 15 años en la NBA en equipos como Chicago Bulls, Los Ángeles Lakers y Miami Heat, llegando a ser All-Star, es decir, uno de los 24 mejores jugadores de la NBA.

Deng es otro exiliado. Su padre era parlamentario de Sudán y tuvo que escapar a Egipto para huir de la guerra civil que sumía en esos años al país. Allí, Deng conoció a Manute Bol. Ambos eran de la misma tribu: los Dinka, famosos por ser, junto a los tutsis, la etnia más alta de todo África. Precisamente de esa tribu son muchos de los jugadores sudaneses que han llegado al baloncesto profesional.

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Bol no solo le dejó a Deng la pasión por el baloncesto, sino también un compromiso inquebrantable con su país de origen. Cuando se retiró constituyó una fundación con su nombre que intenta promover la paz en Sudán del Sur y reivindicar el impacto positivo del deporte en la sociedad. Deng fue alabado, por su compromiso cívico, por Barack Obama. El expresidente de Estados Unidos dijo de él: "En un mundo plagado de conflictos una de nuestras obligaciones más importantes es ocuparnos de las víctimas inocentes, y pocos entienden esto mejor que Luol Deng. Su dedicación a llevar esperanza a millones de personas es una inspiración, como lo es la propia vida de Luol”. 

Cuando Deng llegó a la presidencia de la federación su objetivo era organizar y profesionalizar una estructura para la práctica del baloncesto de la que el país carecía completamente. Cuatro años y muchísimos sacrificios después, puede decir que lo ha conseguido. El camino, sin embargo, no ha sido fácil. Deng tuvo que costear viajes y buena parte del presupuesto de la federación con su propio dinero, convencer a los jugadores de jugar con la selección y construir un proyecto ganador en uno de los países más pobres del mundo. 

Lo logró. Las imágenes de cientos de personas agolpadas en el aeropuerto de Yuba para recibir a la selección que había conseguido la clasificación para el mundial parecían un sueño en un país sumido en constantes conflictos. Era el sueño cumplido de Deng, el de un refugiado que años después de huir de la guerra pudo dar un motivo de alegría, y sobre todo, de unión, a la nación más joven y convulsa del mundo.

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