Repentinitis

José Luis, sesenta y cuatro años, diabetes tipo b, ciento cincuenta y tres kilos, la tensión arterial por bulerías y los hematocitos con la consistencia de la nocilla, ha muerto un año y cinco meses después de ponerse la tercera dosis de Pfizer. ¡Qué sospechoso! Me lo ha contado Paco, el kiosquero, que se pasa las horas muertas leyendo sobre estas cosillas en los mejores foros de las profundidades de internet. La otra tarde me llamó histérico: a Paquirrín, al que no se le conoce un vicio, le había dado un derrame. Recórcholis.

Me dice Paco que las grandes farmacéuticas quieren acallar estas noticias. Le he dicho que lo de Paquirrín lo he leído en el ¡Hola!, no en el Necronomicón. Masculla algo sobre la desinformación y me replica que la otra tarde un chaval perfectamente sano empotró el coche contra un alcornoque. Accidentes de tráfico, lo nunca visto. Intento tranquilizarlo: quiero que me cobre el último número de la revista de Lego y largarme cuanto antes, que la figurita no se monta sola. Me pide que investigue el alarmante número de fiambres vacunados. Menuda cochinada.

Me aseguran que es inevitable: te pones la vacuna contra el bichito y en los próximos cien años… ¡plas!, te mueres. Pasa lo mismo si te comes una manzana o si compras el café en formato ahorro, pero hasta ahora no se ha descubierto que Saimaza colabore con el Nuevo Orden Mundial. ¡Denles tiempo! En el afán periodístico que caracteriza a esta columna, he remitido cartas a todos los chalados de la nación, invitándoles a precisar el intervalo en el que el pinchazo va a dejarnos fritos. Vendría bien para organizarse: si me voy a quedar tieso un miércoles de enero me ahorro escatimar en la calefacción. Chúpate esa, kremlin. Lamentablemente, hasta ahora no he recibido respuesta: qué inesperado acontecimiento.

Me aseguran que es inevitable: te pones la vacuna contra el bichito y en los próximos cien años… ¡plas!, te mueres

Para aliviar mi curiosidad, esta mañana he telefoneado a la simpar Margarita del Val, mi epidemióloga de confianza. Le he preguntado que cómo iba lo de la extinción y me ha respondido que, según sus cábalas, deberíamos haber palmado ayer por la tarde. "Con la cantidad de bacilos, estreptococos, miasmas y protozoos que hay flotando en el éter, calculo que no llegaremos al final de esta conversación". Tras dos horas enumerando pestes y calamidades, se ha despedido muy amablemente, porque se le hacía tarde. "Tempus fugit, Joaquín". Como la charleta me había puesto rumboso, decidí presentarme en el falansterio donde vive Niño Becerra, para proseguir la festichola. "Para el fin de semana, habremos quebrado tres veces y no me extrañaría que la Unión Europea entrase en recesión antes de la cena". Con esa, me dijo, ya había pronosticado seiscientos veinticuatro mil cataclismos este trimestre. "Se han cumplido todos, lo que pasa es que la gente sigue como si nada". Qué maleducados.

Ya no hay agoreros como los de antes. ¡Al final van a tener razón todos esos viejos gritones! Maldita posmodernidad. Lo que daría por un buen gurú que nos citase encima de una colina, con día y hora, a pasar la tarde esperando a que una nave alienígena viniese a raptarnos. Las mejores vistas del apocalipsis, caminito de Raticulín. Me prometieron un microchip y las comodidades del 5G y en cuanto me meto en un túnel de la M30 se desintoniza la radio. Qué estafa.

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