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El blog del Foro Milicia y Democracia quiere ser un blog colectivo donde se planteen los temas de seguridad y defensa desde distintas perspectivas y abrirlos así a la participación y debate de los lectores. Está coordinado por Miguel López.

¿Son intercambiables el asalto al Capitolio y al Gobierno de Brasil?

Joaquín Ramón López Bravo

Se está imponiendo en la opinión pública y en los medios de comunicación social una cierta visión de que el movimiento autoritario de asalto al Capitolio y el dictatorial de Brasilia son idénticos o tan semejantes que son intercambiables. En mi opinión hay un elemento que desliga ambos movimientos: mientras que el “búfalo” y sus machotes no reclamaron la intervención del ejército para “poner orden”, lo primero que ha ocurrido en Brasil ha sido el llamamiento de los bolsonaristas al ejército para que “pusiera orden”, y no sólo que revertiera el resultado de las elecciones (en lo que sí coinciden más o menos con los estadounidenses) sino que impusiera su “autoridad” militar eliminando la democracia si era preciso. Eso difícilmente lo habría pedido un estadounidense.

Permítaseme una brevísima digresión. Entre las apropiaciones lingüísticas relevantes que hace el poder, el concepto de autoridad es una de las más sangrantes. Auctoritas es un concepto que tiene que ver con una superioridad moral o intelectual reconocida mayoritariamente por el entorno en el que se produce. Potestas, en cambio, es la capacidad de utilizar el poder o la fuerza. Si a las “autoridades” se les llamara “poderes”, seguramente sufrirían un mayor rechazo por parte de la sociedad. Ciertamente hay algunos momentos en que se les llama poderes (poder judicial, poder legislativo...) pero en general se huye de la palabra “poder”. Porque al poder le escuece que le llamen por su nombre. Así que ha calado un uso perverso de “autoridades” para mencionar a quienes frecuentemente no concitan ninguna adhesión debida al reconocimiento de una superioridad intelectual o moral. Simplemente ejercen un poder.

Pero a lo que iba. ¿Por qué los reaccionarios estadounidenses no llamaron a las fuerzas armadas a imponer el orden y los brasileños sí? El origen de esa diferencia está en la distinta consideración que las fuerzas armadas tienen para un estadounidense y para un brasileño, aunque quizá debería decir para cualquier latinoamericano. El estadounidense integra a las fuerzas armadas dentro de su ciudadanía. Sus militares, y especialmente sus jefes, están sometidos al mismo escrutinio legal y social que cualquier otro ciudadano, con las evidentes diferencias cuando se habla de actos relacionados con la profesión militar que lógicamente son encausados y vistos desde la perspectiva especial de la necesidad de defensa del país. Son ciudadanos de primera. Sufren en sus carnes los mismos problemas que el resto de los ciudadanos. Hasta se mimetizan en el ejército los problemas de la sociedad con el limitado respeto a las minorías, incluidas las mujeres. Pero lo cierto es que el ejército está “interiorizado” (con todas las salvedades que se quiera) y no es un “ente abstracto” al margen de la ley que rige para el resto de los ciudadanos.

En Brasil, como en casi todos los países latinoamericanos, el ejército es un ente separado, superior, poseedor de las armas y por ende la capacidad de imponer por la fuerza la “última ratio” de la patria, quien debe garantizar la “ley y el orden”. Quien usando el poder que el pueblo le delega puede “disciplinar” a la parte del pueblo que no se ajusta a lo que quienes detentan el poder real esperan de ellos. Siempre se ha hablado de las “dictaduras bananeras”, con cierto desprecio hacia los países en los que los pronunciamientos militares han ido llevando más o menos frecuentemente al poder político a generales, coroneles y otros altos empleos militares, utilizando un poder que no les pertenece, porque el ciudadano se lo ha delegado, para unas funciones que le extrañan del corpus social. Pero me temo que forma parte del “legado cultural” que allí dejamos los españoles.

El Estado moderno articuló diferentes medios para la convivencia, lejos de la justificación teocrática del poder. La Revolución Francesa puso el foco en la relación entre seres humanos iguales, y por tanto dio origen, entre otras doctrinas, al contractualismo, articulando la sociedad desde un contrato entre las personas integrantes de un colectivo social mediante el cual se ceden parcelas de libertad a cambio de ventajas colectivas. Estas cesiones y ventajas se articulan en leyes y procedimientos de aplicación que habitualmente se encargan a instituciones creadas precisamente para que, limitadas sus actuaciones por esas mismas leyes, administren la convivencia para que no sea una “ley de la selva” en la que cada uno actúe como mejor convenga a sus propios intereses.

Este es uno de los fundamentos de la existencia de fuerzas armadas regulares y cuerpos de seguridad, y tal vez el más importante: la renuncia del ciudadano a ejercer la violencia punitiva por sí mismo y ceder su uso a quienes rigen el grupo, habitualmente gobernantes y poderes establecidos, para que, en su nombre y en aras de una convivencia pacífica, administren y distribuyan la capacidad punitiva empleando para ello la violencia si es necesario.

Ocurre, sin embargo, que en ocasiones quienes deben administrar esa capacidad punitiva no lo hacen en pro de la sociedad en la que actúan, sino a favor de una parte de ésta. Dotados de una fuerza que pueden aplicar sin apenas capacidad de réplica por los ciudadanos, no dudan en olvidar el fin neutral y arbitral para el que fueron mandatados y vuelven esa fuerza contra la propia sociedad de la que emana su poder. Los siglos XIX, XX y este primer XXI están plagados de ejemplos de golpes militares, asonadas y pronunciamientos en todo el mundo y en los países latinoamericanos en especial, donde han florecido dictaduras militares con una facilidad que asombra. Por no citar nuestra España, tan dada a los ruidos de sable en esos dos primeros siglos. Tal vez, como digo anteriormente, entre el legado cultural que pasamos a nuestras excolonias estaba esta sensación de que quien tiene el poder militar puede ejercerlo contra cualquiera para imponer una visión de la sociedad siempre parcial, siempre excluyente, siempre violenta, saltándose el mandato recibido arguyendo unos “fines superiores” que no están presentes mayoritaria y democráticamente en la sociedad.

Pero en los Estados Unidos de América la cesión de esa capacidad de violencia punitiva no es perfecta. Quizá porque su independencia tuvo que ver más con las milicias populares que con el ejército de la metrópoli convertido en “nacionalista”, o tal vez porque su construcción como país tuvo mucho que ver con una cierta aplicación de la violencia particular, ha quedado un resto importante de esa cesión de la violencia punitiva: el derecho constitucional a portar armas que tienen los ciudadanos particulares. Y quien tiene un arma suele ser para utilizarla si lo considera necesario, como es el caso de las abundantes milicias paramilitares que se han creado en ese país. No suponen una parte importante de la sociedad, pero son un ejemplo de defensa del individualismo por no considerar ajustado a sus intereses el contrato social. Si a todo ello se le suma una gran unión entre las fuerzas armadas y la gran mayoría de la sociedad civil y la sumisión indubitada del poder militar al civil, más el respeto enorme por la democracia, aunque sea solamente en lo formal, es difícil que el ejército sea llamado a dar un golpe de Estado y más aún que éste lo secunde por un grupo airado de civiles. Al menos hasta la fecha.

Se procura por los mandos y por los poderes fácticos que el ejército conviva CON la sociedad y no EN la sociedad

En Latinoamérica, dicho de una forma muy general, como en España, el poder militar es algo ajeno a la sociedad, sometido a unos códigos especiales y diferentes, muy jerarquizados. Se procura por los mandos y por los poderes fácticos que el ejército conviva CON la sociedad y no EN la sociedad. Lo que a un civil puede costarle una multa o una sanción de cumplimiento en servicios sociales o similar, al militar le ocasiona la pena de privación de libertad muchas veces sin un procedimiento contradictorio donde se analice si la infracción realmente existe, cuáles son las causas, si son imputables a la persona y finalmente si la gravedad merece la privación de la libertad. Se aplica el código militar (trufado de preceptos de tiempos muy pasados en los que el respeto a los derechos humanos era inexistente) y punto.

Esto hace que una parte de la sociedad que considera perjudicados sus derechos, personas ligadas a una concepción conservadora o ultraconservadora de la sociedad que ven peligrar el statu quo que esas personas consideran perfecto e inamovible aunque en muchas ocasiones les perjudica, llamen a ese poder externo y ajeno, al que incluso constitucionalmente se le otorgan poderes como “defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional” (artículo 8 de la Constitución). Naturalmente se entiende la defensa del territorio y la Constitución frente a agresiones de terceros, como parte de la defensa de la soberanía nacional que es la primera misión que el artículo 8 encomienda a las FAS, pero una interpretación rebuscada y sin duda torticera, teñida por doscientos años de asonadas en nuestra historia en los que la milicia se ha arrogado la capacidad de imponer una u otra forma de Estado y/o gobierno, incluso guerra civil mediante, hace que en determinados círculos se hayan hecho llamamientos más o menos indisimulados al golpe porque el desarrollo social no se ajusta a lo que los poderes fácticos desean.

Algo similar ha ocurrido en Brasil, donde la unión del militarismo con la religión, combinación que la historia ha demostrado ser nefasta causante de multitud de guerras, enfrentamientos, masacres y persecuciones, más las prebendas que los militares reservaron para sí tras la dictadura que acabó en 1985, y que no eran sino continuación de las que ya tenían en etapas previas, han dado como resultado el llamamiento de los acampados frente a los cuarteles (con la complacencia de éstos) a una asonada militar.

Es curioso que cada vez que se intentan políticas sociales igualitarias (consideradas “de izquierdas”) haya llamamientos a la insurrección militar para imponer políticas netamente conservadoras e inmovilistas. No se debe olvidar que Jair Messias Bolsonaro fue capitán del ejército, involucrado (aunque varias veces absuelto) en diferentes protestas militares e incluso en una presunta operación terrorista, Operación Beco Sem Saída, de cuya organización fue absuelto por el Superior Tribunal Militar al no considerar admisible la prueba caligráfica presentada por la policía militar.

Siempre he sido un firme defensor de la integración de los militares en la sociedad civil, considerándoles ciudadanos de uniforme con los mismos derechos y obligaciones que el resto de los ciudadanos, salvo en aquellos momentos en los que lamentablemente tienen que ejercer su profesión. Y digo lamentablemente porque la violencia sólo engendra violencia y cuando se recurre a ella, incluso aunque sea el último y único recurso, el rastro de destrucción física y moral que deja a su paso tarda años, cuando no siglos, en borrarse de la historia de los pueblos. Estoy seguro de que una mayor imbricación de lo militar en la sociedad civil, una sujeción real y aceptada al poder civil (me resisto a decir a la autoridad civil) sin ese marchamo de diferencia e incluso superioridad, acabaría con esos llamamientos a imponer por la fuerza de las armas lo que no se gana en las urnas. O al menos no tendrían el eco en las FAS que tuvieron las amenazas que nos pusieron los pelos de punta a 26 millones de españoles.

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Publicado el
1 de febrero de 2023 - 20:50 h
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