Desde la casa roja

Yo elijo: ser madre sola

Este es un tema de materiales frágiles: está sucediendo prácticamente a la vez que escribo. Ayer mismo, una de mis mejores amigas anunciaba que va a ser madre sin pareja de dos bebés. Algo de vértigo y valentía y también emoción: dos para una. El invierno demográfico, la incertidumbre sentimental, la precariedad laboral, el infantilismo, el laicismo y el feminismo atraviesan hoy lo que antes era un hecho sólito de la vida y hoy es una elección: quiero ser madre, ¿necesito a alguien?

Les cuento que de mi grupo más cercano de amigas, seremos unas diez mujeres, cinco de ellas han decidido ser madres solas y otras dos han hecho algún tipo de tratamiento de fertilidad, congelación de óvulos o revisión ginecológica con el fin de tener hijos sin pareja o postergar la maternidad lo máximo posible, en algunos casos, a la espera de que el hombre decida si quiere ser padre o no. Es decir, un 70 por ciento de nosotras ha elegido que va a ser madre independientemente de tener o no una pareja. No quieren ser madres solteras, no seamos antiguos nombrando realidades, soltera también estoy yo y mi hijo tiene un padre. Son mujeres que acercándose cada vez más a la frontera biológica de los cuarenta años deciden sobre su maternidad y su futuro y buscan el embarazo mediante reproducción asistida. No es un caso excepcional, uno de cada cuatro tratamientos de fertilidad se realiza hoy a mujeres sin pareja. Suelen ser mujeres que han dedicado mucho tiempo a crecer laboralmente postergando esta decisión. Cada año, nacen en España más de 1.500 niños de esta forma.

Cada uno de los casos es diferente, me resulta imposible generalizar por qué están tantas de ellas en este punto de su vida. Aunque no sabemos si forma parte de la raíz de esta decisión, las cinco son hijas de padres divorciados (crecieron en hogares donde la estructura clásica familiar ya se había roto, vieron bregar a sus propias madres en la crianza y manutención) y ninguna de ellas tiene problemas económicos acuciantes. Algunas no tienen pareja, otra tenía una pareja mujer y decidió hacerlo sola, otras tienen pareja pero esos hombres no quieren tener hijos aunque habitarán en la misma casa que ellas o sus parejas tienen ya hijos de una relación anterior y no quieren tener más. Cada una lo enfrenta con sus miedos, sus dudas y sus fuerzas. Hablamos de reproducción voluntaria y autonomía de decisiones de la mujer, pero también hablamos de las nuevas familias, de nuevos vínculos, hablamos de clase social, de red y de las formas de relacionarnos entre nosotros.

Tomar la decisión no es sencillo. Mientras que dentro de una pareja se tienen hijos, muchas veces, porque toca, por inercia, porque sí, aquí entran en juego algunas cuestiones que, si bien todos deberíamos plantearnos antes de lanzarnos a la maternidad, resolverlas puede resultar crucial en estos casos. ¿Están la familia o abuelos –indispensables en la mayoría de los casos– disponibles y cerca? ¿Cuánta estabilidad económica necesito? ¿Tengo una red? ¿Si me sucede algo, quién atenderá al niño?

Una de estas mujeres me hace entender que el proceso médico es largo, pero también lo es el psicológico. Lo primero, la aceptación de que no es un plan B, sino una opción diferente a la que habías proyectado para ti durante toda tu vida. Para ella, lo más difícil ha sido aprender a convivir con la responsabilidad de traer una persona al mundo que no va a conocer al cien por cien su origen. Me dice que puede que esto nunca le importe al niño, pero también puede que tenga esa curiosidad y esto sea algo relevante y sienta que siempre le faltará esa información sobre sí mismo. En España y otros países, la donación de gametos es anónima, los derechos del donante están protegidos. Pero la tendencia mundial es permitir que los niños concebidos por reproducción asistida puedan conocer la identidad de los donantes. Su derecho a saber prevalece. Países como Suecia, Reino Unido, Austria o recientemente Portugal, como consecuencia de una sentencia, permiten que la identidad del donante sea desvelada.

Un proceso de fertilidad no es un trámite sencillo. El cuerpo y la estabilidad emocional se ven tensionados. Discurre así: a la mujer (menor de cuarenta para ser admitida por la Seguridad Social; en la privada, el arco de edad se agranda, así como el negocio) se le hace un estudio para comprobar que hay reserva ovárica, que las trompas son permeables y que el aparato reproductor está bien. Después, se somete a un tratamiento hormonal intenso que puede durar de una semana a diez días, y en el que se inyectan hormonas para estimular los ovarios y ayudar a que la inseminación sea efectiva. La Seguridad Social financia hasta seis intentos (las probabilidades son muy bajas a partir de cierta edad). Si no funcionan, pasarían a tres fecundaciones in vitro, mucho más efectivas. Para esto, después de la hormonación, se realiza una breve intervención para extraer los óvulos que serán fecundados en un laboratorio y posteriormente se implantarán en el útero.

Una de las cuestiones que se debaten sobre esta elección es por qué la Seguridad Social financia los tratamientos cuando ser madre es un deseo, que podemos tener o no, y no un derecho. No atiende a paliar una enfermedad. Aparte de la conveniencia para el Estado de que los índices de natalidad en España crezcan, esta misma cuestión podría plantearse respecto a la financiación de los costes de los tratamientos de fertilidad de una pareja de hombre y mujer sin distinción. El anhelo que persiste debajo es el mismo. Algunas de estas mujeres entenderían perfectamente un copago en el que ellas pudieran hacerse cargo de los costes de las medicinas y el Estado de la infraestructura sanitaria. Pero esto favorecería que solamente las mujeres con buen poder adquisitivo pudieran ser madres por elección. Cada inseminación cuesta, solo en medicación, alrededor de 400 euros de los que se hace cargo la sanidad pública, a lo que hay que añadir la progesterona y otros 400 euros del banco de semen, que pagará la mujer cada vez. Otro argumento contra esta elección es por qué no adoptan niños. ¿Debería una pareja pensar en adopción antes de en concebir su propio hijo? El deseo es el mismo en los dos casos aunque las razones sean diferentes. ¿No entran en estos juicios valores personales y culturales a la hora de comprender que un hombre y una mujer peleen por una paternidad biológica pero no deba hacerlo una mujer sola o una pareja de mujeres?

¿Se puede ser madre soltera sin red o sin una posición económica cómoda? ¿Por qué en áreas sanitarias en zonas de más renta sube el porcentaje de mujeres que se someten a estos tratamientos?

¿Y dónde están los hombres? Si hoy más mujeres deciden no ser madres, también hay más hombres que se alejan de la paternidad. Los nuevos roles paternos exigen que el hombre no sea un padre ausente. Ha habido un proceso de desidentificación con los modelos aprendidos. Muchos hombres deciden no cuidar porque ahora reconocen (y conocen) la cantidad de dedicación y responsabilidad que esa relación paternofilial también sustenta. Observo también cómo muchos amigos de mi edad ahora salen con mujeres bastante más jóvenes que ellos con las que puede que, en un futuro, tengan hijos. En un futuro significa cuando la juventud ya se haya extendido hasta su más ridículo horizonte. Están buscando tiempo. Un tiempo que, para la mujer, consiste en congelar unos óvulos hasta encontrar el momento exacto o idóneo. Pienso que los que ya hemos sido padres tenemos pocas certezas que contar, pero la más clara es que poco momento será más idóneo que aquel en el que te lanzaste y decidiste tener un hijo y llegó justamente el tuyo.

En cualquier caso, los hogares monoparentales constituyen un tipo de familia que debe tomarse en cuenta ya para la regulación de los derechos de esos niños: permisos de maternidad, ayudas al alquiler, becas, etc. Las llamarán caprichosas, valientes, osadas y es que buena parte del estigma procede de tiempos más grises, cuando esas mujeres no eran madres solas por elección, sino porque habían sido abandonadas por los padres de esos críos.

Vivimos un apasionante momento de pensamiento y revisión, de reconcebirnos y saber que, a veces, somos incongruentes o nadamos adentro de burbujas infranqueables y que no habrá razones suficientes nunca para protegernos de la equivocación al hablar de lo que, hasta ahora, desconocíamos.

Casi ninguna de las mujeres con las que he podido hablar puede contemplar ahora mismo otro tipo de familia mejor que aquel por el que están luchando. De tiempos y voces que no entienden que a la estructura familiar clásica la acompañan otro tipo de formatos, vamos a tener buenas dosis en estos días políticos. Pero estos niños ya están aquí y tienen todo el camino por andar.

Y ellas harán tribu. Estoy segura.

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