Debería estudiarse en los colegios

No pasa un trimestre sin que alguna luminaria intente reformar el sistema educativo. "Debería estudiarse en los colegios", vociferan, con los ojos brillantitos como completos chalados. ¿Qué? Educación afectiva, frenología, el carné de conducir, ajedrez, un grado elemental de theremín, meditación trascendental (ooooooommmm) con un redondel pintado en la frente, finanzas elementales (cumplimentar la trimestral del IVA y otras gestiones apasionantes), fetichismo de pies, nutrición y taxidermia, etcétera, etcétera. Cada español tiene dentro (además de un seleccionador, un epidemiólogo y un mariscal de campo) a un pedagogo. Y cada pedagogo, un mono con dos platillos.

Si se añadiesen estas audaces morcillas al sistema educativo, los chavales por fin alcanzarían la ansiada jornada lectiva de veintidós horas. Gran jolgorio en la patronal: la dichosa conciliación al alcance de la mano. Mientras los encargados de Naciones Unidas y La Haya estudian los flecos de la propuesta, habrá que contentarse con sacar alguna materia para meter otra.

Nadie quiere quitarle horas ni a las Matemáticas ni a la Literatura, mucho menos a los idiomas (hablar servilmente la lengua del imperio es un must). La Filosofía tiene, inexplicablemente, muy buena prensa entre la gente que jamás ha leído a Aristóteles y las Ciencias no me las quiera tocar usted, mamarracho a medio ilustrar. Habrá que cargarse entonces la Educación Física. ¡Oh, no, con todo lo que hemos aprendido ahí! Como por ejemplo…

Hay un momento en la vida de un hombre en el que tiene que decidir si opositar a la policía nacional o matricularse en INEF

Hay un momento en la vida de un hombre en el que tiene que decidir si opositar a la policía nacional o matricularse en INEF. En ese instante trascendental, algunos héroes se sienten llamados a pasar la vida en chándal. Oh, hábito glorioso, más milagrero que el escapulario del Carmen. Arropados por las aterciopeladas texturas del táctel, estos magister instruyen a la chavalería en las provechosas cabriolas del plinto, el potro y las espalderas mientras instauran un fascismo aburrido que se ceba con los gordos y los torpes. Hay que treparse allá, saltar acá y reptar bajo las alambradas de la playa de Omaha: aprendizajes utilísimos para la vida cotidiana si uno viviese en un campo de refugiados cercano a las Ardenas.

A mis treinta y pico años, jamás he sacado dividendos a los hostiazos que me di contra el dichoso potro. Puede que esa generación que corrió delante de los grises (comillas, comillas) le sacase jugo al asunto; como los niños soviéticos que, entre anfetaminas y abusos sexuales, creían estar ganando la Guerra Fría bamboleándose entre las anillas. Digo más: no puede haber progreso, bien, belleza ni democracia mientras los jóvenes sigan siendo obligados a pasar la jornada en un chándal sudado gracias a la revitalizante sesión de balón prisionero de segunda hora. ¿Cómo puede una sociedad permanecer impasible ante el tormento de las hormonas y la pestilencia? Fuimos capaces de quitar la mili, camaradas, ¿cómo no vamos a poder librarnos del balón medicinal?

Una voz clama en el desierto: muchas vidas inocentes pueden salvarse del desnucamiento de la voltereta y el pino puente. La historia brama con sabiduría: ningún régimen obsesionado con la instrucción física ha terminado bien. ¿Los espartanos? Unos brutos. ¿Los atenienses? ¡Gente con toga! Recientes investigaciones han demostrado que en Núremberg les gustaba mucho saltar el plinto y hacer sentadillas.

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