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El deber de hospitalidad

Edwy Plenel

Un día, nos acordaremos de Francia con vergüenza, a principios del siglo XXI, una democracia, su Estado, sus gobernantes y sus magistrados, criminalizaron un gesto elemental de humanidad: la solidaridad. Han hecho que nuestro continente, frente a un desafío humanitario sin precedentes desde las catástrofes europeas del siglo pasado, se de cita con su alma, retomando el fuerte discurso del presidente de SOS Méditerranée, Francis Vallat, ex armador fiel a las solidaridades elementales, como todo marino aprendió del mar: "En un momento dado, cuando alguien se hunde, lo salváis… Nosotros tratamos de salvar nuestra alma, la de Europa" (leer aquí nuestra entrevista).

En este contexto, nos preguntamos cómo, cuando llegue la hora de volver a las aulas, los profesores conseguirán responder a los estudiantes que les interrogarán sobre la condena en recurso del agricultor Cédric Herrou a cuatros meses de prisión condicional por haber ayudado a inmigrantes, con una motivación juzgada agravante por los magistrados: "una iniciativa de acción militante". Una condena sin indulgencia pues, de nuevo procesado por hechos similares y sin intención alguna de renunciar a sus compromisos solidarios en el Valle de la Roya (Alpes-Marítimos), Cédric Herrou se arriesga a una pena de prisión firme en su próxima reincidencia.

Pues la "solidaridad" figura explícitamente en los programas de educación moral y cívica (ver aquí), desde la escuela primaria, secundaria, hasta el instituto. Situada en un buen lugar, esta palabra sigue a las tres del lema republicano (libertad, igualdad y fraternidad) y a la laicidad, forma parte de los "principios" y de los "valores" que la educación nacional debe transmitir a nuestra juventud con el objetivo de que "su capacidad de vivir juntos" se base en "una misma exigencia de humanismo". Según su enunciado oficial (los programas están disponibles aquí y aquí), esta enseñanza prevé incluso educar a los alumnos sobre "la sensibilidad" como "un componente esencial en la vida moral y cívica: no hay conciencia moral que no se emocione, no se entusiasme o no se indigne".

Desde la escuela primaria, el "socorro al otro" es citado como ejemplo de este necesario "compromiso" en los affaires de la ciudad y en la marcha de la humanidad plasmada en estas lecciones, invitando a "actuar individualmente y colectivamente" con el fin de "implicarse en la vida colectiva". Cuando llegamos al instituto, el refrán aparece todavía con más insistencia, ambicionando "la formación de una conciencia moral", alardeando "del ejercicio de un juicio crítico" y defendiendo "el sentido del compromiso". El affaire Cédric Herrou es bien, literalmente, un caso de colegio que ilustra el divorcio entre los gobernantes que han renunciado a los principios proclamados por nuestra República y los individuos que se esfuerzan por salvarlos haciéndolos vivir, más allá de los grandes discursos (por ejemplo este de Emmanuel Macron, confrontado a la realidad, explicado aquí).

Tanto como el alcalde de Grande-Synthe, Damien Carême, que se negó a ocultarse frente al deber de hospitalidad (ver su blog en Mediapart), Cédric Herrou es una figura moral, encarnando esta resistencia eterna a la razón del Estado, a su frío cinismo y a su imprevisto egoísmo. Los poseedores de esta razón tienen como costumbre burlarse ante la enunciación de esta palabra, "moral", olvidando que el Estado, del que se consideran guardianes, la enseña a las futuras generaciones, confiándola una dimensión cívica y rechazando relegarla al único dominio de lo íntimo y lo espiritual. Es por esto que la desobediencia cívica (leer aquí y aquí) que reivindican los militantes solidarios con los migrantes y refugiados, permanecerá como ejemplo de los combates por los cuales la humanidad se ha elevado, cuando los nombres de aquellos que los despreciaron o reprimieron permanecerán en el olvido.

Inventor del concepto "desobediencia civil" en 1849, el americano Henry David Thoreau rechazó pagar sus impuestos para impedir que estos financiaran la injusta guerra de conquista de Estados Unidos en México, al igual que la feminista Hubertine Auclert  que hizo lo mismo en 1879 para reivindicar el derecho de voto que había sido negado a las mujeres. ¿Quién no está de acuerdo, hoy, con que tanto el uno como el otro fueron precursores y visionarios cuando los políticos y las administraciones a las que se opusieron no veían más allá de su poder inmediato, testarudo y limitado, sin imaginación ni anticipación? Así, la actitud de los desobedientes, de ayer y de hoy, es tanto política como moral: asumiendo el riesgo, indignándose y resistiendo, convierten la democracia en una obra sin finalizar, en construcción permanente.

"¿El ciudadano –se interrogaba Thoreau-, debe un solo instante, en el que percibe cualquier cosa, abandonar su conciencia ante el legislador? Entonces, ¿por qué tenemos conciencia? Creo que, en primer lugar, todos debemos ser hombres, después sujetos". Un poco más de un medio siglo antes, la Declaración de los Derechos Humanos de 1789 no decía otra cosa enunciando, desde su artículo 2, la "resistencia a la opresión" entre "los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre" (ver aquí). ¿Entonces, excepto ignorando todo principio de humanidad, quién no ve, entre nosotros, que hay un efecto de opresión cuando los Estados se niegan a ayudar a hombres, mujeres y niños en desamparo o en peligro, no socorriéndoles cuando arriesgan sus vidas con la simple esperanza de sobrevivir, no los acogen cuando huyen de la guerra y la miseria, de violencias y de sequedades, de desórdenes económicos, de negaciones democráticas y desarreglos climáticos, no los alimentan ni los albergan, no les acuerdan siquiera el mínimo vital?

Lejos de relevar peticiones de principios abstractos, estas palabras, que fundan una ética de la solidaridad, están concretamente inscritas en una masa de textos internacionales y europeos - tratados, convenios, resoluciones, declaraciones, directivas, etc.- que, desde la Segunda Guerra Mundial, obligan a los Estados a respetarlas. Cuando estos últimos se burlan de ellas, con la complicidad activa de gobernantes incapaces de acudir a la cita con sus responsabilidades históricas, alimentando los egoísmos nacionales y jugando con las dobleces identitarias, la responsabilidad de defenderlas recae en las manos de la sociedad. Este es el sentido de las acciones de Cédric Herrou, como de tantos otros militantes asociativos. Acciones que revelan la injusticia y la cobardía de las políticas oficiales, de selección entre los inmigrantes y cierre de fronteras, insoportables para el poder establecido.

El realismo está del lado de la solidaridad

Pues, contrariamente a los sermones de la vulgata política y mediática que se nos repite desde hace años, el realismo está del lado de este mundo asociativo y militante. Realismo de principios, evidentemente, que, a fuerza de ser pisoteados por las administraciones estatales y por los gobiernos en el poder, se convierten en palabras vaciadas de sentido y, como consecuencia, en diques inmensamente frágiles frente a las regresiones xenófobas, autoritarias e identitarias. Así, ¿cómo no alarmarse ante el foso abisal que se crea entre el mundo unánime de los defensores de los derechos humanos y las políticas puestas en marcha, tanto bajo esta presidencia como bajo las precedentes, en contra de los migrantes? Su peritaje, alimentado de la experiencia vivida, es considerado insignificante por un Estado que sólo razona en términos de flujo, de existencias y de cifras, sin jamás prestar atención a las realidades humanas que se encuentran detrás y de las que podrían aprender.

El muy independiente y respetado Defensor de los Derechos Humanos (aquí y también aquí), la Comisión Consultiva de los Derechos Humanos -con la unanimidad de las sesenta asociaciones que reagrupa (aquí)-, y ONG tan diversas como Amnistía Internacional, Cimade, Médicos del Mundo, Médicos sin fronteras y el Secours catholique (aquí), han tomado posición contra esta criminalización de la solidaridad, proclamando que se trata de la puesta en práctica de la defensa de los derechos humanos fundamentales, ¡nada más!

El Estado continúa con su ceguera e irresponsabilidad, controla, reprime, interpela, detiene, persigue, examina, demanda ante la justicia, condena… "Ni traficantes ni delincuentes –replicaron recientemente varias ONG y asociaciones-, estas personas [que ayudan a los emigrantes], preocupadas, intimidadas, perseguidas y en lo sucesivo condenadas, son ante todo defensores de los derechos humanos. Porque se trata de proteger los derechos violados de personas emigrantes y refugiadas, que se ven confrontadas a la inacción, a los fallos e, incluso, a los ataques de estos derechos por las autoridades francesas".

Pero lo que revela este divorcio entre un Estado, que apuesta por una indiferencia colectiva que entretiene, y los militantes, cuyos actos individuales tienen como objetivo despertar las conciencias, es también el irrealismo inoperante de las políticas oficiales cuando, al contrario, el mundo asociativo da ejemplo de un pragmatismo eficaz. Pues, ¿qué han hecho nuestros gobernantes desde que la acentuación interdependiente de crisis democráticas, humanitarias, de seguridad pública, sociales y ecológicas, etc., ha acelerado la puesta en marcha de una humanidad en busca de supervivencia y en busca de dignidad, venida del mundo árabe y del continente africano? No han querido escuchar nada, tampoco tratar de comprenderlo. En lugar de medir de manera sostenible y persistente este estremecimiento, se empeñan en evitar el nuevo mundo diseñado por este estremecimiento, donde refugiados políticos y emigrantes económicos son enmarañados, dónde los desastres de la guerra y los desórdenes climáticos avanzan sin tregua, donde definitivamente Europa es requerida por un deber de hospitalidad.

La misma Unión Europea que impone a sus pueblos políticas económicas uniformes, impuestas sin apenas tiempo, ha sido incapaz de elaborar respuestas comunes, solidariamente compartidas por sus Estados miembros, sobre las cuestiones migratorias. Impotente a la hora de elaborar soluciones a la altura de un desafío histórico, prefirió deshacerse del problema, apartar, rechazar, alejarse, etc., de esta realidad humana que la revuelve y la molesta. Así, en 2015, presionó el gobierno italiano para poner fin a la operación de socorro en el mar, conocida como Mare Nostrum, para dar prioridad, con Frontex, a la vigilancia de sus fronteras. Después, en 2016, concluyó el acuerdo de la vergüenza con Turquía (leer aquí), subcontratando a Ankara para bloquear a los refugiados, mediante finanzas -los emigrantes no son más que una moneda de intercambio- y silencio -la deriva autoritaria del régimen continúa sin ningún impedimento-.

Es este mismo acuerdo el que, con la celosa defensa de Francia, la UE quiere hoy reproducir en Libia (leer aquí), en un país todavía más inestable, devastado y desgarrado, dónde las violencias y los abusos sufridos por los emigrantes han sido comprobados. ¿Cómo no temer que esta promoción de Libia como auxiliar de las políticas de control migratorio, irá acompañada de una tolerancia culpable frente a las violaciones de los derechos humanos y de los principios democráticos sufridas por su pueblo? Más aún cuando parece que las autoridades libias y las autoridades italianas se han puesto súbitamente de acuerdo, las primeras persiguen a los navíos de salvamento en mar (leer aquí), las segundas criminalizan a las ONG que los fletan (leer aquí la alerta de Migreurop y aquí el informe de Forensic Oceanography). Es como si, para curar una enfermedad, se condenara a los médicos que, día tras día, tratan de encontrar el remedio.

El repliegue sobre nosotros mismos, nuestras fronteras, nuestras naciones, nuestras comodidades, nuestras indiferencias, es una peligrosa ilusión que no nos protegerá de los trastornos de este nuevo mundo donde "no estamos solos", según la pertinente fórmula de Bertrand Badie, a quien le gustaría encontrar gobernantes capaces de ver más lejos, de pensar más grande, de actuar más allá del corto plazo (leer aquí). Analistas políticos, geógrafos, historiadores, demógrafos, etc., numerosos son los investigadores que documentan esta complejidad inédita de la cuestión migratoria, que una política digna debería asumir. Si fueran leídos, mejor escuchados, entenderíamos esta pedagogía necesaria, capaz de citar las dificultades objetivas de la acogida y de la integración, enunciando al mismo tiempo esta verdad: no tenemos más elección, excepto cortarnos del movimiento del mundo y de la exigencia de humanidad.

François Gemenne es uno de los más notables de entre ellos, quien, en una llamada luminosa a "abrir las fronteras" (leer aquí, acceso no gratuito), puso en evidencia el "vacío político abisal" de las respuestas europeas a una crisis que, subraya, "no es la de los refugiados": "Primero, esta crisis es la de Europa. Porque revela su incapacidad para responder dignamente y coherentemente a una de las crisis humanitarias más graves que haya conocido a sus puertas". Europa, lo sabemos, fue una divinidad de la mitología griega. Hace un cuarto de siglo, el filósofo René Schérer exhumaba a una de las figuras referida a Zeus, el dios de los dioses: Zeus hospitalario, dios de la hospitalidad (ver aquí). Este Zeus que encontramos en la Odisea, en el momento del regreso final de Ulises de Ithaque.

Disfrazado de mendigo, mugriento y miserable, Ulises, desposeído de sus poderes, fue acogido de buena gracia por un humilde chiquero que, ante sus agradecimientos, replica: "Extranjero, no tengo derecho, incluso si viene alguien más miserable que yo, a faltar el respeto a un huésped. Todos son enviados de Zeus, extranjeros y mendigos". El mismo helenista, Jean-Pierre Vernant, esta gran figura de la resistencia democrática y del rigor intelectual, hacía hincapié en este surco, donde se mezcla la antigua sabiduría y la misericordia espiritual, para invitarnos a construir puentes, para unir, para tender la mano, en definitiva, para ser solidarios: "Para que verdaderamente exista alguien dentro, es necesario que se abra hacia fuera, para recibirlo en su seno. Para ser uno, hay que proyectarse hacia lo extranjero, prolongarse en él y por él. Permanecer anclado en su identidad, es perderse y dejar de ser. Nos conocemos, nos construimos por el contacto, el intercambio, el comercio con el otro. Entre las orillas de uno mismo y del otro, el hombre es un puente".

Cédric Herrou y sus semejantes son hombres que, construyendo puentes, salvan el alma de Europa.

Cuando se silencia la libertad

  Traducción : Irene Casado Sánchez

Leer en francés:

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