La canción del verano

Me habían prometido que en verano no había noticias. Ja, ¡tremendo embuste! Quince de julio y el refrescante debate sobre el estado de la nación de fondo. Mire usted, no son horas. Tendríamos que estar panza arriba y en remojo leyendo sobre la serpiente que una señora de Cáceres se ha encontrado en el retrete o las aventuras de un señor manchego que doma buitres. Recuerdo aquellos reportajes de mi niñez sobre heladeros chiflados que vendían sabores inoportunos: un cucurucho con sabor a boquerones en vinagre con una bola de morcilla de Burgos, por favor.

Pero no, no me pueden dar el gusto. Largan a Boris Johnson, dimite (con gatillazo) el primer ministro italiano, sonada crisis en el periodismo patrio cortesía de Villarejo, el nuevo líder de la oposición recupera el chispeante «todo es ETA», los rusos nos cortan el gas, la inflación marca hitos históricos y un nuevo telescopio nos enseña los horterísimos confines del universo en la última semana.  ¿Es que no saben estarse quietos? ¡Madre de Dios!

Apuf. Aquí me tienen, sudando por partes cuya existencia ignoraba mientras leo la prensa con la esperanza de que se me ocurra algún chiste. Fuera, el dulcísimo canto de las chicharras y Consuelo, la vecina del bajo, en plena combustión espontánea. He pensado en ponerme una camisa hawaiana (alguna ventaja tendrá parecerse al informático gordo de Jurassic Park) y meter los pies en un balde con agua, pero temo electrocutarme. Imaginen que me encuentran frito y de esa guisa; quita, quita.

Lo siento, pero me rindo. Solo acontecen sucesos importantísimos y no me da la cabeza para más análisis: tantos meses dando las claves de la actualidad le dejan a uno exhausto. Este kiosco echa la persiana, que no queremos que se cuele la solana

Intentando animarme, busco lo último de Georgie Dann, el bardo inmortal. ¡Sacrebleu! Parece que palmó en navidad. No levanto cabeza. Salto de periódico en periódico intentando encontrar alguno de esos temas golosones que tanto gustan a mis lectores. Leo que hay rumores de renuncia en la sede apostólica. ¡Cómo! Occidente no sirve ni para leña. Me zambullo en las páginas de sociedad, a la búsqueda de alguna ridiculez estival con la que levantar el ánimo. Nada de nada. Pienso que me alegraría uno de esos reportajes fotográficos de monjas votando, pero siquiera hay elecciones a la vista. Aquí y allá veo a periodistas diciendo que no todos los periodistas son iguales. Asiendo con magnanimidad. ¿Pasará esta consigna el fact checking? Ojalá que nunca lo sepamos. La modita del periodismo de datos es lo peor que nos ha pasado en quinquenios. Voy a hacerme una camiseta con un lema rumboso: no hay hechos sino interpretaciones. Lo mismo me invitan a alguna tertulia, aunque sea en Radio Clásica.

Nada, que no hay manera de escribir la página sandunguera de esta semana. ¡Sapristi! Me cuentan la enésima polémica sobre el sobrepeso y los consejos no pedidos: quizás podría escribir un elogio de la gordura, pero me parece que eso ya lo hizo Juan Manuel de Prada. Recórcholis. Las gotas de sudor me bajan por la nariz y caen en el teclado. ¿Estarán enviándome un mensaje? ¿Será esta una alternativa asquerosa a la ouija? Levanto los ojos y veo el crucifijo de mi escritorio. «Joaquín», me digo, «cuidado que te condenas». Me llamo a mí mismo por el nombre de pila: me trato con mucha confianza.

Lo siento, pero me rindo. Solo acontecen sucesos importantísimos y no me da la cabeza para más análisis: tantos meses dando las claves de la actualidad le dejan a uno exhausto. Este kiosco echa la persiana, que no queremos que se cuele la solana. Volveremos en septiembre, con información fresquísima y olorcillo a piña colada. Sean buenos, no jueguen con la pelota dentro de casa y vayan por la sombra.

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