¿Firmará el PP el armisticio cultural? Luis Arroyo
¡Qué escándalo! ¡Aquí se juega!
Cada semana política nos regala un cruce de acusaciones, un intercambio de intervenciones crispadas e hiperbólicas, una escena indignada en el Congreso de los Diputados que llena informativos y periódicos. Si un marciano llegara a España y viera tan sólo unos minutos de televisión, especialmente los miércoles, días de la sesión de control al Gobierno, pensaría que es un país fallido, un caos permanente. Sin embargo, y pese a todo, el país funciona, se legisla, se adjudican fondos para invertir en proyectos, se llega a acuerdos que se plasman en todo tipo de instrumentos. ¿Cómo es posible?
Como dijo el capitán Renault en Casablanca: “¡Qué escándalo! ¡Aquí se juega!” En efecto, hace tiempo que se viene observando que esas escenas de crispación e hipérbole continua conviven con el trabajo callado y discreto en comisiones y ponencias, donde todos los días se llega a decenas de acuerdos, al igual que ocurre en los parlamentos autonómicos. El catedrático de ciencia política Xavier Coller ha investigado la cuestión y acaba de difundir sus resultados en La teatralización de la política (Catarata).
A través de encuestas, entrevistas y un minucioso análisis de la aprobación de leyes en el Congreso de los Diputados y las Cámaras autonómicas, el profesor Coller analiza cómo desde el año 1977 hasta 2023 las leyes se han aprobado en el Congreso con un acuerdo del 90%, incluyendo abstenciones y en las cámaras autonómicas, entre 1980 y 2023, con un acuerdo medio del 85%. Datos que ningún observador de la vida política española hubiera siquiera intuido y que, si preguntásemos al respecto, despertarían sorpresa e incluso cierta sospecha.
Cuando las cámaras se apagan o se sale de escena, en las comisiones y en especial en las ponencias, se negocian enmiendas, se transaccionan propuestas y se exploran nuevas vías de colaboración. Nada que ver con la teatralización previa
No sólo eso, sino que los propios diputados y diputadas en sus entrevistas reconocen que, en efecto, la cámara de representación es eso, el escenario donde representar un rol que has definido como propio, que crees que es lo que tus votantes esperan de ti y que además te diferencia de otros competidores. Exageraciones, hipérboles, performances varias ayudadas de todo tipo de artilugios y citas preparadas para abrir un telediario o hacer viral un vídeo son herramientas necesarias para este objetivo. Cuando las cámaras se apagan o se sale de escena, en las comisiones y en especial en las ponencias, se negocian enmiendas, se transaccionan propuestas y se exploran nuevas vías de colaboración. Nada que ver con la teatralización previa. Es, como se explica en el libro, todo un desdoblamiento. El actor que sube al escenario en la tribuna de oradores luego no tiene nada que ver con el negociador que se remanga la camisa y se bate en cada propuesta. Lo cantaba Enrique Urquijo: “Cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario”.
Esto era algo sabido, de lo que ahora tenemos cifras y un análisis minucioso. Pero, ¿y la ciudadanía? ¿No forma parte también de esa representación? Los indicadores de desafección democrática llevan tiempo al alza. En los eurobarómetros tan sólo un 7% de los españoles y españolas dicen confiar en los políticos. Los problemas relacionados con los políticos, los partidos, etc, encabezan —si se sumaran juntos y no divididos, como hace el CIS— las preocupaciones de los españoles. Sin embargo, cada vez que se convocan elecciones, acudimos a votar en torno al 70% del censo. Incluso en la repetición electoral de 2019, la participación no bajó del 66%. La política sigue interesando, como demuestran las audiencias de las tertulias o programas de información política, y cuando se percibe un peligro —como ocurrió en electorados templados ante la posibilidad cierta de que Vox llegara al Consejo de Ministros—, se reacciona. La lógica, al final, se impone a la escenificación y sus fingidos arrebatos.
La ciencia política lleva años estudiando lo que supone de teatralización el propio concepto de representación y cómo este se agudiza en tiempos de democracias de audiencia. Se sabe que en momentos donde hay más atención mediática, en temas que son más identitarios de cada formación, o ante la cercanía de elecciones, este fenómeno se incrementa. Pero, ¿y la sociedad? Quizá, ante la percepción de que esto es así, hemos decidido pasar del teatro clásico al experimental, ese en que se rompe la distancia entre actores y espectadores y entre todos construyen la obra. Quizá así se pueda explicar que, pese a todo, seguimos viviendo en común. “¡Qué escándalo! ¡Aquí se juega!”
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