La historia rima

Auschwitz, turismo negro y banalización del mal

Julián Casanova

Durante los últimos años del siglo XX, la reconstrucción de batallas históricas, la exposición de equipamiento militar y los museos comenzaron a presentarse como importantes aspectos de la cultura popular y del turismo de masas. El término "turismo negro" se acuñó en referencia a excursiones a lugares en donde se habían cometido atrocidades y en ese apartado, en Europa, Auschwitz ocupó y ocupa un lugar destacado. Se considera un lugar único para "tocar" la historia, hacer fotos –si son selfies, mucho mejor– y comprar recuerdos. La manipulación política de huellas y lugares históricos no es algo nuevo, pero con la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y las memorias alternativas ha adquirido diferentes variaciones nacionales, presentadas como parte de una "memoria colectiva europea", de culpas repartidas, de construcción de mitos que sirven en diferentes períodos y procesos políticos.

Las teorías negacionistas, desde las más radicales que atribuyen el Holocausto a una conspiración judía a otras más selectivas, han ganado terreno en los últimos años. El revisionismo y los intentos de rehabilitar criminales de guerra fascistas son característicos del postcomunismo en una buena parte de los países de centro y este de Europa.

Por eso es tan importante hoy, 27 de enero de 2020, setenta y cinco años después de la liberación del campo de Auschwitz-Birkenau, recordar aquella historia, llevarla a las aulas, establecer claramente la frontera entre los historiadores profesionales y los aficionados a la historia.

Antes de que Hitler y los nazis provocaran la Segunda Guerra Mundial, la historia ya había aportado un buen puñado de ejemplos de crímenes de guerra y de asesinatos en masa de poblaciones civiles. Pero el descubrimiento del Holocausto, del aniquilamiento sistemático de millones de judíos por los nazis y sus colaboradores, transformó el significado y comprensión del fenómeno del genocidio.

Los hechos son bien conocidos. La matanza masiva empezó con los judíos que los alemanes capturaban en las zonas conquistadas de la Unión Soviética en el verano de 1941 y en menos de cuatro años la "solución final" segó las vidas de más de cinco millones de hombres, mujeres y niños, casi la mitad de ellos en Polonia. Los nazis causaron esa destrucción y la Segunda Guerra Mundial fue el escenario apropiado en el que se expandió esa brutalidad. Pero para que todo eso fuera posible, tenía que haber mucha gente dispuesta a identificar a otros como sus enemigos o a considerar aceptable el exterminio.

En los últimos años, han aparecido numerosas investigaciones sobre la colaboración de la policía, de las administraciones locales y de las poblaciones de otros países invadidos por el ejército y las fuerzas de seguridad de Alemania. Aunque el número de personas implicadas y la complejidad de sus motivos impide cualquier explicación simple, lo que ha quedado al descubierto no es sólo el círculo de responsables y altos cargos nazis que organizaban las deportaciones, desde Heinrich Himmler a Adolf Eichmann, pasando por Reinhard Heydrich, sino también la amplia red de informantes y delatores que vieron necesario ese castigo mortal, por no mencionar a los británicos y norteamericanos que, desde el otro lado de la historia, abandonaron a los judíos.

La invasión de la Unión Soviética, iniciada con la "Operación Barbarroja" el 22 de junio de 1941, inauguró un nuevo tipo de guerra, con combates mucho más intensos que los librados en los dos años anteriores. La guerra en el frente oriental tuvo para los alemanes un carácter ideológico, contra el comunismo, y racial, contra los eslavos y los judíos. Hitler había planificado la campaña de forma minuciosa y ya en marzo de 1941 había advertido a sus generales y asesores militares que la guerra en el frente oriental sería "una guerra de exterminio". La Unión Soviética albergaba la mayor comunidad judía del mundo y para emprender esa cruzada secular y racial, esa "guerra doctrinaria" (Glaubenskrieg), los nazis crearon unos escuadrones especiales llamados Einzatzgruppen (Grupos de Acción Especial), unidades móviles de las SS, que acompañaban al ejército con el objetivo de ejecutar a los resistentes y enemigos capturados. En las cinco primeras semanas que siguieron a la invasión, mataron a 63.000 civiles.

El método utilizado al principio, el fusilamiento o el tiro en la nuca, no servía para acometer con rapidez la "Solución Final del Problema Judío", especialmente cuando, debido a la resistencia del ejército y del pueblo soviéticos, quedó claro que la guerra en el frente oriental iba a ser larga y costosa.

La mayoría de los 2.8 millones de judíos muertos en la Unión Soviética fueron fusilados o colgados, pero conforme la ocupación se extendía por los demás países, el número de judíos bajo dominio alemán era tan grande que los métodos de asesinato fueron perfeccionados con la construcción de campos donde las víctimas eran asfixiadas en cámaras de gas con monóxido de carbono y gas venenoso Zyklon B.

A finales de diciembre de 1941 comenzó el experimento de exterminio por gaseamiento en el campo de Chelmno, cerca de la ciudad polaca de Lodz. Además de Chelmno, los nazis crearon en el Este cinco campos de exterminio de judíos, prisioneros de guerra soviéticos y gitanos –Belzec, Sobibor, Treblinka, Madjanek y Auschwitz-Birkenau–, situados todos ellos en lo que había sido territorio polaco hasta la guerra, en lugares apartados aunque cercanos a las grandes ciudades y bien comunicados por ferrocarril.

Ese camino al exterminio sistemático se despejó en la reunión del 20 de enero de 1942 en una mansión del lujoso suburbio berlinés de Wannsee. Reinhard Heydrich, organizador del encuentro, recordó al selecto grupo de 14 altos mandos nazis allí presentes que él estaba a cargo de coordinar las medidas para la "solución final" de la cuestión judía en Europa y que estaban convocados para discutir la "logística".

El procedimiento de exterminio masivo en esos campos fue descrito con todo detalle por el comandante de Auschwitz, Rudolf Hoess, después de ser capturado por la policía militar británica en Flensburgo, el 11 de marzo de 1946, donde se hacía pasar por un bracero agrícola. Los judíos llegaban a los campos en trenes y eran seleccionados en dos grupos: los válidos para el trabajo y los inválidos (niños, mujeres, enfermos y ancianos). En cada cámara, con paredes gruesas de hormigón, podían gasear a dos mil personas a la vez, en un período de tiempo que duraba entre tres y quince minutos. Al cabo de media hora se abrían las puertas y los cadáveres eran llevados al crematorio, donde el coque, el combustible utilizado, los convertía en cenizas.

La mitad del campo de Auschwitz-Birkenau estaba destinada y fue construida para suministrar mano de obra al servicio de todo lo que demandaba la ingente maquinaria bélica alemana y la otra mitad para el exterminio. Comenzó su funcionamiento en abril de 1940, en las instalaciones de un antiguo cuartel, como un campo para prisioneros políticos polacos. En 1941, la gran compañía química alemana I.G. Farber decidió construir allí una fábrica de caucho sintético y Himmler ordenó llevar allí a miles de prisioneros soviéticos, los primeros 10.000 llegaron en octubre de ese año, sustituidos pocos meses después por judíos.

De los 450.000 trabajadores instalados allí en los siguientes años, sólo 144.000 sobrevivieron a las inhumanas condiciones de trabajo. En la parte que se convirtió en un centro de exterminio masivo, pasaron primero prisioneros polacos, después soviéticos, y después, desde enero de 1942, cientos de miles de judíos procedentes de Europa occidental, del este y del sureste. Más de un millón de ellos encontraron allí la muerte hasta que dejó de funcionar en noviembre de 1944, a un ritmo de más de 30.000 víctimas al mes. Los prisioneros que quedaban, poco más de 7.000, fueron liberados por el ejército soviético el 27 de enero de 1945. Rudolf Hoess, juzgado por el Tribunal Supremo Nacional de Polonia, condenado a muerte, volvió a Auschwitz para ser ahorcado en el lugar de sus crímenes el 16 de abril de 1947.

Otro grupo que cayó en las redes racistas extendidas por toda Europa fueron los gitanos (Sinti y Roma). Primero, antes de la guerra, miles de ellos fueron esterilizados, víctimas del "racismo higiénico". El número de víctimas mortales no ha podido establecerse por falta de datos fidedignos sobre los asesinatos en los regímenes fascistas de Croacia, Rumanía y Hungría. La cifra excede los cien mil, de los cuales unos quince mil eran gitanos alemanes.

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Es la cara más cruel de un siglo que conoció guerras, genocidios, violencias de Estado y revolucionarias sin precedentes. Pero ese siglo presenció también, gracias entre otras cosas al impacto del Holocausto, la creación de tribunales internacionales, la persecución de criminales de guerra, la formación de comisiones de la verdad. Y muchos hombres y mujeres, especialmente en los últimos años, protegidos por el paso del tiempo, necesitados de liberar sus terribles pesadillas, se han atrevido a contarlo, a documentar sus vidas, a la vez que contribuían a documentar la de todos, a denunciar la traición y cobardía de algunas de sus patrias y ciudadanías. Ésa es la cara de la esperanza, la que invita a vigilar y cuidar la frágil democracia, a recordárselo a los responsables políticos, a perseguir la intolerancia, a extraer lecciones de la historia, a educar en la libertad. Setenta y cinco años después.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

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