La burocracia

Una amiga contaba, hace unos días, que había llorado haciendo un trámite. De desesperación, se entiende. La moza tiene dos doctorados y ni por esas. Si el Estado (como Hacienda) somos todos, ¿por qué nadie lo entiende cuando habla?

Rememore, querido lector, su último encontronazo con la dulcísima burocracia y señale en este muñeco dónde le hizo daño. Servidor tiene anécdotas jugosísimas y, además, es hijo de funcionario. Recuerdo que cuando era chaval y le pedía a mi padre que me acercase en coche a algún lado, solía requerirme que hiciese la petición por vía ordinaria, asegurándome que recibiría respuesta en un plazo de cinco días hábiles. Carne de psiquiatra, oiga. Ya talludito, creo haberme peleado con todos los niveles del sistema: desde las pedanías hasta los ministerios.

Recuerdo con mucho cariño aquella vez que recibí una citación de la Agencia Tributaria y, como no entendía ni jota, me presenté en ese tanatorio colosal al que llaman sus oficinas centrales. Cita previa y papelote bajo el brazo, pregunté a una burócrata que qué quería decir aquello, que nada me da más gusto que pagar impuestos porque soy un bolchevique. La doña, con sus gafas de concha y su blusa último grito mil novecientos ochentaitrés, levantó el teléfono y llamó a un propio, que a su vez convocó a un par de camaradas que no dudaron en consultar a un vicesecretario, dos chambelanes, seis docenas de gentileshombres, medio ujier y un caballerizo mayor.

Yo tamborileaba con los dedos en mi carpetita mientras decenas de funcionarios se agolpaban tras el escritorio gris, a la lumbre de un fluorescente reciclado de la brigada político-social. Pasaron diez minutos de confusos murmullos hasta que alguien dio un respingo: "Seguro que Manolo lo sabe". Rápidamente marcaron una extensión con muchos numeritos y me mandaron al escritorio del oráculo. Tras él, Manolo rebosaba por los costados de la silla. Lentes bifocales, un ojo mirando a Cuenca y el otro a Antequera y la papada más lustrosa que han visto los siglos. Le expuse mi duda y, con la sencilla autoridad de quien conoce la mecánica que rige el mundo, me dijo: Tienes que marcar la casilla 511. Jamás olvidaré cómo su calva resplandecía de sabiduría.

Me conformaría con un escuadrón de semiólogos y logopedas que aclare, de una vez por todas, los diferentes usos de la clave PIN, el certificado digital y el DNI electrónico

De aquella aventura aprendí una valiosa lección: el sistema no se entiende a sí mismo. Buen chiste, gran tragedia. Si uno, que lo tiene todo a favor, no entiende ni papa, cómo lo pasarán los demás. ¿Es que, acaso, los que tienen menos privilegios académicos tienen menos derecho a obtener una subvención? Cualquiera pensaría que algún hijoputa quiere que el personal desista en la segunda pantalla de error.

Quizás es mucho pedir que los leguleyos que sacaron la plaza repitiendo el BOE como papagayos hablen como personas, pero no me parece descabellado crear una escuela de traductores que nos explique por qué nos crujen por tener dos pagadores (como si se aguantase a dos jefes por gusto). También me conformaría con un escuadrón de semiólogos y logopedas que aclaren, de una vez por todas, los diferentes usos de la clave PIN, el certificado digital y el DNI electrónico. Puede que durante ese complicadísimo proceso (que ríete tú de los doce trabajos de Hércules) alguien con mando en plaza notase que apenas funcionan una de cada treinta y siete veces e hiciese por enmendarlo. ¡Milagro!

Hace un par de años, me hicieron una inspección porque el gobierno murciano (lo juro) me había pagado a destiempo. Descuadre trimestral de la administración con ella misma, pero acabé palmando yo. En algún sitio tengo que tener las cartitas de amor que amenazaban con embargarme hasta la camisa por cien eurillos de IVA que, para colmo, ¡había pagado! Financiar con tus impuestos a los mismos que te reclaman cosas en una jerga incomprensible tiene su guasa.

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