Lecciones de la batalla (y V): La guerra se sabe cómo empieza, pero no cómo, cuándo ni dónde acaba

Cuando se cumplen seis meses de la invasión de Ucrania por parte de Putin, todas las personas expertas coinciden en señalar que la guerra está estancada e irá para largo. Pese a que en un principio pudo parecer que la supuesta superioridad militar rusa permitiría a Putin conseguir sus objetivos en poco tiempo, hoy se ha demostrado que no es así. El inicial golpe de mano, rápido y contundente, planificado por el Estado Mayor ruso ha derivado en una guerra de desgaste donde los avances y retrocesos de los frentes se producen al ritmo de la I Guerra Mundial. Nadie logra imaginar de qué manera tal situación pudiese evolucionar hacia algún acuerdo entre las partes o al menos un alto el fuego.

Los efectos los estamos viendo en todo el mundo. Incluyen una inflación desmedida, una crisis energética y otra alimenticia, así como una creciente tensión en el seno de las sociedades occidentales, que ya empiezan a preguntarse cuánto están dispuestas a pagar por el apoyo a Ucrania (aquí unos datos sobre Alemania) y por seguir parándole los pies a Putin. Incluso, con la solemnidad que caracteriza a los presidentes de La République, Macron ha decretado el "fin de la era de la abundancia" y las despreocupaciones, sin que esté muy claro qué quiso decir realmente, como se refleja aquí. No es difícil acordarse de cuando Sarkozy sentenció que con el crash financiero del 2008 había llegado el momento de repensar el capitalismo, y el resultado fue la laminación de lo público, una mayor desregulación y un dramático incremento de la desigualdad. Si ha de ponerse fin a esa era de la abundancia —algo imprescindible para la sostenibilidad del planeta—, discutamos a quiénes y a cuántos habrá de aplicarse esa regla decreciente.

Esta no es solo una batalla de democracias contra regímenes autocráticos y autoritarios; es algo mucho más complejo. Se está configurando un nuevo mapa de poder en el mundo, y lo está haciendo al margen de cualquier foro mínimamente democrático

Mientras vamos viendo cómo el mundo cambia radicalmente ante nuestros ojos y la geopolítica reivindica el protagonismo que siempre tuvo, una verdad asoma: los débiles mecanismos multilaterales que tiene hoy la comunidad internacional no incluyen un proceso de deliberación ni toma de decisiones capaz de terminar con un conflicto como éste. Ni como otros.

Vemos cada día cómo se erigen en mediadores y posibles árbitros en eventuales negociaciones figuras como Erdogan, el presidente turco, y seguimos preguntándonos cuál es exactamente el papel de China. En este escenario dominado por la inestabilidad y la incertidumbre, la posibilidad de engrasar un posible acuerdo está ahora mismo en manos de líderes que poco o nada tienen que ver con los mínimos estándares democráticos. Por tanto, esta no es solo una batalla de democracias contra regímenes autocráticos y autoritarios; es algo mucho más complejo. Se está configurando un nuevo mapa de poder en el mundo, y lo está haciendo al margen de cualquier foro mínimamente democrático.

Tras medio año de una guerra que ha provocado decenas de miles de muertos entre los propios combatientes y la población civil ucraniana, la ausencia de mecanismos globales capaces de negociar y controlar los conflictos humanos y de fijar, al menos, unas reglas del juego que limitasen los estragos de la batalla, nos deja sin salidas a corto plazo. Nos estamos dando de bruces con una cruda realidad: el orden o desorden mundial se resquebraja mientras impera sin ambages la ley del más fuerte.     

Todo apunta a que esta guerra generará más efectos de los que hoy reconocemos. La dimensión del desafío es tal que puede ser uno de esos momentos de la Historia en que se dan pasos de gigante para avanzar en democracia, libertades y justicia social, o todo lo contrario. Entender las lecciones que nos ofrece la batalla nos ayudará a empujar por el primer camino.

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