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@cibermonfi

Así no, España

La idea de que el fin justifica los medios no es de recibo en una democracia digna de ese nombre. La superioridad moral de la democracia estriba, precisamente, en que considera que no todo vale para enfrentarse a los retos que plantea la vida, por arduos que sean. No valen la tortura, la censura, el abuso de la violencia policial, la parcialidad de los jueces, el aplastamiento de las minorías, el lavado de cerebro y otras prácticas propias del Antiguo Régimen. Los medios que se emplean definen al sujeto, individual o colectivo; si emplea los mismos que los malvados no es otra cosa que un malvado.

La actual democracia española nació con serias carencias, fruto de las condiciones objetivas en que fue alumbrada. No solo el cogollo del poder franquista permaneció en sus puestos, también siguieron siendo dominantes muchos de sus valores. A diferencia de otros países occidentales, no hubo aquí una ruptura con la primacía de conceptos como el orden público, la unidad a toda costa y el respeto debido a la autoridad. Los que defienden que deben prevalecer las libertades y los derechos siguen siendo una minoría, para qué vamos a ocultarlo.

La barbarie de ETA abortó una posible evolución del régimen del 78 hacia un patrón mental más semejante al de los países situados al norte de los Pirineos. Aquí se aceptó con toda naturalidad que el terrorismo de ETA fuera combatido con el cierre de periódicos, la ilegalización de partidos, las torturas policiales y hasta la “guerra sucia” en territorio extranjero que practicaron los GAL. A la derecha autoritaria y nacionalista española –ahora representada por el tridente PP-Ciudadanos-Vox– le pareció de lo más normal, por supuesto. Más triste fue que buena parte de la izquierda asumiera también, aunque solo fuera de facto, la perversión de que el fin justifica los medios.

No habíamos terminado de salir de la pesadilla etarra cuando, el pasado año, el independentismo catalán le presentó a esta democracia un problema bastante espinoso. La respuesta al mismo ha vuelto a dejar mucho que desear, como subrayaba este lunes en este diario Ignacio Sánchez-Cuenca. Es cierto que los tanques no han invadido Las Ramblas, pero también lo es que la Policía española se excedió en la represión del 1-0, que los fiscales y jueces que llevan este caso actúan con notorios prejuicios ideológicos, que las acusaciones de rebelión y sedición son disparatadas, que el encarcelamiento preventivo de políticos catalanes avergüenza a cualquier verdadero liberal y que la exaltación de un nacionalismo alternativo, el rojigualdo, es una peligrosa incursión por la senda de los Trump, Bolsonaro, Orbán, Salvini y compañía. “La indiferencia social hacia el encarcelamiento de los líderes independentistas y la retórica del “golpe de Estado” muestran que nuestra democracia está en un proceso de degradación preocupante”, escribe, con más razón que un santo, Sánchez-Cuenca.

En estas circunstancias, todo aquel que conozca bien los pilares de la construcción europea no se extraña en absoluto de que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo le haya propinado un nuevo coscorrón a la justicia carpetovetónica al sentenciar ayer por unanimidad que, dada la manifiesta falta de imparcialidad de una magistrada de la Audiencia Nacional, Arnaldo Otegi vio vulnerados sus derechos en el juicio que le impuso diez años de prisión. Antes ese Tribunal ya había condenado a España por no investigar las posibles torturas al director del clausurado diario Egunkaria¿Alguien duda de que también vendrán otras condenatorias sobre los abusos en la represión del procés?

Las formas son muy importantes en democracia, aunque al juez Llarena y sus colegas no se lo parezca. Por razones de forma y también de fondo, tribunales y autoridades gubernamentales de Bélgica, Alemania y Suiza ya han rechazado las pretensiones de Llarena respecto a los políticos catalanes que huyeron de su tierra hace un año. Seamos serios, el independentismo catalán no ha dado un golpe de Estado como tantos repiten aquí como loros; un golpe de Estado es el intento de cambiar un régimen por la fuerza de las armas, o sea, lo del 18 de julio, lo de Pinochet en Chile, lo de Tejero y Milans del Bosch el 23F. El independentismo ni tan siquiera ha protagonizado un alzamiento tumultuario y violento que quepa calificar de rebelión o sedición. Si ahora vamos a tildar así cualquier grave discrepancia política, cualquier desobediencia al Gobierno central o al Tribunal Constitucional o cualquier manifestación callejera que termine con cubos de basura incendiados, que Dios nos pille confesados.

En 1786 se produjeron en el recién nacido Estados Unidos unos disturbios graves –de hecho, un levantamiento armado- en Massachusetts, la denominada rebelión de Shays. Thomas Jefferson, el redactor de la Declaración de Independencia, se opuso a que fuera reprimida con saña, señalando que una pequeña rebelión de vez en cuando es una buena cosa para la democracia, así puede ir corrigiendo sus imperfecciones. Poco después, siendo él víctima de graves calumnias en algunos medios de comunicación, se opuso a su cierre. Escribió al respecto: “Castigar estos errores con demasiada severidad sería suprimir la única salvaguardia de la libertad pública. (…) Si dependiese de mí decidir si deberíamos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no vacilaría un instante en preferir lo último”.

Jefferson era un hijo del Siglo de las Luces, un verdadero liberal. Resulta aterrador que, más de dos siglos después, esta especie siga siendo tan escasa en España.

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