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Las eléctricas, primero

Pedro Díaz Cepero

Parece ser que, en nuestro país, aquellos que tienen un estatus privilegiado en el entramado social, gozan, por añadidura, de especiales prebendas. Es el caso de la banca, paradigma del capital financiero oligopolista, que se proclama imprescindible en el funcionamiento del sistema y por ello acreedor subvencionado con dinero público si las cosas van mal, muy por delante de otras empresas y de los ciudadanos. Es el caso de la Iglesia católica, monopolizadora en España de las creencias en el más allá desde hace siglos, y todavía hoy privilegiada por un Estado laico, con teórica igualdad de derechos para todas las confesiones.  Hace tiempo que estamos pidiendo la derogación del Concordato con la Santa Sede, urdido en 1976 en una situación pre-democrática por políticos vinculados a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Es evidente que la Iglesia ha perdido en las últimas décadas poder de convocatoria en España,  pero todavía conserva una considerable influencia, y el PSOE debe saberlo, porque fiel a su impronta meliflua, tuvo durante varias legislaturas la oportunidad de revisar el Concordato, pero prefirió no crearse enemigos electorales.

Y llegamos a las eléctricas, cuestionadas este invierno de récords térmicos, aunque los privilegios se extiendan al resto del año y a los precedentes, especialmente tras las privatizaciones de los gobiernos de Felipe González y, sobre todo, de Aznar. Pero desde los mismos tiempos del franquismo ha sido un sector muy relacionado con el poder político, protegiendo así sus beneficios y regalías. Franco, por ejemplo, otorgó el título nobiliario de conde de Fenosa a su amigo personal Pedro Barrié de la Maza, industrial y banquero, uno de los próceres que financió la compra de armamento para los rebeldes en la Guerra Civil.

Hoy, los negocios se hacen de otra manera, pero casi siempre por los mismos. Ahora su lobby principal lo han encontrado en los asientos de los Consejos de Ministros. Repasar la lista de los más de cuarenta políticos que se han sentado en los consejos de empresas eléctricas y/o relacionadas con la energía da verdadero bochorno. Porque es difícil entender  que mentes tan preclaras no hayan denunciado determinados abusos, y entre otros, la impostura de un régimen tarifario que burla los más elementales principios de la competencia. Debe ser embarazoso manifestarse desde los confortables sillones de un consejo de administración.

Para empezar, el régimen tarifario es perverso, ajeno a las leyes de la equidad, al establecer como guía el precio máximo horario del mix energético –la procedencia de la energía–, algo profundamente perjudicial para el usuario que compra la energía más cara en cada momento, y que propende a la permanencia de los operadores más ineficaces y/o con menor inversión en equipos y/o tecnología, al tiempo que le viene muy bien a las compañías que tienen un coste inferior. Por otro lado, al encontrarnos en un mercado con muy pocos operadores y en el que coincide a menudo la generación de energía con la comercialización, la sospecha de alteración artificial de precios es siempre recurrente –hace un año la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) sancionó a Iberdrola por manipulación del precio del mercado–.

Dado que los costes energéticos son  fundamentales en el escandallo de cualquier economía, sea de empresas o de particulares, urge una regulación del sector y una coordinación de todos los operadores, y por descontado, un control más estricto a través de un auditor independiente –no vinculado a la Administración–  capaz de marcar un justiprecio y aportar máxima transparencia en la formación de los precios y de la factura total.

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Es sabido que estamos a la cabeza de la UE en costes, cuando debería ser al revés, por la situación, recursos naturales y climatología del país. España podría aumentar significativamente su capacidad de generación en energías renovables, y necesita una regulación clara que favorezca el autoconsumo, pero hay un problema, y es que eso iría a corto y medio plazo en contra de la facturación y los beneficios de los grandes operadores tradicionales.

Tampoco debemos pasar por alto lo que supone para el Estado en impuestos la factura de la luz, un 21 % de IVA, que se aplica hasta el último euro  a todas las partidas: un adicional impuesto sobre electricidad, como si no pagáramos bastante, y un alquiler de equipos de medida y control de por vida. Así que, a la Administración no le viene nada mal que la electricidad suba: más recaudación asegurada sin mover un dedo. Una chispa más de la progresividad de nuestro sistema fiscal. _______________

Pedro Díaz Cepero es sociólogo y escritor

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