Integrismo culinario

Saltó la liebre. Hace unos días, la simpatiquísima Ana Vega Biscayenne, que vale un potosí y sabe latín, contó que la carbonara no existe. Miles de italianos se tiraron de una góndola. Resulta que la primera receta escrita se publicó en la región toscana de Chicago, en 1952, señoreando Lorenzo el Magnífico. ¡Tate! La primera publicada en Italia es del 54, y lleva ajo y queso gruyere. Gran conmoción y rasgamiento de vestiduras de todos esos pelmazos que levantan la ceja si no tienes a mano un pedazo de pecorino y una pella de guanciale con las bendiciones por el romano pontífice.

Toda costumbre inmemorial es de ayer por la tarde. Tenemos anécdotas de sobra y sesudísimos estudios que fechan hace treinta años tal atavismo pintoresco de un pueblo de hondísima raigambre. "Hasta que el pueblo las canta, las coplas coplas no son", etcétera. Las tradiciones sirven para aglutinar a la gente y darles una identidad, así que es natural que los nacionalistas y las agencias de viajes se pirren por ellas. "Si es antiguo es valioso", afirman. Maravillosa oportunidad para invertir en instrumental quirúrgico herrumbroso, sangrías con sanguijuelas y bustos frenológicos. Así, como quien se hace cartujo, hay quien entrega su vida a la sacrosanta cruzada de la pureza gastronómica: censores de los ingredientes de la verdadera paella, custodios del plato regional, gente que liga su existencia a la mazamorra o al sándwich mixto. Cada cual elige el cerro por el que tirarse, conste, y todo me parece bien mientras no me den la lata.

Las tradiciones sirven para aglutinar a la gente y darles una identidad, así que es natural que los nacionalistas y las agencias de viajes se pirren por ellas. "Si es antiguo es valioso", afirman.

Además, suele ocurrir que los hooligans de la cuchara sopera suelen escoger platos que no son gran cosa. Miren, la paella está buena, pero es un plato de arroz que puede despacharse sin grandes alharacas. Que si el humo del sarmiento y el sahumerio de la tía Juana, muy bien, pero sofríes, echas el arroz, agua y esperas. Los zelotes de la pasta, tres cuartos. Macarrones adornados. ¿Buenísimos? Sí, pero armados con cuatro ingredientes y unos conocimientos culinarios con los que tampoco se llega a la luna, oiga. "Es que el cocido madrileño se come en tres coma catorce vuelcos, si no…". José Luis, querido, que estás hirviendo carnes en una olla, no te des tanta importancia.

Una vez, en un restaurante japonés de mucho renombre, me contaron que el chef se había pasado un quinquenio pelando nabos a pulso antes de que lo dejasen tocar el pescado. Por lo visto, filetear una caballa es un ejercicio de gran hondura espiritual. El fulano parecía rezarle a los cuchillos. No me jodas: te da tiempo a sacarte el carné de neurocirujano y el otro todavía anda practicando el cóctel de gambas.

Lo mejor que le ha pasado a la gastronomía (y al universo mundo en general) es la mezcolanza y el bastardeo. Si no, seguiríamos comiendo gazpacho sin tomate y desconoceríamos las bondades del kebab grasiento y del doble whopper con queso. O toda cocina es auténtica o ninguna lo es. Pero claro, nos dejamos guiar por tarados de degustan y por gentuza que le busca el retrogusto a un cartón de Don Simón. Así nos va.

No le pongo nata a la carbonara porque mi cardiólogo se suicidaría si meto otra grasa a un plato que lleva huevos, queso y tocino sobre hidratos de carbono; pero si a usted le gusta comer argamasa con la que se podrían cimentar rascacielos, ¡dese el gusto! Y si alguien le viene con la cantinela de que la sartenota aparatosa esa no se llama paellera, dele en los hocicos con ella y dígale que era un gong: que soltarle mamporrazos a los cretinos en mitad de la jeta es una antiquísima costumbre de su tierra que no se puede perder.

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