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Desde la casa roja

Otro país llamado El Campo

Mis amigos de la ciudad desean abrirse los pulmones a bocanadas de aire limpio. Pasar las yemas de los dedos por el musgo. Caminar sobre la arena. Dejar correr a los niños y que se ensucien de cosas que no parezca que matan. Perder los ojos en algún horizonte que no esté roto por un semáforo en verde pidiéndonos acelerar más y más. Por eso, de aquí a verano, tengo planes en tres casas rurales con tres grupos de gente diferente. Nosotros vivimos a medio camino literal y figurado: somos un pueblo dormitorio y aquí no existe un solo campesino, menos aún algún ganadero, pero estamos fuera del hongo gris y todo tranzón espera que alguien le purgue el invierno a su tierra. Esta es nuestra ridícula idea de lo que es el campo: sacar de los armarios al sol de vez en cuando el kit completo de Quechua.

De pequeña me reía mucho con mis padres cuando lanzaban el brazo al horizonte y señalaban los antiguos bordes de Madrid y me decían: aquí se acababa la ciudad. Todo era remoto y era imposible imaginar que donde están las circunvalaciones, los colosales centros comerciales y sus repeticiones de casas adosadas, antes creciera algún árbol. En aquellos años ochenta, yo vivía en la frontera de dos poblaciones del sur de la capital y nuestra calle discurría entre esas dos galaxias en colisión: un enorme polígono industrial, con su fundición de metales echando humo día y noche, y las granjas. Y la vida te abofetea cuando de pronto te ves diciendo a tu hijo: ¿ves ese Corte Inglés? Pues aquí vivían rebaños de ovejas cuando yo era niña. Aquí veníamos a por huevos. Y donde está esa tienda de carcasas de móviles, mi abuela iba a rellenar su botella de leche. Y yo fui con ella muchas veces. Sí, yo estaba ya bastante viva cuando desde la M-30 todavía se divisaban pastores con sus cabras por las cunetas. Cuando en la colonia Marconi, hoy avispero de la explotación sexual de mujeres, había huertas. Mi pregunta es: ¿dónde está aquella gente? ¿Y cuánto hace que el sistema de consumo los engulló delante de nuestros ojos?

La primera vez que me senté a la mesa de mis suegros, la abuela de mi pareja, que cumplió cien años el fin de semana pasado en el mismo pueblo en el que nació, me dijo con un orgullo que entonces yo no entendí: todo lo que hay en esta mesa es nuestro. Y nuestro quería decir que, del vino al aceite, del jamón a las berenjenas, y a excepción del pan, se lo habían arrancado ellos a la tierra. Entendí, con casi treinta avergonzados años, que a los animales se les echa de comer a diario. Que las castañas se recogen rápido en noviembre cuando caen de los erizos abiertos para que no se las coman ni los jabalíes ni los domingueros, y que salen gordas y lustrosas si ha sido buen año de lluvias y pequeñas y con bicho si ha sido seco. Que la huerta pide trabajo diario y constancia. Que las corderas, en un año, son ovejas que paren. Y que si están bien cuidadas, pueden tener dos camadas en cuatro estaciones. Ese era mi nivel. Y es el nivel general.

Cuatro árboles juntos en un parque, niños míos, no hacen un bosque.

Hablo con un amigo que dejó este campo de mentira por uno de verdad, que ahora prepara la tierra y trabaja la huerta y sin intermediarios vende sus productos en los mercados de Asturias. Me explica el choque que existe entre la idealización de lo llamado rural y la realidad. Habla del desconocimiento, del abandono, de la falta, por ejemplo, de pediatra cercano desde hace meses o de la despoblación. Me habla de su nueva forma de ganarse la vida y me explica que todo se complica cuando del consumo propio de hortalizas y frutas pasas a la venta. Me cuenta el caso de la manzana de sidra que se paga a 0,27 el kilo de fruta. Bajísimo. Y que detrás del desajuste, hay un problema estructural y expandido que encarece los productos. De cómo los grandes monocultivos necesitan sacar toda la producción para llegar a todas partes de España. Y que, sin embargo, en un sistema donde los agricultores se dedicaran a producir para su región, no existirían los grandes intermediarios y distribuidores y el beneficio sería para los productores. Entonces, si los pueblos siguen despoblándose y los gobiernos siguen sin atender a esto dotándolos de infraestructuras o comunicaciones, ¿a quién venderán?

Pero ellos forman parte de escasas rebeldías contra el capitalismo alimentario; utilizan sus tierras, su tiempo y sus manos. En este desconocimiento, explanada inmensa acerca del origen de aquello que nos llevamos a la boca, sumado al gran nudo informativo y político que provocan las grandes ciudades en un país centralizado como este, se nos abren mucho los ojos cuando a bordo de los tractores, los agricultores llegan hasta la capital a pedir precios justos. ¿Qué quieren los que llegan de esa España despoblada? ¿No son justos los precios de las grandes superficies con las explotaciones agrícolas? O más allá, nos preguntamos absurdos: ¿Son entonces los agricultores de derechas? ¿Es posible que la calidad de las frutas y verduras de las grandes superficies sea, además, deficiente porque no atiende a un proceso de cultivo acorde al clima y a sus temporadas, a la biodiversidad, a la tierra que tenemos? Creo que hace mucho tiempo que ya sabíamos acerca del funcionamiento fallido de todo este ciclo. Durante años, los procesos de la agricultura han sido un ruido de fondo y parece que es ahora, cuando en Berlín y París también han estallado las mismas protestas, cuando queremos comprender a golpe de mirada desde nuestro asfalto qué está pasando con sus productos, los precios o sus jornales.

Comprender siendo capaces de pagar a 6 euros el kilo de gigantes tomates rosas, que compramos naranjas en verano o los aguacates chilenos que decorarán la tostada de grano integral en nuestras redes sociales. Somos ecológicos, aunque para que esa rodaja insípida y tiesa llegue a nuestro pan haya tenido que hacer 10.000 kilómetros sin madurar. Somos orgánicos y solidarios y pagamos el fin de semana a casi 1.000 euros en una casita de pueblo reformada de Extremadura. Para ahorrar, haremos la compra en el Lidl que nos pille de camino.

Acabo este artículo a la luz de mi huerto de sobremesa que, de noche, alumbra con led tres matas de cherrys que no respetan los ciclos del día y serán veloces como esta vida nuestra en darme frutos. Me siento profundamente realizada y a la vez absurda felicitándome por haberlos regado una vez a la semana en su depósito invisible de agua y suspiro mientras me ilusiono con que ya están echando las primeras flores. En quince días, veré salir el primer tomate libre de pesticidas. Escucho revolverse a mi amigo en su oriente asturiano mientras labra la tierra.

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