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Cine infantil

Tengo pocos amigos y una suscripción a Disney plas. Apasionante biografía, ¿eh? Para rentabilizar los ocho eurillos que dono a la maquiavélica corporación del ratón orejudo, la otra tarde me puse a revisitar las películas de mi infancia y… válgame el Señor. Menuda colección de atrocidades.

No se salva ni una: orfandad, fieras antropófagas y maleficios. Qué calamidad. Mucho blablablá con la generación de cristal, pero nuestros padres no tuvieron mejor idea que ponernos largometrajes que traumatizarían al mismísimo Hannibal Lecter. Miren: a Bambi le fusilan a la madre en sus propias narices y el padre de Simba muere por aplastamiento. ¿Merlín el encantador y La Cenicienta? Abuso de menores y explotación infantil. Mucho "aijóoo, aijó", gruñones y muditos, pero unos minutillos antes se le iba arrancar el corazón a una muchacha para resolver un concurso de belleza. ¡Tongo! Además, ¿cómo es que la madrastra tenía una cajita con incrustaciones y pedrería para guardarlo? Ahí había premeditación.

Mucho "aijóoo, aijó", gruñones y muditos, pero unos minutillos antes se le iba a arrancar el corazón a una muchacha para resolver un concurso de belleza.

¿Qué es ese ruidillo? Parece el dulce concierto del rechinar de dientes mezclado con una ventisca de caspa. "Los wokes quieren dinamitar los cimientos morales de Occidente", escriben algunos columnistas alopécicos. "Ningún gobierno me impedirá abandonar a mis hijos en un cinefórum misógino y racista", añade otro. Uno se queda perplejo. ¿Dónde estará la malvadísima censura izquierdista cuando puedes menear las posadoras al ritmo del dubidú quiero ser como tú sin necesidad de acercarte al videoclub? Dan ganas de asomar la cabeza por el tragaluz de algunas secciones de opinión y gritarles fortísimo: que no son gigantes, idiotas, ¡que son molinos!

Hace unos meses un quebranto afligió el espíritu de las gentes sensatas. En la nueva de Buzz Lightyear dos mozas se daban un pico. Fotograma y medio, oiga. ¡Intolerable, obsceno! Mejor, la edificante historia de una bestia que rapta muchachas del pueblo vecino con la esperanza de que confundan el síndrome de Estocolmo con el amor verdadero. ¿Cómo dice? ¿Que usted no se siente representado por una moza que tiene su primera menstruación? ¡No se preocupe! Seguro que evitamos ese molesto problemilla con el relato costumbrista de un anciano chalado cuya marioneta cobra vida y, tras caer en manos de unos zorros antropomorfos y visitar una feria burrificante, termina en el vientre de una ballena.

En mi casa teníamos quemado el VHS de La tostadora valiente, la conmovedora aventura de un grupo de electrodomésticos que cruzan el país en busca de su dueño. La cinta incluye una pegadiza canción que cantan un montón de automóviles amontonados en un desguace. Sobre un coro ominoso que repite "inútil, inútil", los coches que esperan a ser destrozados por las fauces de un compactador cantan: "Yo he venido aquí a morirme (bis), los tiempos felices que he vivido: todo eso ha quedado atrás". Violencia, angustia y miedo, pero ningún maromo haciéndole ojitos a otro: ah, good old times.

Esta viril y rectísima educación sentimental ha dado unos frutos admirables: examinando toda mi generación, no encontrará ninguna lesbiana, homosexual o desviado cuyas perversiones atenten contra la imperecedera ley natural. Tampoco ningún bolchevique peligroso; todo lo más, algún socialdemócrata que aún no ha reconocido ser de derechas. Pero, ¿qué futuro degenerado aguarda a las maleables mentes de los niños que vean negras y gordos en la pantalla? ¿Estamos condenando a toda una generación a la confusión moral? ¿Qué será lo próximo? ¿Un mejicano que no haga de narcotraficante? Que Dios nos asista.

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