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Los escándalos políticos en Brasil pasan factura a la economía

Más de 5.000 patos inflables fueron colocados este martes por la patronal frente al Congreso brasileño en protesta por los impuestos bajo el lema: "No voy a pagar el pato".

Silmara Silva todavía se acuerda del día en que se marchó de Rondonia (noroeste de Brasil) para instalarse en São Paulo, hace ahora exactamente siete años. “No tenía nada, sólo una maleta, y mi hija, adolescente, a la que alimentar”, rememora con un pizca de nostalgia en la voz. Silmara, que llegó para estudiar peluquería enseguida encontró un empleo en un Brasil en pleno auge. Hasta que le diagnosticaron alergia al formol, el año pasado, lo que la llevó al hospital. “Perdí mi trabajo, me gasté todos los ahorros en la atención sanitaria y ya no pude hacer frente al alquiler”, añade.

Madre e hija ahora son ocupas. Silmara es activista de Terra Livre, una de las numerosas asociaciones que aglutina a los sin techo de Brasil. En la capital económica brasileña, las ocupaciones de edificios abandonados se han multiplicado. A finales de 2012 se contabilizaban 250, dos años después el número se elevaba a 680. Y el fenómeno no para de crecer de forma exponencial, a medida que aumenta el número de familias que, como le ocurrió a Silmara, lo han perdido todo en pocos meses. Para sobrevivir, la expeluquera hace pulseras que vende en la calle. Su hija que creció en São Paulo, confiada en que tendría un futuro mejor, se muestra muy crítica.

Brasil, que resistió de forma sorprende a la crisis económica mundial de 2008, se hunde y la rapidez de la caída acaba con las ilusiones de miles de hogares. Esta misma semana, el Gobierno anunciaba que el PIB retrocedería un 3,05% en 2016; la caída del Producto Interior Bruto fue del 3,8% el año pasado. El gigante sudamericano no había conocido dos años consecutivos de recesión desde 1930: el paro ha pasado de ser del 4,5% al 9,5% en un año y ya se contabilizan 10 millones de desempleados; la inflación oscila entre el 7,5% y el 10%, minando con ello un poco más la capacidad de consumo de los hogares, en caída libre. A esta situación se une la austeridad fiscal decretada por Dilma Rousseff para acabar con el déficit y que se aplica en todos los Ministerios, incluso aquellos que financian los programas sociales. De modo que, por primera vez desde 1992, la renta disponible de los trabajadores está disminuyendo, mientras vuelve a aumentar la desigualdad. Asistimos al fin de la transformación que marcaron los años de Lula en el Gobierno, así como la primera legislatura de Dilma Rousseff.

¿Cómo hemos llegado a ese punto? Principalmente, es fruto de la ralentización mundial, dado que la economía brasileña no ha cambiado y sigue dependiendo de las exportaciones de materias primas (de productos agrícolas y mineral de hierro principalmente). La demanda china permitió a Lula implantar atrevidos programas sociales, aunque no revolucionarios. Para costearlos, nunca tocó los ingresos (a menudo, renta) de los ricos, en uno de los países más desiguales del mundo. No se emprendió ninguna reforma fiscal y el impuesto sobre la renta es muy poco progresivo (la retención máxima es del 27,5%). Además, los dividendos empresariales están exentos de impuestos, un caso único en el mundo.

Ahora bien, Dilma Rousseff ha heredado una situación completamente diferente. Mientras los ingresos no dejaban de disminuir, fue necesario tomar medidas. En un primer momento, Rousseff intentó radicalizar sus políticas en pro de los trabajadores. Para ello aumentó los programas sociales y obligó a los bancos públicos a prestar más dinero y en mejores condiciones. Incluso obligó al Banco Central a bajar los tipos de interés, hasta alcanzar unos niveles históricamente bajos del 6,5%.

No se trataba de una medida técnica. Dichos tipos, destinados a combatir la inflación, son los mismos a los que se financia el Estado, tradicionalmente de los más altos del mundo, lo que tiene una repercusión doble. Inhiben la inversión productiva –¿por qué apostar por la industria si los bonos del Tesoro de Brasil reportan más beneficios y carecen de riesgos?– y reducen el gasto público, ya que las partidas destinadas al pago de la deuda están hinchadas como consecuencia del aumento de tipos. Para los bancos y los fondos, nacionales y extranjeros, supone toda una ganga. Lula había evitado el pulso. Dilma Rousseff ha aceptado el reto.

“El problema es que Dilma Rousseff no ha tenido en cuenta el impacto político de la batalla”, explica el economista André Singer, profesor en la Universidad de São Paulo. No ha considerado necesario explicar a la población sus políticas, para recabar apoyos. También pasó por alto la importancia de los movimientos sociales. “Dilma, progresivamente aislada por la burguesía, terminó por ceder inmediatamente en lo fundamental –los tipos de interés– y después a la hora de recortar en gasto social. Enseguida dio marcha a atrás hasta retroceder a la casilla de salida”, resume André Singer. Desde que fue reelegida en el cargo –no sin dificultades– en octubre de 2014, Dilma Rousseff parecer haber capitulado por completo y aprueba buena parte del programa de Aecio Neves, su oponente político, de derechas. Se trata de una medida destinada a seducir de nuevo a la patronal. En vano.

Si las empresas han dado la espalda a la presidenta es porque no querían seguir adelante con la política de subidas salariales. En junio de 2013, Brasil descubría, entre la fascinación y la preocupación, la movilización de cientos de miles de jóvenes que reclamaban en las calles una mejora en los servicios públicos. Para la patronal, la verdadera preocupación era otra: en 2013 se registraron 2.050 huelgas, las mayores protestas registradas desde 1978. El Dieese (Departamento Intersindical de Estadística y Estudios Económicos) calcula que dos millones de trabajadores pararon, consiguiendo un resultado positivo en el 80% de las negociaciones salariales. Para el Dieese, se trata de un “desplazamiento del centro a la periferia, de las categorías organizadas sindicalmente hacia los sectores sin tradición huelguista”. Los banqueros exigían ya que se diese marcha atrás y se volviesen a subir los tipos. En ese momento ya contaban con el apoyo de los sectores industriales.

Destrucción de la producción

Desde 2014, las políticas de austeridad aprobadas por el Gobierno persiguen dos objetivos: moderar el gasto público para reducir el déficit y provocar un aumento del desempleo, que beneficia a la patronal. Pero el impacto es devastador. Los despidos aumentan de forma dramática y desencadenan un círculo vicioso. El miedo al desempleo y las dificultades para acceder al crédito (debido al aumento de los tipos, actualmente al 14,75%) hunden el consumo de los hogares, principal motor de crecimiento durante el Gobierno de Lula. En un país en que el 51,3% de los impuestos dependen del consumo –frente al 34% de media en el seno de la OCDE–, el impacto sobre los ingresos fiscales es desolador, lo que lleva al Gobierno a aprobar nuevos recortes. “Sobre todo porque los tipos de interés han hecho que aumentase la carga de la deuda, a costa de los gastos públicos útiles”, señala el economista Joso Sicsu, profesor en la Universidad Federal de Río de Janeiro.

La austeridad se generaliza. Por primera vez desde 2003, alcanza a los programas sociales (prestaciones familiares y de desemepleo, ayudas para viviendas sociales, becas universitarias, etc.). Y, a partir de 2015, se extiende a las financiación de infraestructuras. Los planes de construcción o de ampliación de carreteras, puentes o puertos se posponen, bloqueando con ello el segundo motor de la economía de los años de Lula. En 2014, por ejemplo, las inversiones en infraestructuras ascendieron a 227.000 millones de reales, tres veces más que hace una década. Y el hundimiento no viene sólo de la potencia económica pública, los actores privados también se paralizan.

Porque las consecuencias de la austeridad se multiplican a partir de marzo de 2014, con la entrada en escena de la Policía Federal, que sacó a la luz un escándalo de corrupción en el seno de la compañía nacional de hidrocarburos Petrobras, el caso Lava Jato. Los responsables de la empresa pública idearon un sistema de sobrefacturación con un cartel formado por las principales empresas de construcción (Oderbrecht, Carmago Corrêa y OAS, entre otras), lo que permitía financiar ilegalmente a los partidos en el Gobierno.

El ensañamiento, que en ocasiones bordea la ley, del juez Serge Moro, que dirige la investigación, ha llevado a la cárcel a decenas de figuras políticas y de dirigentes empresariales. Marcelo Odebrecht, director de la empresa familiar que lleva su nombre, la principal constructora, pasó nueve meses entre rejas antes de ser condenado a 19 años de cárcel, una pena que puede ver reducida si decide tirar de la manta. La sola posibilidad, hace temblar a la clase política. La prensa dispone de una lista de donaciones de Odebrecht (ilegales o no, los documentos no lo precisan) que apunta a más de 200 cargos de 24 partidos, de todos los colores.

Las consecuencias políticas del escándalo son ya conocidas: Dilma Rousseff puede ser destituida y la oposición sueña en voz alta con ver en la cárcel, en las próximas semanas, a Lula, su predecesor en el Gobierno. En el terreno económico, el impacto ya se conjuga en presente. En 2015, los ingresos fiscales cayeron un 5,6%, pero los indicadores para este año hacen temblar. En febrero de 2016, los ingresos del Estado se redujeron en un 11,5% con respecto al mismo mes del año anterior. “A este ritmo, no se puede hablar de recesión, sino de depresión”, precisa Pedro Celestino, presidente del Club de Ingenieros de Río de Janeiro.

El sector petrolífero y el de la construcción son los que tiran de Brasil. Sólo de la compañía Petrobras depende el 15% de las inversiones del país. Pero la empresa acaba de reducir un 30% la inversión prevista para los próximos cinco años, debido por supuesto al escándalo desvelado, pero también por la caída del precio del barril y el aumento de la deuda (que se realiza sobre todo en dólares, mientras que el real, la divisa nacional, se devaluó el 50% el año pasado). Esta situación ha provocado la quiebra de muchos de proveedores, así como de numerosos ayuntamientos. En el Estado de Río de Janeiro, por ejemplo, donde los royalties petroleros suponen la primera fuente de ingresos, los profesores y una parte del personal sanitario hace meses que ya no perciben sus salarios. El presupuesto en seguridad se ha recortado en un tercio, pese a que la “ciudad maravillosa” acogerá los Juegos Olímpicos en solo cinco meses.

En lo que se refiere a las empresas de la construcción, que forman parte del cartel corrupto, decapitadas y privadas de contratos, sufren graves problemas de tesorería. Sobre todo porque han aceptado reembolsar los fondos malversados a cambio de que sus dirigentes se beneficien de una reducción de condenas. La mayoría de los grupos han visto cómo se rebajaba su calificación crediticia y se hallan inmersos en una carrera por conseguir dinero fresco, lo que los obliga a desprenderse de preciosos activos. En concreto, Carmago Corrêa ha vendido su participación en Alpargatas, la empresa que fabrica las chanclas más famosas del mundo, mientras que OAS ha liquidado sus acciones en Invepar, una empresa especializada en infraestructuras de transporte. Los gigantes del sector hacen caer con ello a sus proveedores más pequeños y las quiebras de empresas de la construcción se han duplicado entre enero y octubre con los despedidos subsiguientes, en un sector que emplea a mucha mano de obra.

Para Pedro Celestino, la crisis ha supuesto el comienzo de “un ciclo de destrucción profunda del sector productivo brasileño”. Y pone como ejemplo a Usiminas, el líder del acero en América Latina que acaba de cerrar su fábrica de Cubatão, en el Estado de Sao Paulo, lo que ha dejado sin empleo a 4.000 personas. “Entre los despedidos, 200 ingenieros, lo que supone tirar a la basura la experiencia acumulada de la única fábrica donde se producían planchas de acero destinadas a la construcción naval”, explica Pedro Celestino. Cuando el sector petrolífero recupere el pulso, y con él los astilleros, Brasil probablemente deba importar unas planchas que producía en el país. “Supone un retroceso de 70 años”, concluye el presidente del Club de los Ingenieros.

La economía, mañana

El desmantelamiento de las compañías nacionales líderes está en marcha. Petrobras, que acaba de anunciar pérdidas por importe de 36.900 millones en el cuarto trimestre, no repartirá los dividendos de 2015. Puesto que no puede financiarse en los mercados –su calificación ha sido rebajada–, sólo se sostiene gracias a los 10.000 millones de dólares que le presta la Banca China de Desarrollo y gracias a la previsión de que se desprenderá de activos, hasta la fecha considerados fundamentales en la empresa (como la distribución de combustibles), por valor 14.000 millones de dólares.

Y lo que es peor, Petrobras está a punto de perder su condición de operador privilegiado en la explotación de los yacimientos de petróleo descubiertos en el país –denominados pre-sal porque se encuentran bajo una capa de sal situada entre 5 y 7 km bajo el agua–. El descubrimiento de estos yacimientos llevó a Lula, en 2010, a proponer un cambio legislativo de gran calado, provocando el enfado de las multinacionales extranjeras. Acabó con un régimen de concesión vigente en esa época y convirtió al Estado en propietario único del petróleo pre-sal, concediendo a Petrobras un estatus privilegiado –la empresa debe estar contar con al menos el 30% de todas las explotaciones– y oficializó unas políticas según las cuales los proveedores debían ser preferentemente nacionales.

En febrero pasado, los senadores votaron con nocturnidad, con el aval de Dilma Rousseff, una enmienda que en la práctica autoriza a las empresas extranjeras a participar solas en las licitaciones de explotaciones petrolíferas. El senador de derechas José Serra, entre los promotores del texto, argumenta que Petrobras ya no es capaz de asegurar la realización de sus funciones. La intervención de actores extranjeros salvaría la producción de petróleo brasileña. Un debate en el que no ha participado no ha participado, puesto que la prensa prácticamente ignora las discusiones que se llevan a cabo en el Congreso y las reacciones indignadas de los movimientos sociales.

El silencio se ha impuesto sobre todo porque nadie, en la clase política, parece tener un plan para sacar a Brasil de la crisis. El Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), principal fuerza de derechas, presenta la destitución de Dilma Rousseff como solución a todos los males de Brasil. “La agenda de la oposición ahora es el de las asociaciones patronales, en lucha abierta contra la presidenta”, afirma Renato Meirelles, director del Instituto Data Popular. “Pero estas propuestas a la hora de alejarse de forma continuada del Estado van a chocar con las convicciones de la mitad de los brasileños”, continúa, para recordar que Dilma Rousseff también debe su impopularidad al hecho de que introdujo cambios en sus políticas al comienzo del segundo mandado, decantándose por el rigor presupuestario.

En el Gobierno, la actitud es la contraria. “La prioridad hoy es evitar la caída de Dilma; mañana nos ocuparemos de la economía”, ha llegado a decir esta misma semana el expresidente Lula en un foro con sindicalistas. Este discurso no termina de calar en la población. Si los movimientos sociales lograsen, con su movilización, detener un proceso de destitución de la jefa del Estado, sería para cambiar las políticas económicas. En Brasilia, de momento, Dilma Rousseff se niega. Esta misma semana ha anunciado nuevos recortes presupuestarios que incluye el despido de funcionarios federales.

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Traducción: Mariola Moreno

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