Cada persona que busca alimento es una diana: así funciona la masacre del hambre en Gaza

Gwenaelle Lenoir (Mediapart)

El 3 de agosto, a primera hora de la mañana hace ya un calor sofocante. Ahmed, de 27 años, con siete personas a su cargo, entre ellas su madre, su esposa y sus hermanos, y sin ingresos desde hace veintidós meses, decide recorrer varios kilómetros para intentar conseguir algo de comer en el centro de distribución de la Fundación Humanitaria para Gaza (GHF, acrónimo en inglés muy utilizado) más cercano, el de Tina Rafah.

No es la primera vez. Sin ingresos, la familia no puede comprar los pocos alimentos que hay en los mercados. En cuanto a los camiones de ayuda humanitaria, autorizados de nuevo en cantidades mínimas desde finales de mayo tras un bloqueo total de once semanas, son saqueados nada más entrar en la Franja de Gaza por multitudes hambrientas o por bandas armadas. Por eso, Ahmed acude a veces al centro de la GHF. Es consciente del tumulto y del riesgo de que le disparen los soldados israelíes apostados en las inmediaciones.

A veces consigue un paquete de arroz o de pasta. Otras veces recoge del suelo lo que se ha caído. Otros días vuelve con las manos vacías.

Ese 3 de agosto, de camino, se une a él Youssef, de 22 años. Son vecinos en el barrio de tiendas de campaña donde están desplazados y se enfrentan a la misma escasez de alimentos. “Encontramos un tuk-tuk que nos llevó, lo que nos evitó andar durante horas”, cuenta Ahmed a Mediapart. “Llegamos cerca del lugar a la hora de la oración del Asr [por la tarde, ndr], hacía mucho calor, buscamos sombra mientras esperábamos a que abrieran. Y como había mucha gente, nos acercamos para ser de los primeros.”

“De repente, empezaron a disparar por todas partes, disparos muy fuertes, muy intensos, que provenían de los tanques que estaban cerca y de los drones cuadricópteros. Nos tiramos al suelo con todo el mundo, oíamos las balas silbar a nuestro alrededor. Le grité a Youssef que saliera de allí”, continúa Ahmed. “Los dos salimos corriendo”.

Tras una carrera desesperada, Ahmed decide esconderse en un pequeño edificio casi completamente destruido. Youssef se niega, teme ser aún más vulnerable allí. Los dos jóvenes se separan. Cuando la situación se calma, Ahmed retoma el camino hacia su tienda, en Jan Yunis, con las manos vacías. Al llegar, no encuentra a Youssef. Su joven vecino ha sido asesinado por un disparo de un cuadricóptero.

Su madre le prohíbe entonces volver a buscar ayuda a la GHF: “Prefiero que muramos de hambre”.

Masacres orquestadas

El centro nº 3, conocido como Tina Rafah, se encuentra en la “zona roja”, también llamada “zona militar activa” según la clasificación israelí. Está situado en el corredor de Morag, un eje este-oeste al sur de Jan Yunis, creado con excavadoras blindadas y explosivos por el ejército israelí y totalmente bajo su control. En otras palabras, cualquier palestino que se encuentre en los alrededores puede ser disparado.

Ir a recoger un paquete allí es exponerse al fuego de todo el armamento israelí, aéreo, terrestre y naval, y al de los mercenarios estadounidenses que custodian las instalaciones de la GHF, una turbia organización americano-israelí surgida de la nada en febrero.

Sin experiencia conocida en el ámbito humanitario y secreta en cuanto a sus fondos y su procedencia, solo se sabe que contraviene todas las prácticas humanitarias de independencia, transparencia y equidad, y que ha permitido a Tel Aviv y Washington romper los circuitos tradicionales de distribución de ayuda, probados durante décadas. La estrecha colaboración entre las agencias de la ONU y las ONG internacionales y locales permitía una distribución más cercana a la población, con unos 400 puntos repartidos por todo el territorio.

El gobierno israelí llevaba mucho tiempo tratando de controlar de principio a fin la ayuda humanitaria, por lo que acusó a Hamás de apoderarse de los cargamentos. Ese argumento fue desestimado por decenas de responsables de la ONU y humanitarios, así como por un informe de la agencia estadounidense USAID, poco sospechosa de connivencia con el movimiento islamista. Pero no importa. Como de costumbre, el pretexto fue suficiente para que Washington apoyara el plan israelí.

Murieron más de 2.000 personas buscando ayuda. Principalmente en las proximidades de los centros de la GHF

La militarización de la ayuda conduciría a la catástrofe, alertaron los profesionales humanitarios. Mediapart documentó todo el proceso, paso a paso.

Cien días después de la apertura de los centros el 27 de mayo, se ha consumado la tragedia. Y, como suele ocurrir, ya no es noticia. Los medios de comunicación ni siquiera mencionan los disparos diarios contra los desesperados, ni las aglomeraciones mortales de hambrientos. Cada día, el ministerio palestino da el balance de muertos e indica el número de personas que buscaban ayuda.

Según la información recopilada y contrastada por la ONU, han muerto buscando ayuda más de 2.000 personas. Principalmente cerca de los centros de la GHF, y también cerca del paso fronterizo de Zikim, al norte del territorio, por donde entran desde finales de mayo camiones cargados de palés en cantidades totalmente insuficientes según los profesionales humanitarios. Nada más entrar en el enclave palestino son asaltados por las masas. El ejército israelí dispara sistemáticamente.

Ser asesinado o herido al ir a buscar un paquete de alimentos se ha convertido en algo habitual. La trampa de la GHF es casi perfecta.

“El caos es totalmente intencionado y todo está orquestado para provocarlo”, analiza un trabajador humanitario conocedor de la Franja de Gaza. “Los centros abren una media de veinte minutos al día, de forma totalmente aleatoria. Los disparos indiscriminados contra la población civil, por parte de los mercenarios de la GHF o de los soldados israelíes, son sistemáticos”.

Es difícil detectar el objetivo final de este caos, que la GHF, consultada por Mediapart, dice que no existe: “Es absolutamente falso», respondió el servicio de comunicación. Una pista podría ser el desplazamiento de la población, ya que “las necesidades no se encuentran donde se han montado los centros”, asegura el profesional humanitario.

“Trampas” y “Juegos del Hambre”

Médicos Sin Fronteras (MSF) gestiona dos centros de atención primaria, Al-Mawassi y Al-Attar, cerca de dos centros de la GHF, el nº 3, donde fue asesinado Youssef, y el nº 2. En agosto, la ONG publicó un informe aterrador y bien documentado, redactado a partir de las observaciones realizadas por sus equipos médicos en esos dos centros. El informe se titula This is not aid. This is orchestrated killing (Eso no es ayuda. Es una matanza orquestada).

Entre principios de junio y finales de julio, los dos pequeños centros de salud de MSF recibieron a 1.380 personas abatidas, entre ellas 28 cadáveres procedentes de los dos centros cercanos de la GHF; 174 presentaban heridas de bala, entre ellos mujeres y niños. Se trata de una pequeña parte de las víctimas, ya que la mayoría, según indica la ONG, son trasladadas directamente a hospitales equipados para tratar heridas de bala.

“Veo cómo se llenan las carreteras. Oigo gritos y abucheos. Veo a gente en carros con sacos de comida, y luego empiezan a llegar los heridos, casi al mismo tiempo”, narra en el informe de julio la responsable de actividades de enfermería de MSF. “Tengo pacientes heridos de bala que son transportados en las mismas bolsas de plástico que llevaban para recoger comida.”

El documento destaca también: “Los equipos se han acostumbrado tanto a la afluencia de heridos después de cada distribución que han empezado a vigilar las redes sociales de la GHF —utilizadas para anunciar la apertura de los centros— para asegurarse de que los equipos médicos estén preparados con antelación”.

Un coordinador de MSF, horrorizado, afirma en julio: “Nunca hubiera imaginado tener que enfrentarme a una situación así: atender a pacientes directamente alcanzados por balas mientras buscaban comida. Y la situación no ha dejado de empeorar. Empezamos a ver cómo traen a personas ya muertas. Gente muy joven. Sin documentos de identidad. Sin familiares a su lado.”

Los palestinos son tan conscientes de lo que ocurre alrededor y dentro de los centros de la GHF que los llaman las “trampas”, los "Juegos del Hambre".

Cada persona hambrienta se convierte en una diana

Mustafa perdió allí a su mejor amigo, y el fútbol de Palestina a su Pelé. Suleiman al-Obeid, estrella del balón, fue asesinado el 6 de agosto, en el mismo lugar que Youssef.

El futbolista tampoco tenía trabajo ni ingresos. Comprar alimentos en los mercados está fuera del alcance de todos los Suleiman, Youssef o Ahmed del territorio. Gran parte de los alimentos proceden del saqueo de los pocos convoyes humanitarios autorizados a entrar en Gaza. Sus precios son estratosféricos.

“No era la primera vez que iba al sitio nº 3. Ya no tenía ingresos, ya que los equipos de fútbol, como los demás, ya no jugaban. Solo pensaba en alimentar a sus cinco hijos. Era su única preocupación. Esta vez, su mujer, Oum Nassim, le había pedido que no fuera, pero él se negó”, cuenta Mustafa a Mediapart. “Se marchó con su hermano y unos sobrinos antes del amanecer. Unas horas más tarde, vinieron a decirle a Oum que había resultado herido por un disparo de un cuadricóptero. Había fallecido junto a un primo. Su hermano, herido en el cuello, había intentado ayudarlos, pero era demasiado tarde.”

“Cuando los cuadricópteros llegan y disparan, se acabó”, explica el coordinador médico de MSF citado en el informe. “Hay niños que mueren por disparos indiscriminados contra las multitudes que se agolpan alrededor de los emplazamientos de la GHF.”

Los que consiguen algo son los que se atreven a acercarse lo más posible, justo a la línea de muerte, bajo la colina donde están los tanques

¿Quién es el responsable de esas masacres? La GHF niega cualquier implicación. Sin embargo, dos exguardias han testificado lo contrario, uno de forma anónima ante la BBC y el otro a cara descubierta ante France 24. El ejército israelí, cada vez que ha sido interpelado, ha indicado que está investigando “el incidente”. Sin más precisiones ni resultados.

El servicio de prensa del ejército responde a Mediapart de manera general: “A raíz de los incidentes en los que civiles llegados a los centros de distribución habrían sufrido daños, se han llevado a cabo investigaciones exhaustivas en el mando sur y se han dado instrucciones a las fuerzas sobre el terreno en base a las lecciones aprendidas”. El ejército explica que también ha realizado ajustes: la construcción de nuevas vallas, la instalación de señales de tráfico y “otras medidas”.

Algunos de sus soldados dan versiones muy diferentes. Así, en una investigación del periódico israelí Haaretz publicada el 26 de junio, los soldados indican que recibieron la orden de disparar a civiles desarmados: “Donde yo estaba destinado, mataban entre una y cinco personas al día”, declara uno de ellos, citado por el diario de centroizquierda.” Se les trata como a una fuerza hostil: no hay medidas de control de multitudes, ni gases lacrimógenos, solo disparos reales con todo lo imaginable (ametralladoras pesadas, lanzagranadas, morteros). Luego, una vez que se abre el centro, los disparos cesan y la gente sabe que puede acercarse. Nuestra forma de comunicación son los disparos”.

Cerca del paso fronterizo de Zikim, en el extremo norte del enclave palestino, se aplican los mismos métodos. Aquí no hay ningún centro de distribución, pero sí camiones de ayuda humanitaria que entran. No tienen tiempo de llegar a la plataforma logística del Programa Mundial de Alimentos (PMA). Apenas entran en el enclave son asaltados por personas hambrientas, las mismas que, en el sur, arriesgan su vida por un paquete de alimentos.

“El 95 % de los camiones de la ONU que transportan alimentos son saqueados”, continúa el trabajador humanitario familiarizado con la Franja de Gaza. “Solo los camiones comerciales tienen posibilidad de llegar a los almacenes, ya que van escoltados por hombres armados a los que los israelíes no atacan.”

Reglas no escritas en ninguna parte

Ramadan Attallah, de 44 años, padre de tres hijos y dos hijas, no tenía medios para comprar esos productos “comerciales”. Murió por el disparo de un dron cuadricóptero el 30 de julio, cuando intentaba recuperar una bolsa al paso de un convoy de camiones tras el paso fronterizo de Zikim. Su hijo de 18 años, Ali, se encontraba allí, pero no sabía que su padre había decidido correr el riesgo ese día.

Ali conoce bien esa zona peligrosa, ya que acude a ella casi todos los días. “Siempre está muy concurrida, hay mucha gente esperando los camiones, jóvenes, mujeres, niños y ancianos”, cuenta el joven a Mediapart. “Algunos acuden por la noche y duermen allí hasta el día siguiente. Otros acuden por la mañana y se quedan todo el día. La mayoría va con esperanza, creyendo que esta vez la suerte les sonreirá. Muchos vuelven una y otra vez con las manos vacías. Los que consiguen algo son los que se atreven a acercarse lo más posible, justo a la línea de muerte, bajo la colina donde están los tanques, frente a la línea de fuego”.

¿Qué nivel de desesperación hay que tener para llevar a cabo estos actos que parecen una locura? ¿Qué nivel de hambre?

Los que mueren, añade, suelen ser los que se arriesgan por primera vez. Como su padre. No conocen las reglas mortales no escritas en ningún sitio. “No saben adónde ir, dónde esconderse ni cómo escapar de los disparos indiscriminados. Cuando vio a la gente correr, mi padre corrió con ellos, sin saber adónde ir. Las balas venían de dos lados: de los drones y de los tanques. Todos los disparos eran indiscriminados. Los quadricópteros volaban muy bajo, lanzaban bombas y disparaban balas justo por encima de las cabezas de la gente. Había tantos en el cielo...”, relata Ali.

Así fue también como asesinaron a Ibrahim, de 19 años, el 21 de agosto. Dos de sus hermanos, su padre Khamis y él habían partido juntos hacia Zikim. Carecían de la experiencia de la que habla Ali. Después de pasar horas tumbados en el suelo para protegerse de las balas, se oyó un gran clamor: ¡llegaban los camiones! “Todo el mundo empezó a correr, incluido Ibrahim. En ese momento, los drones, los tanques y los buques de guerra comenzaron a disparar al azar”, relata un miembro de la familia una semana después. Ibrahim recibió un disparo directo en el corazón y se desplomó en los brazos de su hermano Hazem.

Día tras día, noche tras noche, decenas de personas arriesgan sus vidas por un bocado de comida. Cuando salen de su refugio, saben que quizá no vuelvan. ¿Qué nivel de desesperación hay que tener para llevar a cabo esos actos que parecen una locura? ¿Qué nivel de hambre?

Un coordinador médico de MSF, con amplia experiencia en zonas de guerra, describe en el informe ya citado una de las experiencias más difíciles de su vida: “Lo que estamos presenciando es realmente muy grave. Se está matando a la gente como a animales. No están armados. No son soldados. Son civiles que llevan bolsas de plástico con la esperanza de llevar a sus hogares harina o pasta.” Y concluye: “Ninguno de nosotros [humanitarios, ndr] estaba preparado para vivir esto”.

Caja negra

Las entrevistas se realizaron entre el 20 y el 28 de agosto con la ayuda de Ibrahim Badra.

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Traducción de Miguel López

 

El 3 de agosto, a primera hora de la mañana hace ya un calor sofocante. Ahmed, de 27 años, con siete personas a su cargo, entre ellas su madre, su esposa y sus hermanos, y sin ingresos desde hace veintidós meses, decide recorrer varios kilómetros para intentar conseguir algo de comer en el centro de distribución de la Fundación Humanitaria para Gaza (GHF, acrónimo en inglés muy utilizado) más cercano, el de Tina Rafah.

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