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Los gordos

El lunes fui al otorrino (otro trepidante capítulo de mi existencia) con la sencilla misión de reclamar una prueba que espero desde hace año y medio. ¡Viva la sanidad pública! Me tocó en suerte uno de esos centros de especialidades de la periferia, con su sala de espera vacía, sus doce consultas para un solo facultativo y el alegre ruidillo de no haber purgado los radiadores. Tras esperar media hora en aquel limbo, una doctora me preguntó, incrédula, si tenía cita. Asentí solemnemente. Bajó al baño y al rato me llamó a capítulo.

Me pidieron que me sentara 'lejos' (cuestión de seguridad) y que explicase qué me pasaba. No había terminado la primera frase cuando me diagnosticaron «gordura». Abrí los ojos todo lo que pude, sorprendido ante semejante revelación. ¿Gordo, yo? ¡No me había dado cuenta! La cita prosiguió con su tradicional rinoscopia (tanto distanciamiento para acabar hurgándote en las narices), el «diga usted aaaaa» y un detalladísimo cuestionario sobre la consistencia y el color de mis flemas. «Insistiremos en que le hagan la prueba, pero le van a decir que pierda peso». Aham. Cogí el volante y marché, contoneándome, voluptuoso.

Toda mi vida he sido gordo y toda ella he aguantado esta clase de impertinencias. De chaval, tuve a un médico de cabecera que imputó a mis volúmenes dolencias inverosímiles. ¿Cefalea? El sobrepeso. ¿Una urticaria? El michelín. Una vez me pidió unos análisis (conste que me chifla un hemograma) y, como estaba de viaje, pasó a recogerlos mi santa madre. El matasanos la felicitó por haberme 'metido en cintura', porque aquel nivel bajísimo de colesterol era digno de una sílfide. Mientras, servidor, en la Toscana, poniéndose hasta los ojos de macarrones.

Afortunadamente nunca he padecido nada grave que haya podido ocultarse tras el diagnóstico de la gordura, pero habrá a quien le hayan hecho un roto porque las lorzas no dejan ver el bosque

Afortunadamente nunca he padecido nada grave que haya podido ocultarse tras el diagnóstico de la gordura, pero habrá a quien le hayan hecho un roto porque las lorzas no dejan ver el bosque. Me gusta ser orondo y pasear mi admirable contorno. Habrá a quien le incomode, pero a mí ni un poco. Además, siento que hago un servicio público. Verán: he recibido consejos de salud de gente que se alimenta a base de precocinados y ginebra. Un conocido, que un día se comió una ensalada por error, intentó persuadirme de los incontestables beneficios de una vida sin triglicéridos mientras la mandíbula le bailaba por soleares. En otra ocasión, un fisioterapeuta-chamán se empeñó en revelarme, entre palabrería holística y new age, que todos mis quebrantos mentales («el cuerpo afecta a la mente», decía el mentecato, como si el cerebro estuviese alojado en una palangana) eran causa de mi afición a los bocadillos. «Tienes que comer mejor», me recomendó. «No creo que nadie coma mejor que yo», le repliqué, «no te imaginas los quesos que tengo en la despensa, ni los vinos que me pimplo. No sabes lo bueno que es mi carnicero».

Si adelgazase treinta kilos y me convirtiese en un vulgar pinipón (todo cabeza sobre un cuerpo palillesco), ¿a quién aleccionarían estos gurús de pacotilla?, ¿a quién aconsejarían los cocainómanos y los aficionados a los anabolizantes? ¡No! Los divorciados runners necesitan a su némesis. ¡Piénsenlo! A los cretinos de Internet les va la vida en ello: si los glotones menguásemos, ¿cómo mantendrían su endeble autoestima? ¿Quién se encargaría de sublimar sus rencorosos traumas?

Sobre nuestros mullidos hombros cae el severo peso de la historia y el deber: habrá que inmolarse por el bien común, aunque los galenos metomentodo nos fustiguen con su mirada condescendiente y su complejo de dios. Oh, héroes rechonchos, miríficos descendientes del triglicérido, yo os convoco: quitaos la corona de laurel y echádselo a las lentejas.

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